17 de febrero de 2020

“La fidelidad y amor a la ley divina otorgan la justicia y santidad de los que optamos por el evangelio siguiendo los pasos de Jesús”

Al comienzo de esta eucaristía dominical, en nombre de todos los que participan de la liturgia, y reconociendo que Dios se complace en habitar en los corazones rectos y sencillos, suplicaba para la comunidad “la gracia de vivir de tal manera que encuentres en nosotros una morada digna de tu agrado”.

Esta súplica es agradable a Dios ya que demuestra que a pesar de nuestras debilidades y pecados, estamos convencidos que nada podemos hacer bien si no contamos con su gracia.
No somos mejores o peores que otros, y nuestra presencia en la misa dominical, no es un reaseguro de salvación, sino manifestación de que ansiamos caminar por la senda que nos señala Jesús.
Y Dios que no se deja ganar en generosidad, por medio de su Palabra nos responde acerca del camino ha recorrer, para lograr, no sin la gracia divina y el esfuerzo personal, ser morada digna de Él.
En el Antiguo Testamento un tema central es el de la fidelidad a la Ley de Dios, que el hombre puede observar si así lo decide (Eclo. 15,15-20) en su corazón, ya que al ser creado libre, posee la capacidad natural, con la gracia divina, de orientarse al bien, objeto de la libertad.
Ante el hombre se presenta siempre la posibilidad de elegir el bien o el mal, el bien que lo dignifica, el mal que lo degrada.
Esta opción no escapa al conocimiento humano, de manera que nadie puede interponer ignorancia, ya la voluntad divina puede ser descubierta siempre por la inteligencia creada de la que disponemos.
Al mismo tiempo el ser humano conoce cuál es la consecuencia de su elección, la vida como corona del bien que cada uno ha elegido, la muerte como meta del mal realizado a sabiendas.
El texto bíblico agrega además, que cada uno es responsable de sus actos, y que está siempre la luz y gracia divinas para saber qué hacer.
En este sentido se nos recuerda que Dios “a nadie le ordenó ser impío ni dio a nadie autorización para pecar” porque al ser todo bueno lo creado por Él, la libertad no puede ser otorgada para realizar el mal si el hombre no lo desea.
En nuestros días, esta enseñanza de la Sagrada Escritura se ve desautorizada con cierta mentalidad de “omnipotencia humana”, por la que no pocas veces, quienes así piensan, elevan de tal manera el poder de su libertad que llegan a desconocer su marco regulatorio que es la soberanía de Dios sobre todo ser creado.
No es de extrañar, pues, que la ley divina haya sido despojada de su supremacía, dando lugar a la anomia de toda ley universal ya divina o humana que rija sobre todos y cada uno.
Se ha llegado a pensar y vivir que cada persona es creadora de norma para sí y para los demás, cayendo en el relativismo moral más atroz.
Ahora bien, la fidelidad y amor a la ley divina constituyen a su vez, la justicia y santidad del pueblo elegido en el pasado y de los que optamos por el evangelio siguiendo los pasos de Jesús.
En el texto del evangelio (Mt. 5, 17-37) Jesús enseña que no vino a abolir la ley antigua conocida por la luz de la razón, sino a darle cumplimiento y perfección conforme a los nuevos tiempos de salvación que Él viene a manifestarnos.
Cuando asegura que nuestra justicia ha de ser superior a la de los escribas y fariseos, enseña que no es suficiente una fidelidad material y externa, sino que es necesaria una fidelidad profunda e interior que comprometa al hombre y sus actos buenos libremente escogidos.
Es decir, la superación de la ley antigua no es su abolición, sino descubrir los alcances más amplios que ella misma posee.
Y así, no es suficiente respetar la vida del inocente, sino desalojar de nosotros toda disposición al agravio, insulto o desprecio del otro.
El adulterio no es sólo un acto físico con quien no es mujer o marido de quien peca, sino que ya en el corazón humano se origina el adulterio por los malos deseos y la avaricia de cosificar a otra persona.
Siendo el matrimonio indisoluble, se aparta de la voluntad divina el que pretende divorciarse previendo otra unión  diferente, a no ser que se compruebe por los medios pertinentes que la primera unión no se realizó según establece la Iglesia para el creyente.
Las uniones de hecho, por su parte, no son más que ficciones matrimoniales, en las que está ausente la voluntad de comprometerse mutuamente en fidelidad a la providencia divina.
El juramento poniendo a Dios u otras realidades como testigo de lo que afirmamos, es según la lógica del evangelio totalmente inútil, porque la imitación del Señor conduce a la verdad, de manera que decimos  sí a lo que corresponde y no a lo que se ha de evitar.
Este cambio de vida para el creyente que es fiel y vive conforme a Dios y su Palabra, nos permite alcanzar la verdadera sabiduría de la que habla san Pablo (I Cor. 2, 6-10), la divina, que es misteriosa y secreta, preparada desde antes que existiera el mundo, la sabiduría de la cruz por la que contemplamos todo lo creado y nuestra propia existencia.
Los que viven según la sabiduría del mundo sólo piensan en “saborear” las posibilidades ofrecidas al vivir sin Dios, y se encaminan a su propia destrucción y muerte como aseguraba el libro de Eclesiástico.
Hermanos: conquistados por la belleza de la ley de Dios y gozando anticipadamente la alegría prometida a los que seamos fieles mientras caminamos por este mundo, pidamos humildemente la gracia de Dios para no desfallecer en medio de un mundo que se empeña en alejarnos de la verdad, y que busca seducirnos con la falsa promesa de que seremos felices si vivimos según las pasiones que nos esclavizan.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el VI° domingo del tiempo Ordinario ciclo “A”. 16 de Febrero de 2020. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com.



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