2 de abril de 2007

Guerra al hombre, guerra a Dios

N.R.: A 25 años de la guerra por la recuperación de las Islas Malvinas, publicamos éstas reflexiones de nuestro columnista Padre Ricardo B. Mazza, entonces Director del Dpto. de Formación de la UCSF y de la Revista “Sedes Sapientiae”.

1.- Dios es Amor

Las lecturas bíblicas que acabamos de proclamar nos afirman que Dios es Amor. Verdad ésta que se descubre no sólo en la existencia de todo lo creado, sino sobre todo en el hecho de nuestra propia creación, hechura de Dios por amor.

En la primera lectura bíblica que hemos proclamado, el apóstol San Juan en una de sus cartas (1 Jn. 4, 7-10) nos dice que Dios manifestó su amor enviándonos a su Hijo para que vivamos por El.

Este vivir por el Hijo de Dios hecho hombre, comienza por el Misterio Pascual de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, por el cual fuimos librados del pecado y de la muerte eterna, merecedores del amor del Hijo recibido del Padre.

2.- Permanencia en el amor de Dios (Juan 15, 9-17)

Este vivir por el Hijo de Dios se realiza en la permanencia de su amor lograda por la guarda de sus mandamientos: “Si guardáis mis mandamientos –dice el Señor- permaneceréis en mi amor”; imitando así el ejemplo mismo del Señor: “Yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor”.

La unión con el Señor, pues, pasa por la escucha atenta de su palabra y la fidelidad manifestada en nuestras obras.
Quebrantar los mandamientos, hacer caso omiso a la enseñanza de Jesús y de la ley natural, significará caer en la esclavitud del pecado.

Jesús nos llama “amigos”. Indica así la condición a la que somos llamados. Amistad que señala una elección particular: “no sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido”.

Queda patente con estas palabras del Señor, que es El quien nos da la posibilidad de vivir en su unión; pero también es cierto que el cristiano será amigo del Señor en la medida que acepte sus mandamientos, cuyo cumplimiento señalará la permanencia en su Amor.

3.- Los mandamientos no son una carga

Para el que ama de veras a Cristo, sus preceptos no son una carga, sino el sencillo obsequio de una voluntad obediente que porque ama, desea hacer lo que a su Dios le agrada, y que por extensión es al mismo tiempo el único camino válido para la plenitud humana.

Esta permanencia en el amor del Señor, signo de su predilección y de nuestra respuesta, se prolonga, se hace consistente. a través de los frutos que produzcamos: “os he destinado –dice el Señor- para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure”.

Fruto del amor de Dios nuestra permanencia en el Señor, exigida necesariamente para una vida digna, significará la guerra sin cuartel contra el espíritu del mal, contra las tentaciones, contra el pecado. Por el pecado, el corazón humano, no pocas veces declara la guerra a Dios, al usurparle la soberanía que sobre nosotros le corresponde como Creador y Padre.

4.- Consecuencias del no amar a Dios

La no aceptación de Dios en nuestros corazones engendra el desquicio en nuestras relaciones con los demás.

No será restituida la paz entre los hombres mientras no estemos en paz con Dios.
En efecto, la guerra es fruto del pecado, y el pecado es salir de los límites que Dios ha puesto al corazón del hombre.

Mientras imploramos el don de la Paz, comprometámonos a ser constructores de la paz con una vida auténticamente cristiana.

Impiden la Paz y favorecen la guerra los promotores de divisiones en el seno de la familia, del colegio, de la Universidad, de la oficina.

Impiden la Paz y favorecen la guerra los que crecen con el dolor ajeno: los usureros, los que oprimen, los injustos, los que deshacen matrimonios, los que corrompen a la juventud con la propaganda, el cine o la moda; los que eliminan la vida no nacida; los que de una u otra forma se levantan contra Dios, no aceptándole que pueda poner límites al obrar del hombre dentro de la ley moral.

5.- Dar la vida por los amigos

Cristo nos dice hoy: “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Cristo nos mostró el gran amor que nos tiene a nosotros, llamados por El, “sus amigos”, muriendo en la Cruz por nuestra Salvación.
Si Cristo es de veras nuestro amigo hemos de morir al pecado.
Sigue diciendo el Señor: “vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando….Esto os mando: que os améis unos a otros”.

