18 de octubre de 2009

INVITACIÓN A LA PERFECCIÓN EVANGÉLICA….


La enseñanza común a los tres textos bíblicos de este domingo gira alrededor del tema de la sabiduría. Esa sabiduría de Dios que es participada por el ser humano, por cada uno de nosotros, y que implica el arte de saber vivir. ¿En qué consiste el saber vivir? En la primera lectura tomada del libro de la Sabiduría (7,7-11) el rey Salomón agradece a Dios por este don que le ha sido conferido como respuesta a la súplica por él elevada oportunamente.
En efecto, antes de comenzar a reinar Salomón le pide a Dios la ciencia suficiente para poder gobernar rectamente a su pueblo y realizar siempre el bien en beneficio del mismo.
Dios, sorprendido por este pedido, ya que no reclamó riquezas, sino que solicitó la sabiduría, el conocimiento, la posibilidad de poder vivir bien él y enseñarle a los demás lo que ha de llevarse a la práctica, le concede la inteligencia suficiente para gobernar correctamente, y le agrega además los bienes terrenales que no había pretendido.
¿En qué consiste este arte del buen vivir o el vivir rectamente? No se trata de saber disfrutar absolutamente de todo, sin medida y sin límite, como muchas veces el común de los mortales entiende, sino que el arte o la sabiduría del buen vivir consiste en seguir la voluntad de Dios.
Es realmente sabio el que sabe discernir los distintos acontecimientos de su vida y sabe aplicar a la realidad de todos los días esa participación que tiene de la sabiduría de Dios.
En la primera oración de esta liturgia dominical dirigida al Padre de todos, y que reúne las intenciones de la Iglesia que peregrina en el tiempo, pedíamos que su gracia nos preceda y acompañe siempre para que estemos dispuestos a hacer el bien.
Sintetiza, como se advierte enseguida, la súplica de todo creyente que quiere ser instruido por la participación de la sabiduría infinita de Dios.
Esta sabiduría implorada permite al hombre saborear, gustar, aquello que lo ennoblece como persona huyendo de lo que lo denigra, del saborear otro tipo de bienes que lo rebajan como persona, que le hacen experimentar placeres pasajeros y que en definitiva no conducen a la plenitud del encuentro con Dios.
Así lo entendió Salomón cuando comenzó a reinar pidiendo lo que necesitaba para su recto obrar, ya que los cetros y las riquezas no son más que “arena” al compararlos con la sabiduría de Dios.
En la segunda lectura, la Carta a los Hebreos (4,12-13) enseña que la Palabra de Dios penetra lo más profundo del hombre, escudriña lo íntimo de su ser, juzga los deseos e intenciones del corazón, y nada se le oculta.
Como ante la sabiduría de Dios todo está patente, esta Palabra nos lo comunica a Él mismo, Palabra viva hecha carne en Jesucristo que entra en diálogo con nosotros mostrándonos el camino de la salvación humana.
Dejarnos descubrir y enseñar por esa Palabra-Sabiduría de Dios entraña el saber responderle con la entrega dócil de toda nuestra existencia que se va transformando a través de la fuerza de la divinidad.
De allí la necesidad de dejarnos enseñar por la Palabra de Dios que nos descubre la intimidad divina que quiere entrar en diálogo con la nuestra.
Si contemplamos la enseñanza del Evangelio (Mc.10, 17-30) nos encontramos con referencias concretas a ese conocimiento especial de Dios y de la vida.
Un hombre se acerca a Jesús y le dice “¿Maestro bueno, qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?” Jesús le contesta refiriéndolo al Padre del Cielo, “¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno”.
Pero, además, esta pregunta encierra -como dice Juan Pablo II en su Encíclica “El Esplendor de la Verdad” (cap.1º) - otro significado, ya que le está pidiendo a Jesús que le enseñe lo que es bueno y lo que es malo.
Le pregunta acerca de aquello que puede dar sentido a su vida, y esto porque sólo Dios puede enseñar acerca de lo bueno y lo malo, y así evitar caer en equívocos como suele suceder cuando nuestra referencia no es Dios sino el hombre y sus pobres conocimientos sobre el bien y el mal.
No preguntará sobre si puede hacer “lo que le viene en gana” ó “Señor, si yo vivo de acuerdo a lo que siento ¿estoy en el buen camino?”
Cuestión ésta muy común en nuestro tiempo y entre nosotros, ya que se piensa que hacer lo que se siente ya es suficiente para el bien obrar, llevándonos irremediablemente a convivir con el error.
Nos hemos acostumbrado muchas veces a obrar sin pensar demasiado, sin discernir si nuestra decisión es buena o mala, juzgando que el sólo hecho de sentirnos bien con Dios en nuestro interior, justifica el vivir en desacuerdo con sus enseñanzas, introduciéndonos esto en una existencia confusa respecto a la coherencia entre fe y vida que siempre ha de existir.
El hombre que se presenta ante Jesús quiere hacer las cosas en serio, de allí que el Señor le responde: “Ya sabes los mandamientos”, y los enumera rápidamente como ofreciéndole un exámen concreto acerca de los compromisos que se han de tener en cuenta.
