En este tiempo de Cuaresma seguimos caminando con Jesús que se dirige a Jerusalén. Allí celebrará su Pascua. Y este ir con Jesús nos evoca nuevamente aquél otro éxodo que describe el Antiguo Testamento. Acabamos de escuchar en la primera lectura cómo Moisés buscando siempre a Dios sube a lo alto del monte Horeb y allí Dios se le manifiesta. En un primer momento es la llama que arde en la zarza sin consumirla. Hecho prodigioso que hace que Moisés se pregunte sobre lo que sucede tan misteriosamente. Es en ese momento cuando Dios le dice que se descalce porque es tierra sagrada.
En este encuentro con Moisés, Dios le señala qué quiere de él.
Es el llamado o vocación de Moisés. Ha de ser el conductor y liberador del pueblo de Israel,-esclavo en Egipto-, ya que Dios ha escuchado su lamento y ha visto sus sufrimientos.
Moisés, como el enviado de Dios para conducir al pueblo, deberá acercarse al Faraón y decirle que debe dejar salir al pueblo para que dé culto a su Dios fuera del territorio de Egipto.
A él se le van marcando los pasos a seguir. Ha de dirigirse a la tierra de promisión recordando que lo guía el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob y del mismo Jesús, el Mesías futuro.
Moisés va entendiendo lo que se le pide y es posible que previera una realidad más profunda que va más allá de una mera liberación política, social o económica del pueblo elegido.
Es un llamado para que el pueblo se despoje de todo impedimento que perturbe una relación más religiosa, más pura, con el Creador.
Dios quiere rescatar al pueblo de una esclavitud más insondable, quiere lograr la conversión de todos.
Por eso el éxodo, en definitiva, es dejar lo que impida un trato más personal y verdadero con el Señor, buscar la vivencia de una religión más pura.
La Iglesia en nuestros días, nos propone también este éxodo espiritual porque en la sociedad en la que estamos insertos muchas veces somos esclavos necesitados de liberación.
Nos percibimos prisioneros de las costumbres paganas que nos rodean, de cierta mentalidad mundana que se ha introducido en medio de nuestras vidas. Se hace necesario, pues, tomar conciencia de esta realidad, abandonar este clima que nos asedia para comenzar una relación más profunda y veraz con el Dios de la Alianza, no sólo la del Sinaí, sino la que vino a instaurar entre nosotros el mismo Salvador.
Tenemos experiencia de cuán difícil es hoy en día mantener esa unión con el Señor. En efecto, nos sentimos cautivos, dependientes de tantas cosas que buscan permanentemente apartarnos de Dios, enceguecernos con el poder, el dinero, los negocios, felicidades y placeres efímeros que nos dejan hondamente vacíos.
De allí que el llamado apremiante al pueblo de Israel para que viva su éxodo, se hace también hoy urgente para cada uno de nosotros.
Ante la pregunta que se le pueda hacer a Moisés sobre quién es ese Dios, deberá responder “yo soy el que soy” que no sólo es afirmación del ser y existir divino, sino el testimonio de que se trata de un Dios vivo.
Es decir, que humanizado, tiene ojos y ve, tiene oídos y escucha, tiene boca y habla. Se trata de un Dios viviente que comunica su vida a cada uno de sus hijos.
Muy diferente a la situación de los dioses paganos que tienen oídos pero no oyen, ojos pero no ven, labios pero no hablan. No pueden comunicarse porque en ellos reina la carencia de la vida de la que dispone el Creador.
Al “yo soy el que soy” se le podría agregar “para ti”. Como si dijera, “vengo a encontrarme contigo, te busco”, quiero sacarte del dominio de los dioses muertos de la sociedad de consumo, de los éxitos cómodos y pasajeros, de las falsas promesas de felicidad.
La realidad efímera que nos rodea y de la cual nos damos cuenta permanentemente, debiera ayudarnos a buscar una relación más profunda con nuestro Dios. Los santos nos llevan en esto la delantera justamente porque ante la experiencia de los “dioses muertos” reaccionan buscando una vida más intensa con su Creador.
Para darles un ejemplo, recuerdo ahora a Francisco de Borja Duque de Gandía y Grande de España, que en 1539 escoltó el cuerpo de la emperatriz Isabel de Portugal esposa de Carlos I°, de Toledo a su tumba definitiva en la capilla Real de Granada. Al llegar, Francisco abrió el féretro para dar fe del cuerpo muerto y entregarlo a los monjes que debían enterrarlo. En ese momento y al contemplar el descompuesto cuerpo de Isabel, Borja pronunció la frase «No puedo jurar que ésta sea la Emperatriz, pero sí juro que fue su cadáver el que aquí se puso». Tras esto, decidió «nunca más servir a un señor que se pueda morir».
Al tiempo, habiendo enviudado, ingresó a la Compañía de Jesús llegando a ser General de la Orden.
En definitiva Francisco llegó a la conclusión que el único servicio que no muere y permanece es el que se ofrece por sobre todo al mismo Creador y Señor nuestro. La experiencia de lo efímero le hizo comprender que la vida transcurre por otro camino, que no debía atarse a lo pasajero, sino mirar siempre aquello que permanece.
