16 de agosto de 2016

“La Asunción de la Virgen nos asegura que todos los hombres, de los que Ella es Madre, estaremos también en el Cielo con nuestro cuerpo glorificado”


El texto del evangelio de la misa del día (Lc. 1, 39-56) comienza afirmando  que “María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá”. 
Pues bien, durante toda su vida la Virgen estuvo “partiendo”, es decir, saliendo de sí misma para consagrar su vida a Dios Padre, de quien es su hija predilecta, a Dios Hijo, de quien es su madre según la carne, a Dios Espíritu Santo, de quien es la esposa fidelísima que contestara ante el anuncio del ángel su decisión de ser servidora fiel a lo largo de su existencia temporal.
En la visitación a su prima Isabel confirma que también está de partida para donarse a las necesidades de los demás, como lo ha estado haciendo a lo largo del tiempo con sus múltiples apariciones en diversos países, siempre para confirmar a los creyentes en su amor a Jesucristo, su Divino Hijo, y consolar en sus múltiples necesidades a quienes somos débiles y necesitados siempre de la ayuda divina.
Partió sin demora también para estar con su Hijo a lo largo de su vida pública, manteniéndose en el silencio de la que sirve siempre por amor y de una forma incondicional, partió para encontrarse con Él en el árbol de la cruz, y hoy parte a la gloria que se la ha preparado desde toda la eternidad.
Porque la Asunción de María al cielo es también una partida hacia la meta para la que fue creada, y aunque pareciera que nos ha dejado solos, de hecho siempre nos protege porque no se olvida que se le ha encomendado ser madre de todos los que formamos parte de la Iglesia por el sacramento del bautismo.
Por su muerte temporal, se une  a Jesús,  y deja en evidencia que es la primera en triunfar sobre la muerte, destruyendo su aguijón (I Cor.15, 54b-57), dejándonos la certeza de que aunque aún estemos sometidos a la misma, ya que “el último enemigo que será vencido es la muerte” (I Cor. 15, 20-27ª), y que tengamos que sufrir la temporal separación del alma y del cuerpo, está asegurada la futura resurrección que nos permitirá, como Ella, participar en plenitud la vida con Dios, si le somos fieles en este mundo.
En efecto, la Asunción de la Virgen es un argumento prueba de que todos los hombres, de los que Ella es Madre, estaremos también en el Cielo con nuestro cuerpo glorificado, si aprendemos a gastar la vida en el cumplimiento de la voluntad de Dios como lo hizo Santa María.
Es tan grande la unión de María con su Creador que exulta de alegría diciendo a todo el mundo “mi alma canta la grandeza del Señor; y mi espíritu se estremece de gozo en Dios mi Salvador”. 
¡Qué expresión tan profunda de quien vive a fondo lo que canta! Es una invitación a que consideremos si para nosotros es también motivo de alegría la unión con Dios y preguntarnos si este gozo es mayor al que experimentamos con las realidades de este mundo que son tan fugaces.
El ser humano, tan limitado, se esfuerza por  alcanzar los gozos y placeres temporales, a pesar de experimentar que éstos son fugaces y dejan en el corazón el sabor amargo de lo que es caduco y pasajero y, no aprende que el verdadero descanso está en permanecer junto a nuestro Dios y Señor que con su bondad y ternura siempre nos cuida y alienta a ser mejores para alcanzar la perfección evangélica, que aunque lejos, no es imposible de lograr.
Como  María estamos llamados a vivir en la pequeñez del ocultamiento de nosotros para que brille siempre la presencia divina que hace grandes cosas en quienes se le entregan con totalidad y fidelidad, ya que “su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquéllos que lo temen”.
El cántico de María es también profecía de lo que se cumplirá cuando Dios disponga, en el sentido que se manifestará claramente quienes serán despojados de sí y de toda vanidad y quienes serán enaltecidos porque se hicieron pequeños servidores de su único Señor y Dios.
Queridos hermanos, alentados por la presencia de la Virgen Madre ya en el cielo, caminemos con firmeza por la senda de la verdad y del bien, implorando de Ella nos guíe y muestre el camino de la plenitud de vida en el Cielo que nos ha prometido Jesús cuando afirmara que volvía al Padre para prepararnos un lugar.
Vivamos intensamente nuestra fe sin miedo alguno, conscientes que a pesar de las penas de este valle de lágrimas, María enjuga nuestro dolor y nos asegura la victoria final sobre el maligno que como quisiera devorar a Jesús  en otro tiempo, sin conseguirlo, pretende hacerlo también con nosotros en el transcurso de nuestra vida terrenal (Apoc. 11, 19ª; 12, 1-6ª.10ab).
Confiemos, pues, en el cumplimiento cierto de estas palabras: “Ya llegó la salvación, el poder y el reino de nuestro Dios y la soberanía de su Mesías”.


Canónigo Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la fiesta de la Asunción de María Santísima. 15 de agosto de 2016. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com






















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