24 de febrero de 2020

“Meditando diariamente en las realidades espirituales, llevemos a la práctica en palabras y obras cuanto es del agrado del Señor”

En la primera lectura que acabamos de proclamar, tomada del libro del Levítico (19,1-2.17-18), se presenta una reseña de lo que se llama la Ley de Santidad que Dios indica a Moisés dar a conocer entre los israelitas.

La razón de esto obedece a que estando rodeados de la idolatría de los pueblos paganos vecinos, los israelitas se sentían tentados a abandonar al Dios de la Alianza. 
En la actualidad sucede lo mismo con nosotros, al sentirnos invadidos y presionados por una sociedad que hace tiempo ha dejado al Dios verdadero, para inclinarse idolátricamente ante una cultura que exalta la libertad haciéndonos creer que ya todo vale, sin distinguir entre el bien y el mal, conduciéndonos esto al vacío interior porque abandonamos al Creador.
La Ley de Santidad regulará, pues, con diversas prescripciones, cómo ha de ser el obrar humano en su relación con el reconocido Dios verdadero y el prójimo, entendiendo por tal a los de la propia nación o raza, destacándose  por eso que “ustedes serán santos, porque Yo, el Señor su Dios, soy santo”.
Al respecto, el evangelio (Mt. 5, 38-48), presenta una actitud superadora para el creyente respecto al libro del Levítico, ya que no sólo importan los cercanos por lazos de amistad o familiar en la mirada de amor, sino todas las personas, incluso los enemigos, y esto porque estamos llamados a ser "perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo”, imponiéndose así, ver a todo hombre como hermano, orientados a vivir la filiación divina.
Al respecto, ¿notamos la presencia y reconocimiento de la paternidad de Dios en nuestra sociedad, en la familia, o en la vida cotidiana en sus distintos ámbitos? ¿O no se ve más bien que la sociedad vive sin referencia alguna a su Creador, salvo en los momentos de vacío o de agobios personales por los que algunos despiertan nuevamente su ligazón con Dios buscando respuestas o el consuelo que el mundo materialista  no puede otorgar?.
De allí la urgencia de retornar a la amistad con Dios y el hermano por medio de la Ley del Evangelio o del Espíritu que viene a perfeccionar la Ley de Santidad del Antiguo Testamento, y nos conduce a la virtud.
Nos preguntamos, sin embargo, ¿cuál es el fundamento del “ustedes serán santos, porque Yo, el Señor su Dios, soy santo”, como reclama la Antigua Alianza?, y más aún, ¿por qué hemos de ser “perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo” como recuerda el evangelio?
La respuesta la encontramos en el hecho de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios como recuerda el libro del génesis, y a su vez, fuimos elevados a la dignidad de hijos adoptivos suyos por la gracia del bautismo, accediendo así a un nuevo nacimiento.
Esta verdad nos permite comprender al apóstol san Pablo (I Cor. 3, 16-23) cuando afirma “¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?”, el cual quiere conducirnos al bien.
Y sigue diciendo “Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él. Porque el templo de Dios es sagrado, y ustedes son ese templo”. El templo de Dios que es cada uno de nosotros se destruye o se contamina por medio del pecado, elegido por cada uno o bajo la seducción de alguien que tienta para alejarnos del verdadero camino.
Para transitar el camino de santidad, Jesús nos presenta en el evangelio (Mt. 5,38-48) un modo de vida diferente, que tiene a las bienaventuranzas como marco referencial propio (cf. Mt. 5).
En efecto,  en el texto proclamado hoy, presenta a nuestra inteligencia y voluntad libre, una exigencia mayor del verdadero amor, que va más allá de los parientes o de la misma raza, ya que tiene en cuenta a los enemigos, a  aquellos que nos hacen mal o nos persiguen injustamente.
El mismo Jesús nos dice que si saludamos a quienes nos saludan o amamos a quienes nos aman, o hacemos el bien sólo a quienes nos hacen bien a nosotros, no nos diferenciamos de los paganos que tienen esa actitud para quienes son cercanos a ellos, y excluyen a los considerados enemigos o malvados.
El cristiano, pues, está llamado a una vida diferente a la que llevan los que no creen, tomando como modelo a Jesús que entregó su vida por nosotros para sacarnos de la esclavitud del maligno.
Y así, si Cristo perdonó a todos los hombres, ya que la salvación que ofrece tiene carácter universal, debemos hacer lo mismo, rezando por los que nos hacen mal en la fama, el honor o en la vida misma.
Pero el perdón de Cristo, podríamos preguntarnos, ¿es eficaz y se aplica realmente? En verdad el perdón divino es suficiente, pero se hace “eficaz”, es decir, se concede, si el pecador se arrepiente de  corazón y promete vivir en la santidad del seguimiento de Cristo.
Nosotros hemos de perdonar de manera tal que aunque la otra persona no desee cambiar, mostremos de corazón que tenemos otra actitud.
El desterrar el espíritu de venganza ha de ser tarea permanente para el creyente, no dejando al pecador a su suerte, sino buscando su bien espiritual por medio de la oración, de la interpelación oportuna por medio del evangelio, decididos a acogerlos después de su conversión.
Queridos hermanos: hagamos realidad en nuestra vida cotidiana lo que pedíamos en la primera oración de esta misa “Concédenos, Dios todopoderoso, que meditando sin cesar las realidades espirituales, llevemos a la práctica en palabras y obras cuanto es de tu agrado”.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el 7mo domingo durante el año. Ciclo “A”. 23 de febrero de 2020. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com




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