8 de enero de 2010

Elegidos en la eternidad de Quien se hizo carne por nosotros


El tiempo de Navidad nos permite adentrarnos paulatinamente en el misterio del Hijo de Dios hecho hombre. Hoy el acento litúrgico está puesto en su eternidad, en su preexistencia antes de la Creación. Precisamente esto lo proclama el apóstol teólogo San Juan -inspirado por Dios- en el prólogo del cuarto evangelio.
En el Antiguo Testamento (Eclo. 24,1-4.12-16) se presenta la figura de la sabiduría divina que expresa la presencia de Dios entre los hombres. Esto fue como un anticipo de aquel momento –la plenitud de los tiempos-, en el que el Hijo Eterno al asumir la naturaleza humana, “plantó su tienda” entre nosotros.
En el Nuevo Testamento (Juan.1, 1-18) nos encontramos, pues, con el develamiento del Hijo Unigénito del Padre llamado como la “Palabra”, el “logos”, porque a través de Él, Dios mismo se da a conocer.
Se da en Él lo que acontece similarmente en nosotros cuando nos manifestamos por medio de la palabra, ya que a través de ella principalmente, –también por gestos y acciones pero en menor medida- exteriorizamos nuestro interior.
El Hijo de Dios es, por lo tanto, quien viene a revelarnos la intimidad divina, -ya que es su Palabra-, mientras al mismo tiempo permanece como misterio. Se devela, pues, pero se oculta simultáneamente.
Este develamiento y ocultamiento acaece también en nosotros, ya que no siempre mostramos totalmente lo que vivimos en nuestra intimidad.
De allí que digamos que nunca alcanzamos a conocer al otro de forma total, porque el hombre mientras se da a conocer, se oculta, no necesariamente por malicia sino porque es propio del misterio de la persona humana el no poder, por ser creatura, darse a conocer totalmente.
Mientras el misterio de Dios no es captado totalmente por el hombre ni siquiera en la vida eterna, ya que allí nos encontraremos con Él mediante la limitación que nos es propia, igualmente tampoco develamos el misterio del hombre, ya que al ser cada uno de nosotros “imagen y semejanza de Dios”, nos alcanza también la condición del que es presencia y ocultamiento a la vez.
Por eso quiso Dios entrar en la historia humana haciéndose hombre, para que desde su “misterio” pueda ser más entendible el suyo y el nuestro.
Y al ser cada uno de nosotros hechura de Dios, ha querido hacernos partícipes de su misma Vida, asumiendo y enalteciendo la naturaleza humana, decidiendo esto desde toda la eternidad por el amor que nos tiene.
El amor que consiste más en dar que recibir, lo descubrimos perfectamente en el designio de Dios hacia nosotros.
El que ama busca dar toda clase de dones y beneficios a la persona amada e incluso entregando su propia persona. Y esto Dios lo puso en evidencia a través de la creación, por la que nos deja un hábitat apropiado para que nos desarrollemos como personas.
Por eso el texto de Juan nos dirá insistentemente que la Palabra, o sea el Hijo de Dios, estuvo presente en la obra creadora. Por la Palabra, -se afirma- fue creado todo.
De hecho esto coincide con el libro del Génesis en el relato de la Creación que afirma con insistencia: Y Dios dijo, hágase la luz….El “dijo”, hace referencia expresa a la Palabra, al logos.
En la creación, que se conserva en el tiempo por la Providencia, comprobamos el amor que Dios tiene al hombre que no sólo le otorga los bienes temporales de los que necesita, sino que se los renueva y perfecciona con el correr del tiempo. Pero a la vez le deja al ser humano –partícipe de su Providencia- la responsabilidad de saber administrar y respetar lo creatural orientándolo al bien de toda la humanidad.
Pero hay un segundo aspecto del amor. Cuando amo a una persona soy capaz de sufrir por su bien, a renunciar a mí mismo, a brindarme esforzadamente al otro.
Pues bien, de una manera perfecta realiza esta entrega el Hijo de Dios hecho hombre, el cual por serlo, está manifestando su capacidad y voluntad de humillación hasta el anonadamiento de su divinidad para tomar la naturaleza humana. Pero al mismo tiempo eleva la naturaleza humana a su máxima dignidad, justamente porque la ha asumido Él mismo.
Obedeciendo la voluntad del Padre manifiesta al máximo su amor a la humanidad por medio del sufrimiento llegando a la muerte de cruz.
