9 de marzo de 2016

“Por el arrepentimiento sincero, recibamos la misericordia del Padre”

El texto del evangelio (Lc. 15, 1-3.11-32) que hemos proclamado contempla las figuras de los dos hermanos que de algún modo representan al hombre universal que en su relación con el Creador y sus hermanos, derrochan los bienes recibidos o piensan que todo debe girar alrededor suyo como centro, que todo existe según la concepción de vida que poseen, cerrados ambos al don divino.
A uno y otro, pecadores, los espera la misericordia infinita del  Padre  Dios,  quien los abraza por medio de su Hijo hecho hombre Jesucristo  ya que  “Es Dios el que estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo, no teniendo en cuenta los pecados de los hombres, y confiándonos la palabra de la reconciliación” (2 Cor. 5, 17-21).
El hijo menor reclama  la parte de su herencia futura, -como si nosotros reclamáramos a Dios  lo que se nos ha prometido como herencia eterna sin haber hecho nada para merecerla-. A los pocos días recogió lo que tenía –dice el texto- y se alejó a un país lejano.
Cuando el ser humano decide centrar su vida en sí mismo busca la lejanía de su Creador, pensando que así es más fácil solazarse en  su propio egoísmo sin las miradas indiscretas  y acusadoras de su Dios.
Pero es inútil  que el hombre quiera escabullirse  de su dependencia natural con Aquél que lo ha creado, ya que su libertad alcanza la perfecta realización sólo en la verdad y el bien, para las que fue creado.
Hundido en el vicio, caído al nivel de los cerdos –signo de la impureza para los judíos-  comienza a comparar la vida presente con lo que se le reclama como imagen y semejanza de  Dios, cayendo en la cuenta de que sólo puede salir de la degradación total, retornando al Padre.
Es que no hay otra posibilidad de salir del vacío profundo que provoca el pecado si no es retornando a la Casa del  Padre y ser revestido –después de la conversión-  como hijo de Dios.
Y vuelve, trabajosamente, ya que no es fácil reconocer los errores cometidos, se necesita una actitud de profunda humildad, por eso la decisión de acercarse y decir “Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como uno de tus jornaleros”.
El padre que siempre lo esperó, lo vio desde lejos y salió a su encuentro, y sin detenerse a escuchar su súplica, lo revistió con el traje de fiesta, signo de la recepción de la gracia sanante, y se dispuso a festejar el regreso de su hijo perdido y recuperado.
A todo esto regresa del campo su hijo mayor, que informado de lo que acontece en la casa no quiere ingresar para festejar el regreso de su hermano.
Ante el pedido de su padre de festejar la vuelta de su hermano menor, le hecha en cara que siempre ha cumplido sus órdenes, sin haber recibido siquiera un cabrito para comer con sus amigos.
Este hijo no ha caído en la hondura de  perdición que su hermano, pero no por ello es más santo, ya que como los escribas y fariseos levanta su dedo acusador frente al pecador, sin darle oportunidad alguna de que pueda cambiar de vida, más aún, ya no lo reconoce como hermano.
Se tenía por justo, como acontece muchas veces con personas católicas que a pesar de vivir objetivamente en pecado, tienen una concepción de la religión equivocada y piensan que pueden vivirla a su manera. 
Hoy es muy común que no pocos creyentes, por ejemplo, viviendo en “pareja”, se acercan tranquilamente a comulgar, y no admiten que se les pueda advertir de su error y de las consecuencia para su vida espiritual.
El hijo menor, representa a toda persona que ha caído muy bajo en su vida moral, pero que al tocar fondo piensan en volver a la Casa del Padre Dios.
El hijo mayor, en cambio, como piensa que es perfecto, que de nada tiene que arrepentirse, difícilmente llega a salir de esa situación, ya que primero tiene que convertirse de su forma de pensar, ha de reconocer que su forma de vivir no corresponde a lo que enseña el evangelio.
Por otra parte, al hacer hincapié en el cumplimiento de la ley por encima del amor, fácilmente cuando piensa que no quebranta ningún precepto, aunque de hecho lo haga, deja de amar seriamente a Dios que es lo que corresponde.
Sin embargo, el Padre Dios está dispuesto siempre a recibir a ambos hijos, a brindarles lo que es totalmente suyo para que puedan vivir la dignidad propia de hijos amados, invitándolos a hacer realidad la enseñanza de san Pablo “El que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido , un ser nuevo se ha hecho presente. Y todo esto procede de Dios, que nos reconcilió con Él por intermedio de Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación”.
El texto del evangelio afirma que Jesús es criticado porque comía con los pecadores y publicanos, ya que la comida es un signo de comunión muy profundo, en este caso entre Jesús y el pecador. 
Pues bien, la conversión de corazón nos reconcilia con el Padre, nos convertimos en pecadores salvados e invitados al mismo tiempo a participar del banquete que se nos prepara en la eucaristía.
Pidamos al Señor que nunca nos falte el alimento de su Cuerpo y Sangre, para que así nutridos, renovemos nuestras fuerzas y nos transformemos en aquellos que llevan el ministerio de la reconciliación en medio del mundo.



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el 4to domingo de Cuaresma. Ciclo “C”. 06 de marzo de 2016. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com


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