19 de enero de 2010

“Hagan lo que Él les diga”.

El domingo pasado con la fiesta del Bautismo del Señor concluimos el tiempo de Navidad. Escuchamos la voz del Padre que afirmaba de Jesús que era su Hijo muy amado. De este modo, de la manifestación de su divinidad ante los pastores y los magos de Oriente, pasábamos al testimonio del propio Padre respecto a su Hijo, que ungido por el Espíritu daba comienzo a su misión entre los hombres.
En este domingo, aunque ya en otro tiempo litúrgico, advertimos continuidad temática con lo reflexionado en Navidad, considerando la realidad matrimonial a través de las Bodas de Caná (Juan 2,1-12).
En efecto, en la figura del matrimonio se “significa” la manifestación del Hijo de Dios, que al asumir la naturaleza humana en el seno virginal de María, prolonga el desposorio entre Dios y la humanidad.
De allí, que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, el matrimonio evoca la unión entre Dios y su pueblo, entre Cristo y la Iglesia, entre Cristo y cada alma.
El profeta Isaías (62, 1-5) nos dice que Dios prepara a su pueblo –bajo la figura de Jerusalén, la ciudad santa- , la cual ya no se llamará abandonada, sino que preferida a pesar de sus pecados, llegará con su Señor a la intimidad más profunda simbolizada en la figura del matrimonio.
Los profetas denunciaron con firmeza las infidelidades del pueblo elegido, a tal punto que cuando éste se olvidaba del verdadero Dios adorando otros dioses y rompiendo la alianza del Sinaí, era llamado pueblo de prostitución, adúltero e idólatra.
Con estos términos, pues, se señalaban el alejamiento de Israel de su verdadero origen y meta, el Dios esposo, y su búsqueda de otros amantes.
También en el orden espiritual, en la relación esponsalicia entre Dios y cada persona, el pecado constituye un adulterio espiritual, ya que el alma se prostituye, vendiéndose al espíritu del mal antes que permanecer en la fidelidad al Dios Salvador, eligiendo atajos que descaminan de la verdadera senda de la santidad.
Jesús como Dios hecho hombre, viene a revelarnos que su presencia es necesaria para ir sanando a la persona y a las instituciones referidas a lo humano, entre ellas el matrimonio, porque como el agua, necesita el sabor de la gracia, nueva realidad por la que el Señor nos eleva y enaltece.
El descubrir al Señor en las Bodas de Caná, anuncia su voluntad de hacerse presente en toda unión matrimonial elevándola por la gracia, ya que dicha alianza será siempre el “signo” visible temporal del pacto esponsalicio entre Dios y su pueblo, y por extensión con la humanidad toda.
Dentro del contexto que describe Juan está presente María Santísima.
Su presencia también va más allá de las Bodas concretas a las que fue invitada, ya que anticipa su mediación en toda la historia de la salvación.
El texto está cargado de significación porque la falta de vino implica una situación desesperada sin solución humana visible, ante la que la presencia de Jesús asegura su remedio.
Así, un hecho concreto se universaliza, dejando como enseñanza que no existe situación humana alguna que no pueda encontrar solución en el Señor cuando se han agotado todas las instancias humanas.
Ante esta perspectiva se descubre que al matrimonio mismo de Caná le faltaba el vino, el vino de la gracia, pero con posibilidades de ser transformado por la presencia del Señor.
En realidad, el amor de los esposos es siempre como el agua, si se queda en lo puramente humano, faltándole el vino de la gracia que sólo Cristo otorga, posibilitando que sea “signo” del amor entre Dios y el hombre.
Por lo tanto la presencia del Señor va más allá de un acontecimiento social, ya que Él con su “estar ahí” quiere significar una realidad más profunda.
En efecto, la carencia de vino indica la necesidad de “alguien” para que se perfeccione “el algo” de toda actividad humana, ya que el hombre mismo es imperfecto, necesitado siempre de la grandeza divina que lo complete.
Ante la advertencia de María “no tienen vino”, Jesús dirá “Mujer, que tenemos que ver nosotros”. Llama a su madre “mujer”, no María o madre.
El término “mujer” nos traslada a la presencia de la primera, Eva, por quien entró el pecado en el mundo.
María es la “nueva Eva” que pisa la cabeza de la serpiente tentadora por medio de su Hijo a través de quien entra la salvación por la Cruz.
La Nueva Eva, María, le está pidiendo al Nuevo Adán, Jesús, que entregue a todo matrimonio entre un varón y una mujer, el vino nuevo de la gracia, perfeccionando así esta institución natural y profundamente humana, ineludible para fundar la sociedad entre los hombres y crear el ámbito propicio para formar a las personas llamadas a la comunión con Dios.
Jesús dirá “no ha llegado mi hora”. ¿A qué se refiere? Su “hora” se concretará en el tiempo oportuno con su pasión, muerte y resurrección.
