21 de marzo de 2010

Hacia el encuentro de la misericordia del Padre


San Lucas es el evangelista de la misericordia de Dios, el que nos habla de la abundancia de este atributo divino por excelencia. Nos hace ostensible en el texto que acabamos de proclamar la actitud de publicanos y pecadores que van a escuchar a Jesús, quedando en evidencia que sólo los que se consideran alejados van al encuentro del Señor.

Los fariseos y escribas que se imaginaban perfectos no tienen necesidad de escuchar al Salvador, ya que la soberbia que anida en sus corazones los cierra cada vez más a la posibilidad de la salvación, de recibir la misericordia del Señor.

Además se erigen en jueces de los demás y critican a Jesús porque come con publicanos y pecadores, y se acerca a quienes lo necesitan, olvidando su particular enseñanza afirmada con énfasis “que son los enfermos los que necesitan al médico y no los sanos”.

Con todo, Jesús quiere llegar al corazón de los escribas y fariseos, por eso a través de esta parábola conocida como la del hijo pródigo, si bien debiera llamarse la del Padre misericordioso, nos muestra la benignidad de Dios.

Se nos presenta también al corazón humano, herido por el pecado de los orígenes, que necesita de Dios. Este hombre que ha recibido dones en abundancia en la creación del mundo, como lo describe el libro del génesis, o como sucedió con el pueblo de Israel como escuchamos recién en el libro de Josué, pero que no ha sabido permanecer en fidelidad a su Dios, y agradecer los dones que de Él ha recibido.

Con prepotencia pide más: dame lo que es mío, la parte de mi herencia. ¿Cómo puede pedir lo que es del Padre? ¿Acaso ha sabido ganarlo respondiendo con su esfuerzo a la bondad divina?

Así el ser humano pretendió en el pasado ser como Dios, deseó la misma divinidad. Al pedir la supuesta parte que le corresponde está diciendo que quiere “hacer su vida” sin el Padre, lejos de quien lo es todo. “Ya soy grande como para estar dependiendo de Ti” –pareciera decir-.

Lo que se escucha muchas veces en el seno de la familia se repite en la relación con el Padre Dios. El hombre que quiere ser feliz a su manera, comienza a caminar por el mundo lejos del Creador, siguiendo sus impulsos y caprichos, llegando, exhausto de los bienes del Padre, al vacío total que lo llevan a recordar lo que ha recibido en otro tiempo.

Piensa que puede bastarse a sí mismo, que no necesita del totalmente Otro. Y así entonces agudizando su fantasía sigue hundiéndose cada vez más.

De ser libre se transforma en esclavo, puesto al servicio de un desconocido que no lo reconoce en su dignidad de hijo.

Es allí donde experimenta la hondura de su vacío interior al verse alejado de su Padre, al no poder participar de la mesa paterna a causa del pecado en que ha incurrido, deseando las bellotas que lo envilecen y a las que no tiene acceso a causa de su total decadencia personal.

La lejanía del Padre le impide también gustar de aquello que lo corrompe ya que se siente cada vez más miserable.

Con todo, Dios en su infinita misericordia va moviendo el corazón, interpelando al hombre en su interior, pero reclamándole al mismo tiempo su respuesta por la que se hace posible el retorno a la casa del Padre. Cuando cae en la cuenta que aún los jornaleros de su progenitor tienen alimento, percibe con brutalidad la degradación en la que ha caído.

Y en un primer momento es esto lo que lo mueve –en el fondo el interés a recuperar lo perdido- a volver a la casa. Recién cuando afirma que pecó contra el cielo y contra el Padre, es cuando manifiesta que añora al mismo, y no sólo los bienes que de Él puede recibir.

Comienza así el camino de retorno como muchas veces sucede en la vida de no pocos bautizados, que sumergidos en el pecado surgen de esa situación convencidos que sólo el encuentro renovado con el Padre puede alejarlos de ese escenario lastimoso.

El Padre que lo ve de lejos comienza a correr con alegría a su encuentro.

Se conmovió, -dice el texto-, reflejando el movimiento interior de alguien que siente en carne propia el estrago profundo de quien ama de veras.

El Padre desea encontrarse con su hijo ya que éste ha descubierto lo que significa vivir en su casa. Hace una fiesta, la del retorno, que evoca a la eucaristía, lugar de encuentro con el Hijo hecho hombre –después de la conversión- que se ha ofrecido al Padre por nosotros para que pudiéramos caminar sin sobresaltos hacia su eterna morada.

