6 de junio de 2009

El “acontecimiento” plenificante de Pentecostés


En la primera oración de esta misa pedíamos al Señor que no deje de realizar en el corazón de sus fieles las maravillas que realizó en el comienzo de la predicación evangélica y que refería al don del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo, tercera persona de la Santísima Trinidad, es el amor entre el Padre y el Hijo, constituido en persona divina, que se derrama en nuestros corazones el día de Pentecostés.
Pedíamos a Dios que se realice hoy en nosotros lo que aconteció aquella vez después de cincuenta días de la Pascua cuando el Espíritu descendió sobre los apóstoles y la Virgen.
El libro de los Hechos de los Apóstoles nos muestra cómo fue ese día de Pentecostés.
Se encontraban en Jerusalén numerosos judíos de la diáspora, es decir, aquellos judíos que no vivían en la Judea, venidos de distintos países.
Se habían congregado en Jerusalén para celebrar la fiesta de Pentecostés. Una fiesta judía que recordaba la alianza en el Sinaí cuando Dios entregó a Moisés las tablas de la ley realizando la alianza primera.
Cuando el Señor envía a su Espíritu, muestra cómo con la venida de Jesús, el Hijo de Dios entre nosotros, comienza una nueva realidad, una nueva vida.
Nos quiere indicar –por lo tanto- que ya queda atrás la fiesta de Pentecostés judía, la alianza del Sinaí, para dar lugar a una nueva alianza, a un nuevo pacto de amor dado por la muerte y resurrección de Cristo y plenificado con la venida del Espíritu Santo, que es el amor del Padre y del Hijo.
El texto bíblico proclamado, señala que los judíos de la diáspora, en sus distintos idiomas, entienden perfectamente a los Apóstoles.
Y con esto también está mostrándose un signo muy particular.
En efecto, anoche en la Vigilia de Pentecostés proclamábamos en el libro del Génesis, la confusión de lenguas con ocasión de la construcción de la torre de Babel.
Ese texto bíblico señala la confusión que trae al mundo el pecado.
Pero así como el pecado del hombre no trae más que confusión y división, el don del Espíritu crea la unión y comunión de los fieles.
De allí que todos escuchaban hablar a los discípulos en sus propias lenguas, entendiendo perfectamente lo que se le estaba manifestando.
Es que el Espíritu Santo viene a unir todos los corazones, más allá de la diversidad de lengua, de culturas, de sociedades, para constituir un único pueblo, una única familia, una única comunidad bajo el cayado de un único pastor que es Jesucristo.
El Espíritu, en fin, viene a establecer la catolicidad de la Iglesia.
Y este don del Espíritu es enviado como un signo de la presencia de Dios entre nosotros.
Durante el tiempo pascual escuchamos a Jesús que se despide de sus discípulos diciendo: dentro de poco no me veréis, dentro de otro poco me volveréis a ver. Vuelvo al Padre a prepararles un lugar, pero pronto me verán. Yo estaré con Uds. hasta el fin de los tiempos.
La presencia del Señor entre nosotros no sólo se manifiesta a través de su palabra, o donde dos o tres estén reunidos en su nombre, a través de la eucaristía, de la Iglesia, sino también a través de su Espíritu. Es el Espíritu del Padre y del Hijo que viene a completar y prolongar la obra de Jesús.
Como el Espíritu viene a transformarnos, pedíamos en la primera oración que se realice en nosotros lo que sucedió en los comienzos de la predicación evangélica.
Allí los discípulos que estaban temerosos por los judíos, no terminaban de entender las enseñanzas de Cristo.
Pues bien, el Espíritu Santo ilumina las mentes de los apóstoles de tal manera que alcanzan a comprender en plenitud lo que Jesús les había enseñando y que ellos no entendieron.
Y esto, no porque Jesús careciera de claridad en su enseñanza, sino porque miraban la vida y predicación de Cristo de un modo mundano, no entrando de lleno en la vida nueva que el Señor les ofrecía.
Pero el Espíritu Santo viene también a dar a los apóstoles la fuerza del amor, simbolizada por el fuego.
