16 de enero de 2010

Por el Bautismo del Señor, bautizados “en el Espíritu Santo”


Celebramos hoy la fiesta del Bautismo del Señor, culminando así el ciclo de Navidad.
Juan Bautista (Lc. 3,15-16.21-22), por medio del bautismo de agua, invitaba al pueblo judío a convertirse de corazón arrepintiéndose de sus pecados, y así poder recibir al Mesías, al enviado del Padre, al Salvador del mundo, a Jesús.
La liturgia bautismal que rige en nuestros días, actualiza a través de los “signos sensibles” este llamado a la conversión, cuando iluminados por la proclamación de la Palabra, fortalecidos por el óleo santo para enfrentar al demonio, renunciamos a todo lo que provenga del mismo, y profesamos la fe en el Dios trinitario.
Cristo, que anuncia y celebra un nuevo bautismo, va más allá del perdón de los pecados, recreando el corazón humano al devolverle su primitiva condición de “imagen y semejanza de Dios”, y llevándolo a la plenitud con la infusión de la gracia divina, por medio de la ablución del agua.
En efecto, con lo acontecido en su propio bautismo, Jesús anticipa lo que sucederá en el corazón de cada uno de nosotros, -al instituir el sacramento-, ya que seremos bautizados en el Espíritu y el Fuego dando inicio a los dones salvíficos que se comunicarán a todos los hombres que sean incorporados a Él.
Cristo, pues, al dejarse bautizar por Juan, se encuentra con el ser humano, purifica las aguas y quiere formar con todos los bautizados una nueva comunidad, un nuevo Pueblo.
Se deja bautizar no porque lo necesitara en cuanto Dios, sino para mostrarnos que ese sacramento es imperioso a todos.
Su bautismo señala, por lo tanto, que la humanidad pecadora precisa de ese lavado de agua y Espíritu para que nos convirtamos en hijos adoptivos de Dios, es decir como Él, “predilectos del Padre”.
O sea que así como Él tomó de la humanidad el cuerpo material necesitado de bautismo, quiere que participemos de su divinidad por la adopción divina que nos otorga el sacramento de la regeneración.
En la liturgia bautismal que celebra la Iglesia se realiza esta transformación interior, y se nos compromete a una vida nueva con la vestidura blanca que se nos impone.
Cristo nos bautiza con el Espíritu Santo quedando así destinados a una misión particular en este mundo, la de anunciar nuestra propia pertenencia al Dios trinitario, significada en el sacramento por medio de la unción del crisma. En efecto, desde el día de nuestro bautismo, inhabita en cada uno de los bautizados el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Desde el día de nuestro bautismo, además, formamos parte de la Iglesia Católica, siendo Jesús la Cabeza y nosotros integrantes del Cuerpo.
Como tales, debemos llevar a todos los hombres el mensaje de que Dios Padre nos quiere salvar -sin hacer acepción alguna de personas-, del pecado y de la muerte, abriéndonos las puertas del Reino de los Cielos.
El mundo ha de conocer por el anuncio –como precisa el profeta Isaías (Is. 40,1-5.9-11)-, que la historia humana amasada con injusticias y violencias va a encontrar en Cristo el único capaz de rehacerla, ya que “como un pastor, él apacienta su rebaño, lo reúne con su brazo; lleva sobre su pecho a los corderos y guía con cuidado a las que han dado a luz”.
El es el anunciado que promoverá el bien y la justicia, y así “se revelará la gloria del Señor y todos los hombres la verán juntamente, porque ha hablado la boca del Señor”.
Cristo al dejarse bautizar quiere mostrarnos que desde ese día comienza su vida como enviado del Padre.
Nosotros también somos enviados por el Padre a ser como Jesús luz del mundo, significada esta luminosidad que proviene de nuestro “nuevo” ser, con la entrega del cirio encendido que toma su fuego del cirio pascual que actualiza la “buena nueva” de la muerte y resurrección del Señor.
Incansable, Jesús, cura enfermos, aleja al demonio de los posesos, instruye a los ignorantes, enseña a los pobres, a aquellos que tienen puesta su confianza total en Dios, comunica a todos los hombres de buena voluntad el mensaje de salvación.
Nosotros, bautizados por el Espíritu, somos interpelados a seguir los pasos de Jesús. Por eso, hoy tenemos la oportunidad de compartir y prolongar en el mundo la vida y obra de Él.
Por eso cabe preguntarse con sencillez, ¿Cómo vivimos el bautismo recibido? El Espíritu Santo nos impulsa a hacer el bien a todos, a darles a los demás lo que conocemos de Dios. ¿Lo hacemos realmente? ¿Qué guía nuestra vida?, ¿el materialismo con sus esclavitudes o la persona iluminadora de Jesús? Como bautizados, ¿tenemos nuestra esperanza puesta en Dios o en lo material?
Como bautizados dejamos mucho que desear, nos cuesta renunciar al pecado, nos cuesta creer firmemente en Dios y en su iglesia, no nos animamos a ser luz para los demás con una vida intachable.
Comparemos nuestra vida con la de Jesús. Enseguida nos daremos cuenta cuáles son nuestras falencias, en qué debemos cambiar.
El Apóstol Pablo (Tito 2,11-14; 3,4-7) en la segunda lectura, nos recuerda que hemos recibido la gracia de Dios, fuente de salvación, que nos enseña e interpela a vivir una vida santa en espera de la glorificación final.
Y sigue puntualizando que Jesús nos salvó “haciéndonos renacer por el bautismo y renovándonos por el Espíritu Santo”, siendo constituidos por este nuevo ser nacido de la gratuidad divina, herederos de la vida eterna.
Llamados a compartir la misma vida del Señor, mientras caminamos en el tiempo, su ejemplo nos alentará a no quedarnos a mitad de camino, y el Padre de los cielos nos dirá: Tú eres mi hijo, el amado, el predilecto.
¿Todo esto será posible? La respuesta debemos darla nosotros, si es que nos animamos a vivir en serio el bautismo que recibimos cuando niños, si es que queremos que crezca la semilla de vida divina que fue alentada en nosotros por el agua y el Espíritu.
El Padre nos indica que escuchemos a Jesús, ya que es su enviado. Escuchar al Señor constituye hoy una tarea muchas veces ímproba, ya que demasiado inmersos en un mundo tan discordante con Jesús, nos sentimos fácilmente tentados a dejarnos llevar por sus sugerencias, por voces y palabras que halagan nuestros sentidos, y nos atrapan con falsos espejismos de felicidad.
Pero la gracia de Dios es más fuerte, y con ella podemos existir y vivir como hijos amados del Padre de las misericordias.
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Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. 10 de Enero de 2010. Fiesta del Bautismo del Señor, ciclo “C”. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot; www.nuevoencuentro.com/tomasmoro.-
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