4 de agosto de 2020

Alimentados con el alimento eucarístico entregado generosamente por Jesús, soportemos los males necesarios para vivir en santidad.

 Cantábamos recién en el salmo responsorial (144, 8-9-15-18) que “El Señor es bondadoso y compasivo, lento para enojarse y de gran misericordia; el Señor  es bueno con todos y tiene compasión de todas sus criaturas”. Pareciera que el salmista entrara en la intimidad misma de Dios y develando su misterio oculto desde siempre, nos lo comunicara para que percibamos  su grandeza y le correspondamos también con un mayor amor de nuestra parte a pesar de la pequeñez del ser humano.
Más aún, el descubrimiento de esta intimidad divina conduce a que “los ojos de todos esperan en ti, y tú les das la comida a su tiempo; abres tu mano y colmas de favores a todos los vivientes”. ¡Qué bella expresión si se cumpliera que los ojos de todos los que habitamos en este mundo se orientaran siempre a Dios, como la mirada de los niños pequeños que se dirigen en súplica hacia sus mayores!
El mismo profeta Isaías (55,1-3) menciona la generosidad divina para con nosotros en el hecho que abundantemente los dones de la tierra son entregados a todos como una regalo desinteresado del Creador.
¿Qué alimento buscamos nosotros y en el que malgastamos nuestros bienes, se pregunta el profeta? Todos conocemos la respuesta al contemplar a la sociedad de consumo en la que estamos insertos, y cómo el ser humano se marea yendo tras los bienes perecederos poniendo en ellos absoluta confianza y esperanza de que otorguen toda suerte de felicidades y bienestar personal.
De hecho la ansiedad por cubrirnos de bienes materiales no hace más que dejar al descubierto la soledad profunda del corazón humano, vacío de Dios y de toda preocupación que mire las carencias de los hermanos que padecen tanta necesidad en la sociedad actual.
La palabra bíblica nos enseña de alguna manera, que en la medida que encontremos a Dios realmente, seremos capaces de mirar lo material con otros ojos, otorgándole la dimensión efímera que merece.
Precisamente san Pablo (Rom. 8, 35.37-39) describe que la libertad interior de la persona humana que no está anclada por lo material, es capaz de soportar todo tipo de penurias en este mundo, con tal de permanecer unida a Dios nuestro Señor.
Si el corazón está libre de todo yugo pasajero es capaz de preferir tribulaciones, angustias, persecuciones, peligros y espada con tal de  permanecer en el amor de Cristo.
¡Qué desafío se nos presenta en las palabras del apóstol cuando menciona que no existe realidad alguna que pueda separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús! Porque, ¿estamos de tal manera preparados y encendidos en el amor divino que seríamos capaces de padecer por el amor de Cristo?
El texto del evangelio (Mt. 14, 13-21) enseña hasta qué punto lo que hagamos nosotros por pequeño que sea, tiene un efecto multiplicador muy grande con la ayuda divina manifestada por Jesús.
Y así,  Jesús es capaz de multiplicar los pocos panes y peces que traen los apóstoles, para dar de comer a  “cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños”, sobrando incluso en demasía después de saciarse toda la gente que acudía a su encuentro.
Este milagro multiplicador de bienes materiales apunta, sin embargo, a anticipar el alimento eucarístico que nos ha prometido  el Señor entregándose en la última Cena y en la muerte en Cruz.
En este sentido, si cada persona está dispuesta a sufrir algo por la causa del Señor, Él fructificará con su gracia esa pequeña entrega nuestra concediéndole si fuere necesario, carácter martirial, como testimonio esperanzador de la fe inquebrantable en la eternidad
Por otra parte, Jesús nos enseña, con su palabra y gestos, cómo se conmueve ante las necesidades del ser humano. De tal manera penetra en nuestras debilidades y en nuestra nada, que conociendo la imperfección a la que estamos sujetos, nos acompaña y guía a la superación de todo, confiando más en la fuerza divina que en la propia potencia humana.
La sociedad en la que estamos insertos, de corazón tan frío e indiferente ante la debilidad humana, nos reclama cada día más, dar testimonio de nuevos creyentes que trabajan por tener los mismos sentimientos de Cristo y que por lo tanto se conmueven ante el dolor ajeno, ante tantos abandonados por una cultura en la que los pequeños sobran y no interesan para una sociedad opulenta.
Queridos hermanos: deseosos de vivir en comunión con el Señor, nutramos la vida interior con el alimento eucarístico, entregado generosamente por Jesús, implorando a su vez, la fuerza de lo alto para soportar los males que sean necesarios para vivir en santidad de vida, testimoniando así la grandeza de la vocación cristiana.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XVIII durante el año. Ciclo A. 02 de agosto de 2020. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com




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