14 de octubre de 2019

“El amor a los elegidos que retornarán a Cristo o lo encontrarán por primera vez, nos ha de impulsar a manifestar la salvación del hombre”.

San Pablo (2 Tim. 2, 8-13) afirma como doctrina de fe que “si hemos muerto con Él, viviremos con Él. Si somos constantes, reinaremos con Él. Si renegamos de Él, Él también renegará de nosotros. Si somos infieles, Él es fiel, porque no puede renegar de sí mismo”.

¿Quién es éste Él, mencionado varias veces? Ciertamente se trata de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, pero, además, nos remite al Antiguo Testamento para contemplar la manifestación de la voluntad del Señor. Por lo tanto, “Él”, no sólo designa a Jesús, “el que salva”, sino también a Dios que se nos da a conocer desde antiguo como aquél que salva al hombre, rescatándolo de sus miserias, especialmente la del pecado que lo separa de su Creador y de sus hermanos.
En la liturgia de este domingo el pecado que aleja al hombre de Dios y de los hermanos está significado por la enfermedad de la lepra.
Precisamente, en la antigüedad la lepra señalaba a un gran pecador y, que en razón de la enfermedad que padece se lo separa de la familia y de la comunidad, excluyéndolo a su vez del culto mismo, permaneciendo como si fuera un desecho que se abandona.
A su vez, Dios llega al hombre para salvarlo por su Palabra, la cual no está encadenada, afirma san Pablo, aunque el que la lleve lo esté, como acontece con él, prisionero en la cárcel.
Es así que esa palabra llega a Naamán el sirio por medio de una esclava, sin muchos recursos para transmitir la verdad, que motiva a este hombre y lo lleva a encontrarse con el profeta Eliseo, y aunque al principio duda, concluye haciendo lo que se le pide quedando curado de la lepra que lo mantenía disminuido, bañándose en el río Jordán.
El texto es muy rico marcando la universalidad de la presencia divina en todo lugar, de allí que Naamán lleva a Siria tierra de Israel.
En efecto, para los antiguos, los dioses protegían en un territorio concreto, delimitado geográficamente, para los israelitas, en cambio, Dios está presente en todas partes, justamente porque es el verdadero.
Lo más importante, más que la cura de la enfermedad, es que el sirio se convierte al verdadero Dios, al cual dará culto sobre la tierra que se ha llevado, por eso dice al profeta “tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios a otros dioses, fuera del Señor” (II Rey. 5, 10.14-17).
En el texto del evangelio (Lc. 17,11-19), diez leprosos llaman a Jesús por su nombre, recordando de este modo que Él es el que salva, el enviado del Padre,  y suplican a lo lejos su misericordia sanadora.
El Señor accede a lo que se le pide, pero  los envía a los sacerdotes para que certifiquen la curación y puedan volver a la comunidad y a sus familias, regresando sólo uno, que advirtiendo su curación alaba a Dios en voz alta, manifestando a su vez, la gran alegría que lo embarga.
Los nueve restantes no vuelven a encontrarse con Jesús, quizás porque creen que merecen ser curados, o que la sanación es obra de vaya a saber que “energía” especial que nada tiene de sobrenatural, o porque siguen cerrados mirando a la sinagoga y no se abren a la nueva gracia de la fe en Cristo el Salvador.
Esto sucede en la actualidad también entre nosotros, cuando no pocos católicos, dicen reconocer a Jesús como el que salva de los pecados y engaños de este mundo, pero que sin embargo lo dejan a un costado y sólo buscan congraciarse con el mundo y seguir sus propias enseñanzas, retornando al Señor si acaso en algún momento se lo necesita, para volver después nuevamente a la infidelidad práctica.
El samaritano agradecido, a su vez, a pesar de ser extranjero, ha estado siempre abierto al camino de la fe que lo conduce al verdadero salvador de las almas y de los cuerpos, el Señor Jesús.
Decíamos que san Pablo nos recordaba en el texto de hoy que “Si somos infieles, Él es fiel, porque no puede renegar de sí mismo”.
Pues bien, a pesar de la infidelidad de los nueve curados, que volvieron a la oscuridad de la carencia de fe, la fidelidad de Jesús a su misión de salvador permitió que uno de ellos reciba el don que se le ofrecía.
El sanado de la lepra, es decir, del pecado y de sus miserias, se convierte en un instrumento apto para proclamar a todos la salvación traída por Jesús, convencido que lo mejor que le puede suceder a alguien es acceder a la familiaridad con Él y sentir su misericordia.
Queridos hermanos: En este domingo celebramos la Jornada de oración por las misiones bajo el lema “Bautizados y enviados”.
La Iglesia espera que tomemos conciencia que el don recibido en el bautismo no es para guardarlo sino para darlo a conocer, por lo que yendo al encuentro del hombre de hoy testimoniemos la alegría por haber sido salvados por la muerte y resurrección de Cristo.
Ojalá que reconociendo las maravillas que Jesús ha realizado en nuestro interior las proclamemos sin miedo alguno.
No será fácil esto, ya que como le sucedió a san Pablo, seremos tratados como locos o malhechores o personas desubicadas en medio de una sociedad autosuficiente, pero hemos de soportar estas pruebas –como lo hizo el apóstol- “por amor a los elegidos, a fin de que ellos también alcancen la salvación que está en Cristo Jesús y participen de la gloria eterna”
Por lo tanto, el amor a los elegidos, es decir, por todos los que retornarán a Cristo o lo encontrarán por primera vez, nos ha de impulsar a la misión generosa de manifestar la salvación del hombre traída por Jesús en su muerte y resurrección, y llegar algún día todos, a participar de la gloria eterna.

Canónigo Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XXVIII del tiempo Ordinario. Ciclo “C”. 13 de Octubre de 2019. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com






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