25 de noviembre de 2019

La cruz es la que salva, desde ella reina triunfante Jesús y nos invita a seguirlo por la aceptación de este medio deshonroso”


 Celebramos hoy la fiesta de Cristo rey del Universo, concluyendo así el año litúrgico.

La soberanía de Jesús como rey, sobre todo lo creado y la humanidad, ya se anuncia en el Antiguo Testamento.
Precisamente proclamamos en la primera lectura de hoy (II Sam. 5,1-3) que “todas las tribus de Israel se presentaron a David  en Hebrón y le dijeron “¡Nosotros somos de tu misma sangre! Hace ya mucho tiempo, cuando aún teníamos como rey a Saúl, eras tú el que conducía a Israel” y que el Señor le ha dicho “Tú apacentarás a mi pueblo Israel y tú serás el jefe de Israel”
El mismo Jesús es llamado muchas veces hijo de David para destacar que procede del linaje del rey a quien se le había anunciado la perpetuidad de su dinastía, y que en Él se cumplen las profecías de salvación porque ha de guiar a la humanidad como Pastor universal.
A David le recuerdan “¡Nosotros somos de tu misma sangre!”, afirmación que podemos hacer ante el Hijo de Dios, ya que con su encarnación  en el seno de María Santísima asume la humanidad y somos nosotros de su misma sangre.
Y desde ese momento, Jesús mismo asume la misión davídica de apacentar ya no sólo a las doce tribus de Israel sino a toda la humanidad, para conducirla a la gloria, al encuentro del Padre de todos.
Ahora bien, ¿qué otras características posee Cristo como rey del universo y de los corazones?
El apóstol san Pablo escribiendo a los cristianos de Colosas (1, 12-20) dice que el Hijo de Dios existía antes de la creación del mundo y que Él, junto con el Padre y el Espíritu Santo, crearon todo lo que existe, de manera que por la encarnación del Hijo toda creatura estuviera orientada hacia su Persona y, desde Él, dirigida al Padre de la Gloria.
Hay que destacar, por otra parte, que el momento culmen en el cual sobresale Cristo Rey, es el de la cruz, donde muere para salvar al hombre de sus pecados y del sometimiento bajo el demonio.
El texto del evangelio de hoy comienza diciendo “después que Jesús fue crucificado, el pueblo permanecía allí y miraba” (Lc. 23, 35-43) el espectáculo del martirio redentor sin comprometerse para nada, como si nada tuviera que ver con lo que estaba sucediendo.
En la actualidad sucede lo mismo que antaño, de manera que no sólo los incrédulos miran con curiosidad la crucifixión, sino que también los que se dicen creyentes observan como si no entendieran el sentido del martirio salvador y, que se repite hoy en tantos despreciados por la sociedad y la cultura hedonista siendo crucificados en sus vidas.
Miran ayer y hoy el misterio de la cruz como si fuera un entretenimiento más en la vida, sin comprender que es un llamado para comprometerse con el Señor e ingresar después al Reino verdadero que se inaugura en la muerte redentora.
En el momento de la crucifixión se repite la tentación del desierto, recordándole que si es el “Mesías de Dios, el Elegido” se salve a sí mismo como ha salvado a otros, haciendo lo mismo si es el rey de los judíos.
Se le pide entonces una actitud espectacular para demostrar quién es, olvidando que el que no cree en el Señor no cambiará de actitud por más hecho prodigioso que se produzca ya que su corazón está cerrado.
A su vez, mientras uno de los malhechores lo increpa, el otro reconoce que están en esa situación a causa de sus delitos, mientras que el Señor es inocente y no debería estar en el árbol de la cruz, de ahí que le diga confiadamente “Jesús, acuérdate de mi cuando llegues a tu Reino”.
Con su respuesta “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”, Jesús prolonga en la Vida Eterna la realidad del Reino que ya inaugurara en la tierra con su presencia entre nosotros proclamando  la vivencia de las bienaventuranzas como medio para pertenecer al mismo.
Queda patente de ese modo que Cristo crucificado es el salvador del mundo, que ha llegado al extremo de su entrega aceptando esa forma de morir en obediencia  humilde al Padre que quiere salvar a todos.
La cruz es la que salva, desde ella reina triunfante Jesús y nos invita a seguirlo por la aceptación  de este medio deshonroso de la que todos huimos por lo general porque le escapamos al sufrimiento y al dolor.
Cercados y aleccionados por la cultura reinante y la sociedad de consumo, los seres humanos tendemos a rechazar todo lo que sea penurias, persecuciones, dolor y situaciones crucificantes.
En efecto, el ser humano pareciera que sólo busca placer, satisfacción, gozo, pasarla bien, estar bárbaro, y lógicamente la cruz no tiene cabida.
Esto conduce  a huir de ella, sin advertir que esto no tiene sentido, ya que al no aceptar la cruz, ella nos encuentra  y, se hace agobiante al no hallarle el sentido salvador original que posee y que ha sido rechazado.
Por otra parte, tan metidos estamos en lo terrenal, que rendimos culto a los “reyes” de este mundo, a los poderosos, a los que nos engañan siempre con falsas promesas –como acontece en el mundo de la política- sin advertir que todos ellos se esfuman porque “sic transit gloria mundi” (así pasa la gloria del mundo), y nada queda del poder mundano.
Este engaño nos lleva a retraernos de Cristo que quiere reinar en nuestros corazones desde la cruz y que promete después de ella la resurrección y la llegada al Reino que no es de este mundo.
Queridos hermanos: Si recibimos y aceptamos seguir al Señor en medio de las “persecuciones del mundo y los consuelos de Dios” recordemos que para entrar en el Reino Eterno y Universal es necesario ser buen “ciudadano” del reino terrenal tratando de instaurar desde ahora “el reino de verdad y de vida, el reino de santidad y de gracia, el reino de justicia, de amor y de paz”  (prefacio de la Misa).


Canónigo Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa de la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. Ciclo “C”. 24 de noviembre de 2019. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com







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