3 de febrero de 2016

“Mientras padecer persecución es propio del profeta de Dios, el aplauso complaciente de los oyentes señala al que sólo se busca a sí mismo”


La figura del profeta Jeremías en la soledad del desierto no es más que una imagen de la suerte de todo aquél que asuma el desafío de ser la voz del Señor en medio de una sociedad cada vez más hostil a la Palabra de Dios.
Elegido por Dios antes de ser engendrado en el vientre de su madre (Jer.1, 4-5.17-19), Jeremías es enviado a profetizar al reino de Judá en su Nombre, sin ser escuchado por un pueblo  cómodo en su bienestar económico y despreocupado de su vida religiosa.
No es el éxito de su misión lo que lo ha de entusiasmar, sino  realizar lo que se le encomendó, sin miedo a las persecuciones que han de sobrevenir, sino sólo apoyado en la gracia y fuerza de  quien lo envía, ya que es la intimidad con Dios la que le permite sobrevivir en medio de las asechanzas  e indiferencias. 
Por lo tanto, Jeremías no ha de esperar una vida fácil, sino todo lo contrario, terminando sus días en Egipto, víctima de  sus enemigos.
¿Qué lo lleva al profeta a padecer tanto en esta vida terrenal por la causa de Dios y de sus hermanos? Por cierto que el amor que brota de la cercanía con su Dios y la misión de salvar a muchos del pecado para llevarlos a Él.
Precisamente en la liturgia de este domingo se caracteriza la unión del profeta con el Señor y de su amor consecuente, en palabras del salmista (70, 1-4ª.5-6ab.15ab.17): “yo me refugio en ti, Señor,..Sé para mí una roca protectora, Tú que decidiste venir siempre en mi ayuda, porque Tú eres mi Roca y mi fortaleza, ¡Líbrame, Dios mío, de las manos del impío!”.
Aún cumpliendo su misión, no se verá libre del abandono aparente de su Señor, siendo su sacrificio un anticipo del desánimo que sufrirá Jesús, el Mesías, cuando concluya su misión con la muerte en cruz.
Jesús también será rechazado en el transcurso de su misión entre los hombres (Lc. 4, 21-30), siendo el mismo más doloroso cuando tiene origen en sus propios compatriotas, los nazaretanos, que lo llevan a exclamar “que ningún profeta es bien recibido en su tierra”, siéndole por ello imposible realizar  milagro alguno como en Cafarnaúm.
Releyendo y meditando el evangelio nos encontramos continuamente con que Jesús despierta reacciones encontradas en el trascurso de su misión redentora entre nosotros, incluso hasta entre sus seguidores más cercanos, los apóstoles, que dudan  ir tras sus pasos, por ejemplo, después de su enseñanza considerada durísima cuando el discurso sobre el pan de vida (Juan cap 6).
No resulta sencillo comprender las exigencias del seguimiento del Señor y la vivencia de sus enseñanzas a los pobres mortales que somos nosotros.
Estamos tan  arraigados a lo mundano por nuestra condición de criaturas y por nuestro enclave en lo terrenal desde los orígenes, que si bien el espíritu se orienta hacia lo eterno que puede saciarlo, siente el tironeo hacia lo tangible que es propio del cuerpo al que estamos sujetos.
A pesar de ello, también nosotros estamos convocados por el bautismo a realizar plenamente la misión de profetas, con las características de quienes lo fueron en el  Antiguo Testamento y participando de la misión de Cristo profeta.
Los tiempos que nos tocan vivir son tan difíciles como los de la historia de la salvación toda, despreciados o ignorados por quienes en nuestros días prescinden de Jesús en sus vidas, ya que la han colmado de frivolidades.
Hablar de Cristo hasta resulta extraño para un mundo que se ha fabricado uno  a su medida, ya que no pocos se arrogan autoridad para entender lo que Él piensa o espera de nuestra vida cotidiana.
¡Qué decir de la necesidad de predicar la conversión de vida y la asunción de nuevas actitudes! ¡Si ya no existe el pecado para muchos, este lenguaje resulta más que anacrónico!
No obstante todos los inconvenientes existentes, deben prevalecer respecto a Dios el honrarlo de todo corazón, y en relación al prójimo el amarlo con amor verdadero,  según pedíamos en la primera oración del este domingo.
En este encuadre resulta propicio recordar que san Pablo nos señala la importancia y superioridad de la caridad (I Cor. 12, 31-13,13) en su doble faceta de amor a Dios y al prójimo. 
Por ser el don más perfecto ya que permanece en la vida eterna, el amor a Dios existe por encima de cualquier otro amor, por encontrarse en Él el origen de donde venimos a este mundo y la meta a la que nos dirigimos con fervor.
El amor al prójimo implica, a su vez, procurar el bien del otro, que es siempre en primer lugar el del espíritu, es decir, el que cada uno pueda estar unido a su Dios y Señor, a pesar de las vicisitudes de la existencia humana.
Predicar el amor de Dios para con la humanidad toda y cada uno, es por tanto, el mejor servicio que podemos ofrecer como profetas de este siglo en el que vivimos, esperando alcanzar el mayor número de nuevos seguidores de Cristo para seguir echando las redes de la salvación humana.
Queridos hermanos, confiando en el Señor que nos dice “Ellos combatirán contra ti, pero no te derrotarán, porque Yo estoy contigo para librarte” (Jer. 1,19), vayamos confiadamente al encuentro de la sociedad en la que estamos insertos para hacer presente a Jesús y la Buena Nueva que trae al mundo, a pesar que hace ya tiempo lo ha olvidado por seguir otros dioses.


Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el cuarto domingo durante el año, ciclo “C”, 31 de enero   de 2016. http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.- 


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