Este hombre al preguntar de este modo apunta a investigar el modo cómo llegar a ser sabio, cómo saborear la verdadera vida del espíritu ya que la observancia de los mandamientos realizada desde su juventud no es suficiente para su corazón inquieto y abierto a la perfección.
En el fondo el hombre le está diciendo a Jesús que él ya vive sabiamente, que ha aprendido en qué consiste “el arte de buen vivir”.
Ante esto, trae San Marcos un agregado que no aparece en las versiones de Mateo y Lucas, y es “que Jesús fijando en él su mirada lo amó”.
¿Qué implica esa mirada de amor? Es una mirada de complacencia que le está diciendo “yo sé que es la verdad lo que afirmas”. Pero también es una mirada de amor que interpela, como diciendo “si bien esto es verdad, yo te llamo a algo más profundo, que va más allá de los mandamientos”.
Juan Pablo II advierte en Veritatis Splendor que el llamado posterior del Señor apunta a la vivencia de las bienaventuranzas (Mateo 5).-
Y esto es así porque el amor es exigente, no se queda en el mínimo de nuestra pobre ofrenda personal, apunta a una entrega más plena, a una mayor donación de uno mismo.
De allí que Jesús continúe: “Sólo te falta una cosa” (Mc.10, 21), “si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres: así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme” (Mateo 19, 21).
“No te conformes con los diez mandamientos –parecería decirle el Señor- con lo exiguo indispensable, decídete a una entrega mayor que implique el desprendimiento de todo aquello que ahora te ata e impide una ofrenda mayor de ti mismo”.
Y es allí, ante esta interpelación, que percibimos cómo las riquezas lo atan.
No está Jesús censurando las riquezas que posee y de las cuales probablemente hace buen uso, -lo contrario hubiera sido destacado por el Señor sin duda alguna-, sino que lo invita a dejar esos bienes poseídos y correctamente utilizados, para lanzarse a una misión totalmente diferente, desprendido de toda seguridad material, y sólo apoyándose en el Maestro y la fuerza de su Buena Nueva.
Pero el hombre, no obstante su buena intención y su correcto obrar, ha dejado al descubierto que en el momento de elegir entre “dos tesoros”, Cristo o el dinero, no se siente con fuerzas o no quiere dejar las riquezas.
¡Cuántas veces a nosotros nos sucede esto! Agachando la cabeza dejamos solo al Señor cuando Él nos dice que nos falta entregar algo para que nuestra disponibilidad sea completa.
“No te has entregado completamente –nos interpela Jesús- no te decides a dejar esto o aquello que te ata e impide en tu corazón una disponibilidad total y se convierte en obstáculo para una mayor intimidad conmigo”. “Te falta entregarte a vos mismo. ¡Cómo te resistes a dejar aquello que te retiene en tu entrega generosa por la causa del evangelio!”.
Es frecuente que nos hagamos los sordos, que miremos para otro lado, que nos aturdamos con el ruido de las cosas para no escuchar el llamado del salvador.
Por eso ante la falta de respuesta Jesús dirá “¡Qué difícil para un rico es entrar en el reino de los Cielos!”.
No dice que sea imposible, sino que es difícil, porque siendo el dinero u otra realidad creatural bienes exteriores al hombre, sino estamos asentados en Jesús, que es el bien interior supremo, fácilmente se busca el apoyo en lo que está afuera de uno mismo pensando que allí encontraremos la seguridad que no se tiene.
Los apegos cuando desplazan al Señor del corazón humano pueden hacer peligrar hasta la salvación personal, de allí que Jesús hable de la imposibilidad del hombre para salvarse, aunque no para la gracia misericordiosa de Dios.
En definitiva, los tres textos bíblicos apuntan a la necesidad de buscar la sabiduría verdadera que permite conocer cuál es el camino que nos lleva al encuentro de Jesús.
Es una invitación a tomar en serio la vida cristiana, a buscar aún en medio de nuestras debilidades y pecados, la voluntad de Dios para a ella adherir nuestro ser y obrar.
Y como Dios no se deja ganar en generosidad, Jesús promete el ciento por uno a quienes habiendo dejado todo impedimento para su seguimiento, se ponen en camino tras Él en medio de las persecuciones que no faltarán a quien lo siga de verdad.
Poniéndonos frente al Señor preguntémosle qué debemos hacer para seguirlo generosamente, y sabiendo de nuestra debilidad supliquemos su gracia y fuerza para realizar su voluntad.

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Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de “San Juan Bautista”, Santa Fe de la Vera Cruz. Homilía en la Eucaristía del Domingo XXVIII “per annum” Ciclo “B”. 11 de Octubre de 2009; ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com/; www.nuevoencuentro.com/tomasmoro.-
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