A través de este misterio del Dios hecho carne, descubrimos no sólo su intimidad sino también el misterio del hombre.
Encontramos esta vinculación estrecha en lo referido por San Pablo en la segunda lectura de hoy. Se trata de un pasaje de la carta a los Efesios (1,3-6) que ya habíamos proclamado en la fiesta de la Inmaculada Concepción.
El Padre nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo-dice el apóstol. Está afirmando que junto a la existencia de la Palabra, logos o el Hijo, está nuestra presencia en el pensamiento de Dios. Si fuimos “pensados o elegidos” por Dios desde antes de la creación es porque en el designio libérrimo de Dios estaba su voluntad de llamarnos a la vida.
Es decir que cada uno de nosotros fue elegido por su nombre, con sus limitaciones y grandezas, para la santidad, para identificarnos día a día con Aquél que nos creó.
Es por ello que al ser esa la orientación natural que cada uno tiene en su interior, resulta agobiante la existencia humana cuando se han elegido otros rumbos y otros dioses, simulacros de la divinidad.
Por eso que resulta habitual advertir el cortocircuito interior que se produce cuando el ser humano ha prescindido de su Dios en la vida de todos los días, y vive por ello sin certezas últimas, sin tener un sentido claro de su vida, sin orientarse a la verdadera meta que lo enaltece.
La cultura de nuestro tiempo busca atrapar al hombre con falsos espejismos de grandeza, bienestar y poder, produciendo cada vez mayor vacío por la ausencia de Aquél que engrandece al hombre.
Por eso es necesario que tengamos la certeza profunda que sólo conocemos el misterio del hombre a partir del misterio de Dios, y por lo tanto llamados a la grandeza, no para la mediocridad o las bajezas que nos pretende imponer la sociedad de consumo, sino para entender y vivir mejor lo que significa ser hijos adoptivos de Dios. Aún sintiéndonos limitados a consecuencia del pecado de los orígenes, estamos asistidos por la gracia de Dios para realizar entre nosotros Su designio de salvación.
Vino a los suyos y no lo recibieron –expresa San Juan-, referencia no sólo al pueblo judío que no lo aceptó, sino también a aquellos bautizados que a pesar de haberlo conocido actúan con indiferencia frente a Él y no le entregan por lo tanto su corazón.
Cristo viene a iluminar a todo hombre, ya que no hace acepción de personas, pero no todo hombre se deja iluminar. Es lo que acontece cuando alguna persona está ciega y no percibe la luz que se proyecta sobre sí porque le falta la capacidad de ver.
Espiritualmente hablando una persona puede ser iluminada por el Señor, pero si está cerrada sobre sí no recibe esa luz que se le presenta. De allí la importancia de acoger la gracia, los dones que Dios ofrece en orden a la conversión, para entrar en la vida de la Luz , que es la Vida verdadera y da sentido a la nuestra.
Nos dice el evangelio que si nosotros respondemos a lo que el Señor nos transmite, recibiremos gracia sobre gracia.
Es importante que en este tiempo de Navidad pidamos incansablemente lo que nos señala San Pablo en la segunda lectura: “Que el Padre de la gloria les conceda un espíritu de sabiduría y revelación que les permita conocerlo verdaderamente”.
Pedir todos los días del año este don de lo alto, para que de este conocimiento podamos comprender la esperanza a la que hemos sido llamados, la de encontrarnos algún día con nuestro Padre y Señor.
Pidamos esta sabiduría para poder conocer cada vez más el misterio de Dios por el que conocemos también el misterio del hombre.
No es fácil descubrir el misterio del hombre y su grandeza, ya que se va haciendo habitual el que en nuestra vida diaria caminemos sin esa orientación a Dios y hasta prescindiendo de su existencia.
Al perder la conexión con Dios somos llevados también a no considerar al hombre como nuestro hermano, en toda su verdad interior, cayendo muchas veces en el poco aprecio que muestra la sociedad de nuestro tiempo con todo lo verdaderamente humano.
No es de admirar, por lo tanto, el que se haga hincapié en nuestros días en todo lo que envilece al hombre, o que se nos quiera imponer concepciones degradantes sobre el mismo. Desconociendo o rechazando la “verdad” sobre Dios que brota de su propia naturaleza, se concluye desfigurando o frivolizando la concepción auténtica sobre el hombre.
------------------------------------------------------------------------------------------ Ricardo B. Mazza, Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” en la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el II° domingo de Navidad, ciclo “C”. 03 de enero de 2010. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.comar/tomasmoro.-
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