En esa su “hora” aparecerá plenamente la figura salvadora del Nuevo Adán, ya que en el árbol de la cruz, por su obediencia, restaurará lo que el Viejo Adán había perdido en el árbol del paraíso por su desobediencia.
Con su “hora”, no sólo llega Él al cumplimiento de la voluntad del Padre, sino que se hace realidad la re-creación del hombre por la sangre –el vino nuevo- derramada en la Cruz para la salvación del mundo.
Aunque no haya llegado la “hora” de Jesús, al expresar María con amor de Madre que “no tienen vino”, recuerda que así como Eva en el paraíso tuvo en sus manos la decisión para el pecado, Ella como nueva Eva, toma la iniciativa para dar comienzo a la salvación.
Con su actitud, María adelanta la “hora” de Jesús, su desposorio con la humanidad, -que se realiza plenamente en la Cruz-, como la vieja Eva apresuró la ruina por el pecado persuadiendo al viejo Adán.
El signo –como llama Juan a los milagros- de la conversión del agua en vino se realiza en medio de las Bodas, es decir, en medio del signo esponsalicio entre Dios y la humanidad, que el matrimonio humano debe significar y prolongar en el tiempo.
María intuyendo su papel de Nueva Eva continúa diciendo: “hagan lo que Él les diga”, adelantándose a la voz del Padre que en la transfiguración del Señor reclamará que escuchemos a su Hijo, el Elegido (cf. Lc. 9,35).
La auténtica escucha de Jesús se continúa y perfecciona en el realizar lo que Él nos enseña a través de su palabra y de sus obras.
En efecto, no es suficiente escuchar, sino “oír” con espíritu de obediencia al Señor, como Él lo hace cuando habla el Padre, llevando a cabo lo que nos manifiesta, encarnando la verdad revelada.
Y más aún, no sólo llevar a cabo su palabra, sino que hemos de dar lugar en nosotros a Aquél que es la Palabra del Padre, de tal modo que se haga realidad lo enseñado por san Pablo a los filipenses cuando indica la necesidad de tener los mismos sentimientos de Jesús, es decir, pensar, hablar, obrar y amar como el Señor.
Y Jesús transforma el agua en vino queriendo significar no sólo la renovación del matrimonio como institución natural y esencial en la vida del hombre, sino que quiere renovar el corazón del hombre y todo lo que se refiere a él con la plenitud de la gracia sanante y santificante.
Esta conversión apunta también al misterio de la Eucaristía, en la que también se consuma el desposorio divino-humano, al hacerse presente el mismo Señor bajo los accidentes de pan y vino.
Advertimos así que Jesús se hace presente en la historia humana desposándose con ella, no sólo en la Encarnación, sino también cuando el pan y el vino se convierten en su Cuerpo y Sangre salvadoras.
La vida del hombre también como el agua se convierte en el vino sabroso de la gracia que da sentido profundo a toda nuestra existencia.
En la actualidad muchas veces la subsistencia misma del hombre se presenta como insulsa, luchando siempre por conseguir cosas.
El mundo y con él la sociedad de consumo, sigue ofreciendo espejismos de felicidad que no alcanzan a plenificar a quien es llamado a la trascendencia.
Se insiste en el disfrute, en el goce a todo trance, sin que el corazón humano alcance la felicidad para la cual fue creado.
Y esto porque se recorre la vida sin saber para qué, y sin descubrir su verdadero sentido, a pesar que el Señor pasa a nuestro lado y se ofrece para cambiar nuestra agua en el vino de la gracia, de su presencia salvadora.
La vida humana sería diferente si escuchando siempre al Señor trocáramos cada día realizando sus enseñanzas.
Cristo es el vino nuevo que viene a dar un sabor distinto a nuestro ser contingente elevándolo con múltiples dones y riquezas espirituales.
Precisamente San Pablo (I Cor. 12, 4-11) nos afirma que en la Iglesia hay diversidad de dones, de servicios y de funciones, pero hay un único Espíritu, un único Señor, y un mismo Dios que obra todo en todos.
O sea, que Dios es siempre el mismo aunque sus dones se derramen de diversa forma en el corazón de todos.
De allí la necesidad de descubrir cada uno lo que Dios le ha entregado para hacerlo fructificar constantemente para la edificación de la Iglesia.
Y la Iglesia enriquecida con la entrega de cada uno a través de los dones recibidos, dará testimonio de la multiforme gracia de Dios.
Nosotros somos agua por nacimiento, pero al ofrecernos dócilmente al Señor para que nos transforme, recibimos de Él el vino nuevo de sus gracias y dones.
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Padre Ricardo B. Mazza, Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el II° domingo “per annum” Ciclo “C”. 17 de Enero de 2010. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com/tomasmoro.-
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