Por eso el llamado apremiante de hoy es ir al encuentro del Señor por medio de la conversión que implica siempre una respuesta.
El apóstol San Pablo dice del pueblo de Israel, que cuando se dirigía a la tierra prometida “todos comían el mismo alimento, todos bebían la misma agua que salía de la roca, que es Cristo, el agua espiritual”, sin embargo “no todos respondieron de la misma manera al Dios de la alianza, y por eso “quedaron tendidos en medio del desierto”.
Y sigue diciendo a los corintios: “Esto que sucedió en la antigua alianza aconteció simbólicamente para ejemplo nuestro a fin de que no nos dejemos arrastrar por los malos deseos como lo hicieron nuestros padres”, y “no nos rebelemos contra Dios como alguno de ellos por lo cual murieron víctimas del ángel exterminador” y todo esto es un anticipo de lo que vendrá. Esto nos tiene que servir de lección a los que vivimos en el tiempo final, por eso el que se siente muy seguro cuide de no caer”.
Lo afirmado por Pablo está en consonancia con lo dicho por Jesús en el evangelio de hoy al recordar que los aplastados por la torre de Siloé no eran los más pecadores de entre los habitantes de Jerusalén, por lo que no cabe unir muerte trágica con pecado.
El Señor advierte sobre esa confusión y continúa afirmando que “si no se convierten todos acabarán de la misma manera”, ya que la muerte se convierte en una tragedia toda vez que el cristiano no está preparado para encontrarse con su Dios, y no por la forma en que uno muere.
Por eso Jesús reclama la conversión. Si bien muestra por un lado la misericordia y paciencia de Dios en la parábola de la higuera, sigue su insistente llamado para que nos abramos a su gracia.
La higuera es figura del pueblo de Israel, que como no dio frutos mereció que se le quitaran los dones y fueran entregados a la Iglesia, pero exigiendo también a la misma, el hecho de dar rendimientos en abundancia.
En definitiva, nos da tiempo y espera pacientemente nuestra conversión para no cortarnos de raíz.
Por eso es importante buscar a este Dios, “al Yo soy el que soy”, al Dios viviente, entrar en su santidad para vivir ese pacto de amor, actualizado por Jesús a través de su paso de la muerte redentora a la resurrección gloriosa.
Meditando en estos pensamientos pidamos fervorosamente al Dios de las misericordias que sea Él quien ocupe el primer lugar en nosotros.
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Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la vera Cruz, Argentina. Homilía en el III ° domingo de Cuaresma, ciclo “C”. Textos bíblicos: Éxodo 3,1-8.13-15; I Cor. 10,1-6.10-12; Lc. 13,1-9.- 07 de Marzo de 2010.
ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com/tomasmoro.- gjsanignaciodeloyola.blogspot.com.-
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En este encuentro con Moisés, Dios le señala qué quiere de él.
Es el llamado o vocación de Moisés. Ha de ser el conductor y liberador del pueblo de Israel,-esclavo en Egipto-, ya que Dios ha escuchado su lamento y ha visto sus sufrimientos.
Moisés, como el enviado de Dios para conducir al pueblo, deberá acercarse al Faraón y decirle que debe dejar salir al pueblo para que dé culto a su Dios fuera del territorio de Egipto.
A él se le van marcando los pasos a seguir. Ha de dirigirse a la tierra de promisión recordando que lo guía el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob y del mismo Jesús, el Mesías futuro.
Moisés va entendiendo lo que se le pide y es posible que previera una realidad más profunda que va más allá de una mera liberación política, social o económica del pueblo elegido.
Es un llamado para que el pueblo se despoje de todo impedimento que perturbe una relación más religiosa, más pura, con el Creador.
Dios quiere rescatar al pueblo de una esclavitud más insondable, quiere lograr la conversión de todos.
Por eso el éxodo, en definitiva, es dejar lo que impida un trato más personal y verdadero con el Señor, buscar la vivencia de una religión más pura.
La Iglesia en nuestros días, nos propone también este éxodo espiritual porque en la sociedad en la que estamos insertos muchas veces somos esclavos necesitados de liberación.
Nos percibimos prisioneros de las costumbres paganas que nos rodean, de cierta mentalidad mundana que se ha introducido en medio de nuestras vidas. Se hace necesario, pues, tomar conciencia de esta realidad, abandonar este clima que nos asedia para comenzar una relación más profunda y veraz con el Dios de la Alianza, no sólo la del Sinaí, sino la que vino a instaurar entre nosotros el mismo Salvador.
Tenemos experiencia de cuán difícil es hoy en día mantener esa unión con el Señor. En efecto, nos sentimos cautivos, dependientes de tantas cosas que buscan permanentemente apartarnos de Dios, enceguecernos con el poder, el dinero, los negocios, felicidades y placeres efímeros que nos dejan hondamente vacíos.
De allí que el llamado apremiante al pueblo de Israel para que viva su éxodo, se hace también hoy urgente para cada uno de nosotros.