Conocemos así que al iluminar de las inteligencias para comprender el mensaje evangélico, se le ha de añadir la fuerza del amor que transforma nuestras vidas y llegua al mayor número posible de personas.
De allí se entiende que Jesús nos diga como lo acabamos de proclamar en el evangelio: “como el Padre me envió a mi yo también los envío a ustedes”.
Comienza con el don del Espíritu Santo el tiempo de la Iglesia, el tiempo de la misión, el sentirnos enviados:”Como el Padre me envió yo también los envió a ustedes, dice Jesús.
Este es un mensaje que interpela el corazón de cada uno, ya que a todos nos convoca a la misión.
El cristiano que se conforma con ser más o menos bueno, participar de la misa, confesar cada tanto, comulgar alguna vez, alguna oración por allí, pero que no entra de lleno con la misión de la Iglesia, no ha entendido lo que es ser cristiano y no hace eficaz el don recibido de lo alto.
Nos dice el texto del evangelio que Jesús soplando sobre los apóstoles les dice: “reciban el Espíritu Santo, los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”.
Este texto justamente nos está indicando que el Espíritu Santo como es el amor del Padre y del Hijo viene a derramar en nosotros el amor de Dios. Este amor de Dios bajo el signo de la misericordia, ya que solamente Dios puede ser misericordioso en plenitud, misericordia que significa tener el corazón cerca de las miserias.
¿De las miserias de quien? De las miserias nuestras.
Todos conocemos nuestros límites, nuestros pecados, nuestras oscuridades, también nuestras luces. Pero todos necesitamos justamente del don de la misericordia, que Dios se acerque a nosotros con un corazón que mira nuestras miserias y que viene a transformar toda nuestra vida. Por eso en la secuencia que recién escuchábamos en el canto, se va desgranando la acción del Espíritu en el corazón del cristiano: “lava nuestras manchas, riega nuestra aridez, sana nuestras heridas”.
¡Cuántas veces hay en nuestro corazón heridas por la angustia, el dolor, el sufrimiento, el desengaño, el desaliento! Por eso pedimos que suavice nuestra dureza, elimine con su calor nuestra frialdad y corrija nuestros desvíos.
¡Qué hermosa esta acción del Espíritu sobre nuestro corazón: suavizar nuestras durezas!
Hoy en día nos encontramos con un mundo duro, el mundo de las prepotencias, del grito, de la eliminación del otro, ya sea por el odio o por cualquier tipo de ofensa.
“Elimina con tu calor nuestra frialdad” cantábamos. ¡Cuántas veces el corazón del hombre está frío para las necesidades de los demás, efecto de una frialdad mucho mas profunda, la frialdad de la ausencia de Dios en nuestro corazón!
Cuando Dios no está presente en el corazón del hombre, éste se vuelve frío, nada le impresiona o impacta, porque carece de esa actitud de receptividad del amor de Dios, de la misericordia de Dios.
Por eso pedir con mucha fuerza: “concede a tus fieles que confían en Ti, tus siete dones sagrados”.
Estos dones que van a completar la obra del Señor en nuestro corazón.
Las acciones humanas que comienzan con las virtudes teologales, se prolongan con las virtudes cardinales y con el espíritu de las bienaventuranzas, alcanzan con los dones una vitalidad nueva.
Y así el hombre comienza actuar no solamente al modo humano iluminado por Dios, sino también al modo divino.
De allí la importancia de la presencia de los siete dones.
“Premia nuestra virtud, salva nuestras almas, danos la eterna alegría”-afirmamos recién.
Pues bien ante un mundo que se encuentra entristecido, ir al encuentro del don del Espíritu, recibir al Espíritu justamente para alcanzar la alegría que da el encuentro personal con el Señor.
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Padre Ricardo B. Mazza Cura Párroco de “San Juan Bautista”, Santa Fe de la Vera Cruz. Reflexiones en torno a los textos bíblicos de la liturgia de Pentecostés. Hechos 2,1-11; Juan 20, 19-23.- 31 de mayo de 2009. ribamazza@gmail.com; www.nuevoencuentro.com/tomasmoro; http://ricardomazza.blogspot.com.-

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