La permanencia en el Señor dependerá de que como amigos realicemos su voluntad: cumplimiento de sus mandamientos, que se resumen en el del amor a Dios y a los hermanos.
De allí que en el amor a la Patria, entregando por ella lo mejor de nosotros vivamos el amor a los hermanos, prolongación del amor de Dios.


Hermanos nuestros han dado su vida por nosotros. Por estar unidos a Cristo, -las noticias que nos llegan así lo afirman-, no sólo han demostrado y demuestran su amor a Dios, sino que este amor a Dios y a su Patria -su gran amor por nosotros- se traduce en el dar la vida por sus hermanos.
Este doble amor a Dios y a los hermanos en la Patria es el mejor fruto de nuestra permanencia en Cristo. De allí que ambos amores vayan juntos, de allí que el que está separado de Cristo por el pecado será ineficaz en el servicio a sus hermanos, al faltarle el sentido último del verdadero amor que sólo de Dios puede venir.

6.- El amor vivido cada día

Cada uno en su puesto: estudiantes, profesionales, obreros, padres,religiosos, sacerdotes etc. debemos, a través de una vida enraizada en la verdad, en la justicia y en la caridad que vienen de la permanencia en Cristo, contribuir al bien de la Patria, preludio de la Patria Celestial, y obtener así el don de la Paz.

Para concluir y como síntesis de todo lo expresado, quisiera leer lo que el Concilio Vaticano II en la Constitución Pastoral Gaudium et Spes nos dice acerca de la paz: (Nº 78) :

“La paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al sólo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia (Is 32, 7). Es el fruto del orden plantado en la sociedad humana por su divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una más perfecta justicia, han de llevar a cabo. El bien común del género humano se rige primariamente por la ley eterna, pero en sus exigencias concretas, durante el transcurso del tiempo, está cometido a continuos cambios; por eso la paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer. Dada la fragilidad de la voluntad humana, herida por el pecado, el cuidado por la paz reclama de cada uno constante dominio de sí mismo y vigilancia por parte de la autoridad legítima.

Esto, sin embargo, no basta. Esta paz en la tierra no se puede lograr si no se asegura el bien de las personas y la comunicación espontánea entre los hombres de sus riquezas de orden intelectual y espiritual. Es absolutamente necesario el firme propósito de respetar a los demás hombres y pueblos, así como su dignidad, y el apasionado ejercicio de la fraternidad en orden a construir la paz. Así, la paz es también fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia puede realizar.

La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el propio Hijo encarnado, Príncipe de la paz, ha reconciliado con Dios a todos los hombres por medio de su cruz, y, reconstituyendo en un solo pueblo y en un solo cuerpo la unidad del género humano, ha dado muerte al odio en su propia carne y, después del triunfo de su resurrección, ha infundido el Espíritu de amor en el corazón de los hombres.

Por lo cual, se llama insistentemente la atención de todos los cristianos para que, viviendo con sinceridad en la caridad (Eph 4,15), se unan con los hombres realmente pacíficos para implorar y establecer la paz.

Movidos por el mismo Espíritu, no podemos dejar de alabar a aquellos que, renunciando a la violencia en la exigencia de sus derechos, recurren a los medios de defensa, que, por otra parte, están al alcance incluso de los más débiles, con tal que esto sea posible sin lesión de los derechos y obligaciones de otros o de la sociedad.

En la medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra hasta el retorno de Cristo; pero en la medida en que los hombres, unidos por la caridad, triunfen del pecado, pueden también reportar la victoria sobre la violencia hasta la realización de aquella palabra: De sus espadas forjarán arados, y de sus lanzas hoces. Las naciones no levantarán ya más la espada una contra otra y jamás se llevará a cabo la guerra (Is 2,4)”.


Textos bíblicos de referencia: I Juan 4,7-10 y Juan 15, 9-17.
Homilía en la Misa por la Paz, organizada por los estudiantes de Abogacía de la Universidad Nacional del Litoral, celebrada el 15 de Mayo de 1982.
Fuente: “Sedes Sapientiae” (publicación del Departamento de Formación de la UCSF. Año II. Enero-Agosto 1982. nº 4. págs. 8 a 11)

No hay comentarios: