5 de abril de 2017

“El pecador “huele mal” por el vicio, es esclavo “con los pies y las manos atados”, sin ver la verdad por “el rostro envuelto en un sudario”.


 Pedíamos a Dios en la primera oración de esta liturgia que su gracia “nos conceda participar generosamente de aquel amor que llevó a tu Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo”.

Precisamente a causa de su muerte y resurrección puede decirnos “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mi, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn. 11, 1-45).
Ya en el Antiguo Testamento Dios promete abrir las tumbas de la opresión del destierro a los hijos de  Israel, poniendo en ellos su espíritu y vida, estableciéndolos nuevamente en su tierra, experimentando  así, como tantas otras veces, la misericordia divina (Ezequiel 37, 12-14), que nunca se detiene y que siempre espera.
San Pablo (Rom. 8, 8-11) nos recuerda que “los que viven de acuerdo con la carne no pueden agradar a Dios”, y por tanto no les es posible entender y participar del amor de Cristo que entregó su vida por salvar al hombre.
La  “carne” de la que habla el apóstol  señala todo tipo de pecado, de ofensa a Dios que lleva a la muerte, pero que comienza con la enfermedad del alma.
En efecto, la enfermedad del espíritu del hombre es el pecado, que si no se cura lleva a la muerte, tal como significa la enfermedad y muerte de Lázaro.
Sin embargo, toda persona es amada por Dios a pesar de los pecados personales, de allí que la enfermedad del pecado no sea mortal gracias a la intervención de su misericordia, que actúa en abundancia ante la conversión del corazón, y la novedad de una orientación de vida decidida a la realización del bien que conduce a  que “el Hijo de Dios sea glorificado por ella”.
Toda vez que el hombre de nuestros días piensa que todo concluye con la muerte temporal y que por lo tanto no hay esperanza alguna, se le presenta como testimonio la vuelta a la vida de Lázaro como signo anticipado de la resurrección de Jesús que augura la nuestra propia.
La seguridad de que nos espera después de la muerte el encuentro definitivo con Dios, ha de hacernos ver que la afirmación de Jesús que se auto proclama como “Yo soy la Resurrección y la Vida”, se aplica también a la liberación del pecado que cometido a instancias del espíritu del mal, separa del Creador e impide vivir como sus hijos elegidos como tales desde toda la eternidad.
El pecado deja sus huellas en el corazón humano, y así, “huele mal” cuando se convierte en vicio, lo esclaviza  al permanecer “con los pies y las manos atados con vendas”, sin posibilidad alguna de contemplar la verdad porque tiene “el rostro envuelto en un sudario”.
Ahora bien, contemplando “aquel amor que llevó” a Jesús “a entregarse a la muerte por la salvación del mundo”, entendemos que llore la muerte de Lázaro, y que los judíos dijeran “¡Cómo lo amaba!”.
Así sucede también que Jesús llora cuando estamos sumergidos en el pecado, porque esa situación impide que seamos felices en plenitud, mientras transitamos por este mundo, alejándonos  de la vista de Dios.
San Pablo (Rom. 8, 8-11) relaciona la muerte corporal y la del espíritu haciendo ver que de ambas realidades, somos liberados por la muerte y resurrección del Señor, ya que “Si Cristo vive en ustedes” por la gracia que hace participar de la divinidad, “aunque el cuerpo esté sometido a la muerte a causa del pecado”, en nuestro diario caminar “el espíritu vive” en nosotros “a causa de la justicia”.
Más aún, si habita en nosotros el mismo “Espíritu de Aquél que resucitó a Jesús”, dará vida a nuestros cuerpos mortales, “por medio del mismo Espíritu”. 
Es por lo tanto, el mismo Espíritu del Padre y del Hijo quien habita en nuestras vidas cuando estamos en gracia y somos caminantes de eternidad, y también cuando  alcancemos la resurrección futura.
Queridos hermanos: confiando en las promesas divinas que cantamos diciendo “porque en Él se encuentra la misericordia y la redención en abundancia: Él redimirá a Israel de todos sus pecados” (Ps. 129, 6-8), luchemos para alejarnos de las obras malas que llevan a la muerte. 
Por otra parte, si recibimos limpios de corazón en cada misa el Cuerpo y la Sangre del Señor,  se nos concederá el ser contados “siempre entre los miembros de Cristo” (oración después de la comunión).


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo V° de Cuaresma ciclo “A”. 02 de Abril de 2017. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com

































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