Ante la pregunta que se le pueda hacer a Moisés sobre quién es ese Dios, deberá responder “yo soy el que soy” que no sólo es afirmación del ser y existir divino, sino el testimonio de que se trata de un Dios vivo.
Es decir, que humanizado, tiene ojos y ve, tiene oídos y escucha, tiene boca y habla. Se trata de un Dios viviente que comunica su vida a cada uno de sus hijos.
Muy diferente a la situación de los dioses paganos que tienen oídos pero no oyen, ojos pero no ven, labios pero no hablan. No pueden comunicarse porque en ellos reina la carencia de la vida de la que dispone el Creador.
Al “yo soy el que soy” se le podría agregar “para ti”. Como si dijera, “vengo a encontrarme contigo, te busco”, quiero sacarte del dominio de los dioses muertos de la sociedad de consumo, de los éxitos cómodos y pasajeros, de las falsas promesas de felicidad.
La realidad efímera que nos rodea y de la cual nos damos cuenta permanentemente, debiera ayudarnos a buscar una relación más profunda con nuestro Dios. Los santos nos llevan en esto la delantera justamente porque ante la experiencia de los “dioses muertos” reaccionan buscando una vida más intensa con su Creador.
Para darles un ejemplo, recuerdo ahora a Francisco de Borja Duque de Gandía y Grande de España, que en 1539 escoltó el cuerpo de la emperatriz Isabel de Portugal esposa de Carlos I°, de Toledo a su tumba definitiva en la capilla Real de Granada. Al llegar, Francisco abrió el féretro para dar fe del cuerpo muerto y entregarlo a los monjes que debían enterrarlo. En ese momento y al contemplar el descompuesto cuerpo de Isabel, Borja pronunció la frase «No puedo jurar que ésta sea la Emperatriz, pero sí juro que fue su cadáver el que aquí se puso». Tras esto, decidió «nunca más servir a un señor que se pueda morir».
Al tiempo, habiendo enviudado, ingresó a la Compañía de Jesús llegando a ser General de la Orden.
En definitiva Francisco llegó a la conclusión que el único servicio que no muere y permanece es el que se ofrece por sobre todo al mismo Creador y Señor nuestro. La experiencia de lo efímero le hizo comprender que la vida transcurre por otro camino, que no debía atarse a lo pasajero, sino mirar siempre aquello que permanece.
Por eso el llamado apremiante de hoy es ir al encuentro del Señor por medio de la conversión que implica siempre una respuesta.
El apóstol San Pablo dice del pueblo de Israel, que cuando se dirigía a la tierra prometida “todos comían el mismo alimento, todos bebían la misma agua que salía de la roca, que es Cristo, el agua espiritual”, sin embargo “no todos respondieron de la misma manera al Dios de la alianza, y por eso “quedaron tendidos en medio del desierto”.
Y sigue diciendo a los corintios: “Esto que sucedió en la antigua alianza aconteció simbólicamente para ejemplo nuestro a fin de que no nos dejemos arrastrar por los malos deseos como lo hicieron nuestros padres”, y “no nos rebelemos contra Dios como alguno de ellos por lo cual murieron víctimas del ángel exterminador” y todo esto es un anticipo de lo que vendrá. Esto nos tiene que servir de lección a los que vivimos en el tiempo final, por eso el que se siente muy seguro cuide de no caer”.
Lo afirmado por Pablo está en consonancia con lo dicho por Jesús en el evangelio de hoy al recordar que los aplastados por la torre de Siloé no eran los más pecadores de entre los habitantes de Jerusalén, por lo que no cabe unir muerte trágica con pecado.
El Señor advierte sobre esa confusión y continúa afirmando que “si no se convierten todos acabarán de la misma manera”, ya que la muerte se convierte en una tragedia toda vez que el cristiano no está preparado para encontrarse con su Dios, y no por la forma en que uno muere.
Por eso Jesús reclama la conversión. Si bien muestra por un lado la misericordia y paciencia de Dios en la parábola de la higuera, sigue su insistente llamado para que nos abramos a su gracia.
La higuera es figura del pueblo de Israel, que como no dio frutos mereció que se le quitaran los dones y fueran entregados a la Iglesia, pero exigiendo también a la misma, el hecho de dar rendimientos en abundancia.
En definitiva, nos da tiempo y espera pacientemente nuestra conversión para no cortarnos de raíz.
Por eso es importante buscar a este Dios, “al Yo soy el que soy”, al Dios viviente, entrar en su santidad para vivir ese pacto de amor, actualizado por Jesús a través de su paso de la muerte redentora a la resurrección gloriosa.
Meditando en estos pensamientos pidamos fervorosamente al Dios de las misericordias que sea Él quien ocupe el primer lugar en nosotros.
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Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la vera Cruz, Argentina. Homilía en el III ° domingo de Cuaresma, ciclo “C”. Textos bíblicos: Éxodo 3,1-8.13-15; I Cor. 10,1-6.10-12; Lc. 13,1-9.- 07 de Marzo de 2010.
ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com/tomasmoro.- gjsanignaciodeloyola.blogspot.com.-
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