San Pablo en la segunda lectura recuerda justamente que Dios ha querido que el hombre se reconcilie con Él por medio del Hijo hecho hombre.

Por eso el tiempo de cuaresma que es un caminar hacia la Pascua, es un avanzar hacia el Padre de las misericordias.

Es desde la cruz de donde brotan todas las gracias a las que tiene acceso el mismo hombre si se mantiene fiel al Padre.

Dios le posibilita al hombre el poder contribuir con Él en el orden de la creación cuando los israelitas al entrar en la tierra prometida –nos dice el libro de Josué- comenzaron a comer del fruto de la tierra y del trabajo del hombre. Ya caduco el orden del maná –puro don del cielo- comienza el orden de la colaboración del hombre en la creación.

El encuentro con el Padre posibilita una mejor vida, aplicable no sólo a cada persona, sino también al conjunto de la sociedad. Y así podemos afirmar que nuestra Patria ha declinado como el hijo derrochón de la parábola. Como Nación hemos malgastado todos los dones que de Dios hemos recibido, cada uno con responsabilidades diferentes, llegando en nuestros días a una decadencia nunca vista.

Le hemos exigido a Dios la herencia común de las generaciones futuras para dilapidarla en acopios personales de bienes, en favorecer la antivida, en el comerciar con las personas robándoles su dignidad haciéndoles creer que la pereza dignifica al ser humano, nos hemos burlado de la ley de Dios y de los hombres propiciando el reinado del más fuerte y del temor sobre los débiles a quienes no les queda más recurso y seguridad que acudir a Dios. Ese Dios que se conmueve ante tantas miserias nuestras pero que espera que comencemos a desandar el camino del pecado para encontrarnos nuevamente en la Casa Común donde todos somos hermanos, llamados a recibir equitativamente los dones que nos han sido dados. Lamentablemente en nuestros días se comenzó nuevamente a manifestar el deseo de los asesinos institucionalizados en el poder, que pretenden legitimar la muerte de inocentes no nacidos, a quienes se les niega la vida con total frialdad.

Imposible encontrarse con el Padre eliminando al hermano de la mesa festiva de los hijos de Dios con la prepotencia de los que se creen “dios”.

También la figura del hijo mayor encuentra eco en nuestra vida cotidiana. Quizás no nos alejamos del Padre, fuimos fieles a Él, pero no hemos sabido percibir su amor, ya que pretendíamos más que su amor, el “cabrito que no nos dio para comer con nuestros amigos”.

Como el hijo mayor muchas veces miramos desde arriba al que regresa a la casa paterna poniendo en duda la sinceridad de su conversión.

Nos olvidamos que la Iglesia es el lugar de los pecadores. Por eso a ella concurrimos los que sabemos de nuestros pecados y luchamos para ser cada vez mejores.

Los que son santos, los autosuficientes que han puesto su seguridad sólo en las cosas, en lo que perciben con los sentidos, no necesitan concurrir a la Iglesia, ya que se han inventado la suya propia.

El retorno a la casa del Padre por medio de una sincera conversión es el camino de los pecadores, no de los que se creen sanos y por lo tanto no necesitan al médico de las almas que es Cristo.

El Padre nos dice como al hijo mayor, “todo lo mío es tuyo”, pero los hijos mayores de hoy no quieren lo que es del Padre, sólo les interesa lo que ilusoriamente creen que “lo suyo es lo que han ganado con su propio esfuerzo”, hasta que lo pierden, -y muchas veces tan fácilmente- y sólo queda el volver al Padre.

No han gastado nada con “mujeres” como el hijo menor, porque al acumular sólo para sí han cerrado el corazón al hermano que vuelve a la casa paterna. Al criticar y negar al hermano el perdón, el hijo mayor no ha comprendido lo que es vivir en la casa paterna

Pidamos a Dios que nos muestre su amor de Padre para que nosotros sepamos exponerlo también a los demás, a la familia, a los amigos, ante tantos corazones alejados entre sí por las rencillas y odios más profundos. Vivamos así nuestra misión de embajadores de la reconciliación.

Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la Pquia “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, en Argentina. Homilía en IV domingo de Cuaresma, ciclo “C”. Textos: Josué 4,19.5, 10-12; 2 Cor.5, 17-21; Lc. 15,1-3.11-32.- 14 de marzo de 2010. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; gjsanignaciodeloyola.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro.-

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