28 de abril de 2019

“No temas, Yo soy el Primero y el Último, el Viviente. Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre y tengo la llave de la Muerte y del Abismo”.



 Resalta en estos días en los que celebramos con gozo la resurrección de Cristo, sus múltiples apariciones a los discípulos y a las mujeres que lo acompañaban durante su misión entre nosotros.

Es notable cómo les cuesta  a todos creer en el hecho de que Jesús está vivo y que es el mismo que estaba con ellos durante su paso por este mundo. El evangelio de hoy (Jn. 20, 19-31) nos muestra cómo Tomás, uno de los doce, se resiste a creer, llegando incluso a poner condiciones: "Si no veo las marcas de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré”. Esto resulta importante ya que el apóstol da fe de la forma en que Jesús murió, esto es, crucificado, y de las heridas que recibiera su cuerpo.
A su vez esto echa por tierra los argumentos de los incrédulos que proclaman por todas partes que los apóstoles “crearon” la figura del resucitado para seguir detrás del Señor, y proclamar su doctrina.
Ésta versión desconoce el hecho de que otros “líderes” de la época que arrastraban adeptos, terminan por perderlos cuando muere su conductor, cosa que no acontece con la muerte de Jesús, precisamente porque resucitó.
Y así, sabemos que la resurrección de Jesús es comprobada por los apóstoles, especialmente por sus apariciones, en las que incluso come, manifestando así que está realmente vivo, enviándolos a su vez por todo el mundo para que sean testigos de esta verdad diciendo “Como el Padre me envió a mí , yo también los envío a ustedes”.
Al enviarlos, Jesús les deja un regalo precioso para el mundo, el sacramento de la reconciliación junto con el Espíritu Santo que es el amor existente entre el Padre y el Hijo: “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”.
En relación con la institución del sacramento del perdón divino que incluye el arrepentimiento humano, y sobre el que reflexionamos este domingo, recordemos que el papa san Juan Pablo II instituyó precisamente a este día como el de la divina misericordia.
Misericordia divina que refiere a la cercanía del corazón de Cristo con las miserias de cada uno de nosotros, y que quiere sanear mediando el arrepentimiento y conversión, resueltos a vivir como nuevas criaturas, desechando la vieja levadura del pecado para vivir en gracia.
Perdonar significa que la misericordia divina se derrama sobre el corazón del penitente arrepentido y decidido a hacer lo posible para comprometerse a una vida nueva, y retener implica que no se recibe el perdón divino si el pecador no se arrepiente o no está dispuesto a enmendarse en el futuro.
En efecto, la misericordia no es un salvoconducto seguro para el hombre, y que sea lo mismo el que su disposición incluya o no el arrepentimiento, quiera o no convertirse del pecado.
Esto es así, porque Dios no presiona la libertad humana para que elija contra su voluntad, pero sí espera docilidad ante su bondad sanadora.
De los creyentes de todos los tiempos habla Jesús cuando afirma que “¡Felices los que creen sin haber visto!”, apreciando de esa manera el testimonio de los apóstoles que llevan a otros a creer en el resucitado.
Por otra parte, los efectos de esta fe en el resucitado  se visualizan en el crecimiento de las comunidades cristianas por la experiencia pascual.
El libro de los Hechos de los Apóstoles (5, 12-16), en efecto,  refiere que los apóstoles hacían muchos signos curando enfermos y expulsando demonios del cuerpo de los posesos,  prolongando así lo realizado por Jesús por su paso entre nosotros.
Estos “signos” anunciadores de la presencia del resucitado junto a los apóstoles, originaban el crecimiento continuo de “los que creían en el Señor, tanto hombres como mujeres”.
¡Cuánta vitalidad en las primeras comunidades que creían intensamente en la resurrección de Cristo, llevándolos a cambiar la vida personal, testimoniar su fe y compartir con alegría lo que cada uno poseía, poniéndolo al servicio de todos!
¡Qué diferente a lo que vivimos en nuestros días en los que se ha dejado de creer en Jesús, descartándolo no sólo de la sociedad sino también de la vida personal y familiar!
Pareciera que el mundo exigiera nuevamente lo del apóstol Tomás, olvidando que la fe se funda precisamente en aceptar lo divinamente revelado y testimoniado por quienes eran cercanos a Cristo.
Pero también el aceptar la resurrección de Cristo trae aparejada la persecución, como lo recuerda san Juan en el Apocalipsis (1, 9 y ss), junto con la esperanza futura: “Yo, Juan, hermano de ustedes, con quienes comparto las tribulaciones, el Reino y la espera perseverante en Jesús”. Seguir a Cristo siempre implica padecer en su Reino mientras esperamos alcanzar algún día el Reino Eterno junto al Padre.
Hermanos: aprovechemos estos días de gracia divina para entregarnos como resucitados, ya que lo somos por el bautismo, a la Persona de Jesús, permaneciendo fieles a sus enseñanzas que hemos de proclamar como testigos ante los hombre de nuestro tiempo.
Precisamente en un mundo tan confundido por el error, la mediocridad y lo degradante, presentemos la belleza y verdad del mensaje de Jesús, recordando sus palabras llenas de amor: “No temas, Yo soy el Primero y el Último, el Viviente. Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre y tengo la llave de la Muerte y del Abismo”.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el II° domingo de Pascua.  28 de Abril de 2019. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com





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