17 de agosto de 2017

“Cristo orante nos enseña a encontrarnos con el Padre y con Él mismo”.

La liturgia de este domingo considera como ejes principales para nuestra reflexión y alimento de la vida cristiana, a la oración y a la fe.
Y así, el evangelista Mateo (14, 22-33) recuerda que finalizada la multiplicación de los panes  Jesús despidió a la gente y a los discípulos, quedándose solo para retirarse a orar en el monte, y escuchar así la manifestación de la voluntad del Padre.
Si vamos al encuentro del Cristo orante, Él  nos enseñará a dirigirnos al Padre con  corazón confiado y decidido, y a cambiar la oración en amor.
Cristo en cuanto hombre necesita orar siendo la oración el alma de su misión en medio de la humanidad dolida y necesitada de salvación.
Como la oración une a Cristo con el Padre, también podemos unirnos plenamente por la oración tanto al Padre como a su Hijo hecho hombre.
La oración habitual de Cristo alcanza significado particular en torno a hechos relevantes como cuando permanece en el templo, los cuarenta días penitenciales en el desierto, la multiplicación de los panes, en la resurrección de Lázaro, en la transfiguración en el monte Tabor, en la última Cena, en el monte de los olivos o en la agonía de la cruz.
Se une al Padre por la oración, siendo su comida y bebida realizar su voluntad, ya sea cuando está solo como cuando está en medio de la multitud antes de proceder a la multiplicación de los panes y peces.
Ante este ejemplo de Jesús, ¿qué se nos sugiere a nosotros concretamente en este campo de la oración y de la vida de fe?
Que nos unamos al Padre y al mismo Jesús por medio de la oración sosegada, pero especialmente dejarnos hablar por Dios para descubrir su voluntad y disponernos a realizarla siempre y en todo lugar.
Para orar es necesario alejarnos de las charlas inútiles, desprendernos de toda preocupación y  de nosotros, para concentrarnos en la búsqueda del Señor, que siempre está dispuesto a dejarse encontrar para escucharnos.
¡Cuántas veces se observa a los fieles que mientras en la Iglesia esperan el comienzo de la misa, están con el celular mandando mensajes en lugar de orar! ¡O cuando suena el celular, dejan el templo, aún durante la consagración, para responder la llamada….!.
Concentran nuestra atención  a menudo los cursillos, conferencias, reuniones de todo tipo, para solucionar problemas de justicia, de política o sociales, pero como hacemos caso omiso de la oración, nuestros esfuerzos resultan infructuosos, de allí la necesidad de acudir al que todo lo puede diciendo confiadamente como Pedro: “Señor sálvame”.
En medio de la oración confiada y silenciosa, se manifiesta Dios como lo hiciera con Elías profeta (I Rey. 19, 9.11-13ª) al presentarle éste las quejas por la infidelidad de Israel y por la persecución  que sufre de parte de Jezabel porque predica acerca de la pureza del culto divino y la necesidad de dejar de lado los ídolos para retornar al Dios de la Alianza.
Igualmente a nosotros, la oración nos confortará también cuando seamos rechazados por pregonar el amor puro a Dios y la necesidad del culto dominical de acción de gracias por la redención alcanzada al actualizar el misterio pascual de Jesús.
Por otra parte, ante la depresión espiritual que como Elías pudiera aquejarnos a causa de los problemas, Dios nos dirá que sigamos adelante confiando sólo en Él, y más aún, que busquemos otra persona, -como en este caso Eliseo- para pasarle el entusiasmo y el espíritu  profético, para que se haga presente en la sociedad de nuestros días.
Para orar a ejemplo de Jesús, no sólo es necesario distanciarse del bullicio exterior, sino también del interior, acallando la imaginación, la memoria, las preocupaciones, preparando el encuentro con el Padre.
La oración debe estar acompañada por el espíritu de fe, ya que no pocas veces cuando la barca de nuestra vida es zarandeada por el maligno o los enemigos de Cristo o problemas y enfermedades, y la amenaza de hundirnos es inminente, en lugar de acudir a Cristo  lo consideramos un fantasma  ausente de nuestras vidas, y buscamos la aparente seguridad en el horóscopo, en los curanderos y videntes o en las consultas al tarot.
El apóstol Pablo sufre por la falta de fe de sus hermanos de raza (Rom. 9, 1-5), actitud que nos interpela también a sentirnos acongojados por tantos signos de apostasía en los católicos de nuestros días, dolor que se acrecienta al advertir que cuanto más alto es el don recibido de parte de Dios, más grande es la infidelidad y rechazo de tanto amor.
La oración confiada con Dios, en el silencio exterior e interior, permite que seamos moldeados por el amor inmenso del Creador, que sin “absorbernos” ni confundirnos con la divinidad, amplía nuestra capacidad de comunión no sólo con quien y a quien oramos, sino también con las demás personas que se unen a nosotros por el vínculo de la fe sincera.
Vivir en la presencia del Señor, recordando que nos mira y camina por encima de las aguas procelosas de las dificultades de cada día, nos asegura que comparte nuestros anhelos más profundos, las alegrías y tristezas del devenir histórico, y nos encamina hacia el puerto seguro de la salvación eterna, donde veremos a Dios cara a cara.
Cristo, conocida nuestra fragilidad como la de Pedro, nos tiende la mano para levantarnos de lo frágil y pasajero y conducirnos a las alturas de la santidad.
Quien tiene fe en Dios lo buscará a Él en la oración; quien coloca su confianza en Dios por la oración demuestra su fe verdadera, limpia de toda contaminación errónea.
Pidamos al Señor que nos conceda el espíritu de oración necesario para mantenernos en la vida con una fe crecida.
Que Jesús con su ejemplo nos enseñe a valorar el diálogo personal con el Padre, que nos devuelva la fe que tanto nos falta para poder decirle que creemos en Él y actuamos en consecuencia.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XIX del tiempo Ordinario. Ciclo “A”. 13 de agosto de 2017. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com


































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