17 de abril de 2017

“Supliquemos que de tan grande misterio, brote para nosotros la plenitud del amor y de la vida”.

Reconociendo en la primera oración de esta misa que nos hemos reunido para celebrar la Cena de Jesús,  Hijo Unigénito de Dios, antes que se entregara a la muerte, en la que confiara a la Iglesia el nuevo y eterno sacrificio, banquete pascual de su amor, pedíamos a Dios nos concediera “que de tan grande misterio, brote para nosotros la plenitud del amor y de la vida”.

¡Qué bella súplica realiza hoy la Iglesia! ¡Nada más y nada menos que pedir humildemente que del misterio de la Cena del Señor se origine para nosotros la plenitud del amor y de la vida!
Realidad ésta que es fruto de la promesa del Señor cuando nos dijera “Yo estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos”.
Es en el sacrificio pascual celebrado permanentemente en la Iglesia cuando se verifica de forma principal la presencia de Jesús entre nosotros.
Presencia en la Eucaristía que es acción de gracias porque por la muerte y resurrección del Señor hemos sido salvados, y al mismo tiempo certeza de que se perfecciona el mandato del Señor “hagan esto en memoria mía” por medio de sacramento del Orden Sagrado cuya institución conmemoramos y al mismo tiempo actualizamos en la consagración del pan y del vino.
En efecto, llegado ese momento sublime, el sacerdote se esconde, siendo sólo instrumento de la presencia de Jesús, de modo que cuando consagra dice “Tomen y coman todos de el porque esto es mi cuerpo, tomen y beban todos de el porque esta es mi sangre”.
No proclama el sacerdote que Jesús dijo, sino que es el mismo Señor quien pronuncia las palabras de la consagración por medio del celebrante.
En ese momento Cristo es la víctima ofrecida, es el altar en que descansa como víctima, y es el Sacerdote que ofrece su propio cuerpo y su propia sangre en sacrificio de salvación por todos los hombre, como fue en la crucifixión y muerte, aunque  sólo muchos se vieron beneficiados ya que no todos por quienes murió, responden a los dones entregados por el Amor divino, cegados por el odio o la soberbia que reniega de salvación alguna.
¡Qué hermoso misterio, qué hermoso gesto el de la permanencia de Jesús entre nosotros para siempre!
En efecto, mientras haya un sacerdote en la tierra, incluso aunque sea indigno por que vive en pecado, tiene la potestad de regalar al pueblo cristiano la presencia viva del cuerpo, sangre, alma y divinidad del Señor bajo las especies eucarísticas del pan y del vino.
La liturgia de esta tarde, pues, está colmada de significación, ya que Jesús actualiza el  sacrificio único de su ser y existir por la salvación del mundo, ofrecido  por obediencia al Padre a quien glorificaba y era  glorificado.
Pedíamos recién “que de tan grande misterio, brote para nosotros la plenitud del amor y de la vida”, porque por la identificación con Cristo anticipamos la vida eterna prometida, la cual no sólo se alcanza después de la muerte temporal si morimos sin pecado, sino que está presente en esperanza mientras caminamos a la meta de hijos adoptivos de Dios.
Leía en estos días un artículo que testimoniaba las maravillas que realiza Cristo Eucaristía en el corazón de los creyentes, en este caso en una experiencia particular con jóvenes en Estados Unidos, donde poco a poco se van programando tiempos fuertes de oración ante Jesús sacramentado. Esta práctica de la Presencia Eucarística favoreciendo el encuentro con el Señor, está resultando tan atrayente, que paulatinamente se van sumando numerosos jóvenes que buscan encontrarse con Él, contando simultáneamente con la posibilidad de recibir el sacramento del perdón.
En nuestra diócesis, como en muchas otras, la adoración continua de Cristo Sacramentado ya es un hecho, con no poco fruto de santificación personal.
Aquí en la parroquia, comenzaremos Dios mediante con esta experiencia, aunque sea de una tarde al mes, aumentando la práctica cada vez más, en la medida que vaya incrementándose la sed de adoradores del Señor Resucitado, presente en la hostia consagrada y expuesta a la adoración.
Fomentando este amor por el Señor, se consigue por cierto que cada uno exprese su entrega personal abandonándose a su misericordia, si de pecados quiere liberarse, o para implorar su ayuda para crecer en la santidad de vida que va logrando esforzadamente respondiendo a las gracias recibidas.
Ahora bien, de la plenitud de vida recibida por la unión con el Señor se continúa con la plenitud del amor que desde Dios llega a los demás.
El “bien es difusivo de sí” decían ya los antiguos, de manera que el bien que implica la unión estrecha con el Señor, se difunde hacia los demás, de allí que quien ama verdaderamente busca siempre el bien del otro, que es ciertamente el bien espiritual, el más perfecto de los bienes a alcanzar.
Tendremos enseguida el gesto del lavatorio de los pies, prolongando el obrar de Cristo con sus discípulos, signo perfecto del servicio incondicional, invitación a hacernos como lo hizo Él, esclavos de nuestros hermanos, aprender a lavarnos los pies unos a otros, ayudándonos a llevar nuestras cargas, a aliviar  las penas mutuas, a consolarnos en medio de nuestros dolores, crisis y penas consecuencias de un mundo cada vez más sin Dios y sin amor por ofrecer a los hermanos.
En esta noche santa, pidamos con insistencia que el Señor nos otorgue la abundancia de sus dones.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la misa del Jueves Santo. 13 de abril de 2017 ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com




No hay comentarios: