Acabamos de cantar en el salmo responsorial “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Salmo 21). Palabras del Señor que atraviesan la historia humana desde el momento de la Cruz. Reproduce el sentimiento de abandono de Jesús en la cruz, pero también la experiencia de abandono de cada hombre a lo largo de la historia.
Jesús experimentó el abandono de quienes estaban cerca de Él durante su ministerio público, abandonado por aquellos que habían recibido el don de la curación de sus dolencias, abandono de sus apóstoles con la excepción de Juan y su madre que con algunas mujeres lo acompañaron al pie de la cruz, abandono de los que lo habían aclamado como rey un día como hoy en su entrada a Jerusalén y pidieron su muerte el viernes santo.
En el relato de la pasión escuchamos como signo de este abandono el grito inmisericorde de “¡crucifícalo!, crucifícalo” que se repite con vehemencia cada vez que Pilato esgrime alguna razón para liberarlo, especialmente diciendo que no ha cometido ningún delito.
El poder del maligno por medio de sus servidores incondicionales se desata con la permisión divina, -motivo más para sentirse abandonado-, en ese grito cuasi salvaje, sediento de venganza, cebándose en la inocencia del Salvador que, -como sucediera con el profeta Jeremías (cap. 20,10)-, resulta una afrenta continua a la maldad de una sociedad –que como la nuestra-, está sumida en el pecado de la infidelidad a Dios.
La injusticia de la crucifixión de quien es el inocente máximo es un anticipo de todas las injusticias que se cometieron en el pasado, se suceden en el presente y se realizarán a lo largo de la historia humana.
Porque no sólo Jesús debe ser atravesado en la cruz, ya que su presencia es un desafío ante la maldad humana, sino que todo lo que signifique o anuncie a Dios en el mundo debe ser crucificado, aniquilado o excluido porque su sola vista es un reproche continuo a tanta maldad y perversión.
He aquí que el abandono se orienta también al mismo hombre y hacia él se dirige con renovado odio este grito de “¡Crucifícale!”, proferido por personas o turbas que quieren vivir lejos de su Creador.
Y así con frecuencia comprobamos que crucifican a sus hermanos aquellos funcionarios y jueces inicuos que deciden o aprueban, interpretando la ley según su corazón torcido, la muerte de los niños no nacidos porque no son capaces de soportar –como Pilato- las presiones de las ideologías en curso. Y así, temen más el “escrache social” que el juicio inapelable de Dios ante quien han de dar cuenta algún día, acompañados por el testimonio acusador de los que silenciaron con la muerte.
Crucifican a sus hermanos los que manejan los resortes de la economía a su antojo y, para quienes el hombre no es más que un eslabón que sirve si se incrementan las ganancias, y que muchas veces se ven privados por la mezquindad de los poderosos de lo que provee a su dignidad.
Crucifican al prójimo los que trafican con la droga, el sexo o la violencia, pensando sólo en el propio enriquecimiento o placer.
Crucificamos a quienes nos han sido confiados, o nos constituimos en piedra de tropiezo de los que tienen fe, cuando como sacerdotes o guías religiosos, no vivimos el ejemplo de Cristo, el Buen Pastor, e impedimos a otros encontrar y seguir el camino de la santidad evangélica.
Crucifican a los ciudadanos sumiéndolos en la pobreza, los gobernantes que con la mala administración, el despilfarro o el favoritismo, dilapidan los dineros públicos.
Los crucificados por la falta de vivienda digna, por carecer de trabajo o desatendidos en su salud, van incrementándose día a día.
Los crucificados por la sociedad porque están enfermos, son débiles o son estimados inútiles por una humanidad de la opulencia, son descartados cada vez con mayor rapidez por una mentalidad que huye del dolor.
Cristo sigue siendo injustamente condenado, cuando con testigos falsos, pruebas fabricadas y odio visceral se aplica una justicia sesgada por la imparcialidad y la ideología de la venganza.
Y así podríamos seguir con esta dolorosa letanía que señala desde el tiempo del crucificado hasta nuestros días la permanente vigencia del sentimiento de abandono de un Dios que nos ha dicho siempre que está con nosotros.
Y el Creador sigue estando presente en nuestra historia dolorosa aunque nuestra duda cotidiana nos hace clamar como uno de los ladrones mirando al crucificado “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”.
En medio del supuesto abandono de Dios, sumergidos en las injusticias de este mundo tenebroso, surgen de nuestros labios las palabras confiadas del profeta Jeremías (cap. 20,11): “Pero Yahvé está conmigo, él, mi poderoso defensor; los que me persiguen no me vencerán. Caerán ellos y tendrán la vergüenza de su fracaso, y su humillación no se olvidará jamás”.
El estar crucificado es para Jesús el mayor de los servicios, ya que nos confiere la realeza que el Padre le concedió, si como los discípulos somos capaces de estar siempre con Él en medio de las pruebas.
Por lo tanto inversamente a lo que piensa y vive el mundo, el abandono de la crucifixión es siempre causa de fecundidad espiritual.
Así repercutió en el buen ladrón, cuando la injusticia patente y sufrida por el crucificado le hace exclamar “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”, con la consiguiente respuesta del Maestro: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
La ignominia y soledad de la cruz objeto de insultos, se transforma en salvación después de la muerte del Señor. Y así el centurión “vio lo que había pasado, alabó a Dios, exclamando: Realmente este hombre era un justo”. Vio el abandono de Jesús, vio el escarnio que sufría, vio cómo la divinidad se escondía, pero vio también la salvación que se ofrecía.
La multitud misma que había vociferado pidiendo la muerte del Señor, se había reunido al pie de la cruz “para contemplar el espectáculo. Al ver lo sucedido, regresaba golpeándose el pecho”. De la incredulidad y furia reclamando la muerte, pasan a la compunción del corazón y al dolor, al tomar conciencia de su complicidad ante tanto mal.
Esta descripción que la Pasión de nuestro Señor Jesucristo según San Lucas (22,14-23,56) realiza sobre los distintos protagonistas de los hechos, nos ayuda a tener siempre la esperanza que la gracia de la cruz es tan grande y eficaz que es capaz de cambiar los corazones más endurecidos.
El abandono y la crucifixión soportada por cada hombre en este mundo, como lo sufriera Cristo, no resultan inútiles, si por la misma misericordia del Hijo de Dios sus opresores son capaces de abrirse a la gracia, piden perdón y se encuentran con la verdad y la luz que provienen de Él.
Al levantar los ramos de olivos hoy, aclamamos a Cristo como rey y Señor nuestro, comprometiéndonos a mantener viva a lo largo del año esta aclamación. Aunque nos sintamos muchas veces abandonados y crucificados por nuestro prójimo, o quizás olvidados de Dios, -en la hora de las tinieblas-, no perdamos la esperanza y seguridad que nos viene del Salvador que está presente siempre en nuestras vidas.
Recorramos durante esta semana el camino de la Cruz, con Jesús, experimentando lo que Él vivió, para encontrar en su resurrección la meta de esta senda liberadora del dolor y la soledad.
Pidamos fervorosamente al Cristo crucificado que esta semana –especialmente el nuevo viernes santo- la gracia que proviene de su sacrificio convierta los corazones alejados por el pecado. De esta manera podremos construir una sociedad nueva en la que los brazos de la cruz nos unirán a todos entre sí y con nuestro Padre que respondiendo al “perdónalos, porque no saben lo que hacen” nos trata siempre con misericordia.
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“La crucifixión”, detalle de la sillería de la catedral de Jaén, España.
Jesús experimentó el abandono de quienes estaban cerca de Él durante su ministerio público, abandonado por aquellos que habían recibido el don de la curación de sus dolencias, abandono de sus apóstoles con la excepción de Juan y su madre que con algunas mujeres lo acompañaron al pie de la cruz, abandono de los que lo habían aclamado como rey un día como hoy en su entrada a Jerusalén y pidieron su muerte el viernes santo.
En el relato de la pasión escuchamos como signo de este abandono el grito inmisericorde de “¡crucifícalo!, crucifícalo” que se repite con vehemencia cada vez que Pilato esgrime alguna razón para liberarlo, especialmente diciendo que no ha cometido ningún delito.
El poder del maligno por medio de sus servidores incondicionales se desata con la permisión divina, -motivo más para sentirse abandonado-, en ese grito cuasi salvaje, sediento de venganza, cebándose en la inocencia del Salvador que, -como sucediera con el profeta Jeremías (cap. 20,10)-, resulta una afrenta continua a la maldad de una sociedad –que como la nuestra-, está sumida en el pecado de la infidelidad a Dios.
La injusticia de la crucifixión de quien es el inocente máximo es un anticipo de todas las injusticias que se cometieron en el pasado, se suceden en el presente y se realizarán a lo largo de la historia humana.
Porque no sólo Jesús debe ser atravesado en la cruz, ya que su presencia es un desafío ante la maldad humana, sino que todo lo que signifique o anuncie a Dios en el mundo debe ser crucificado, aniquilado o excluido porque su sola vista es un reproche continuo a tanta maldad y perversión.
He aquí que el abandono se orienta también al mismo hombre y hacia él se dirige con renovado odio este grito de “¡Crucifícale!”, proferido por personas o turbas que quieren vivir lejos de su Creador.
Y así con frecuencia comprobamos que crucifican a sus hermanos aquellos funcionarios y jueces inicuos que deciden o aprueban, interpretando la ley según su corazón torcido, la muerte de los niños no nacidos porque no son capaces de soportar –como Pilato- las presiones de las ideologías en curso. Y así, temen más el “escrache social” que el juicio inapelable de Dios ante quien han de dar cuenta algún día, acompañados por el testimonio acusador de los que silenciaron con la muerte.
Crucifican a sus hermanos los que manejan los resortes de la economía a su antojo y, para quienes el hombre no es más que un eslabón que sirve si se incrementan las ganancias, y que muchas veces se ven privados por la mezquindad de los poderosos de lo que provee a su dignidad.
Crucifican al prójimo los que trafican con la droga, el sexo o la violencia, pensando sólo en el propio enriquecimiento o placer.
Crucificamos a quienes nos han sido confiados, o nos constituimos en piedra de tropiezo de los que tienen fe, cuando como sacerdotes o guías religiosos, no vivimos el ejemplo de Cristo, el Buen Pastor, e impedimos a otros encontrar y seguir el camino de la santidad evangélica.
Crucifican a los ciudadanos sumiéndolos en la pobreza, los gobernantes que con la mala administración, el despilfarro o el favoritismo, dilapidan los dineros públicos.
Los crucificados por la falta de vivienda digna, por carecer de trabajo o desatendidos en su salud, van incrementándose día a día.
Los crucificados por la sociedad porque están enfermos, son débiles o son estimados inútiles por una humanidad de la opulencia, son descartados cada vez con mayor rapidez por una mentalidad que huye del dolor.
Cristo sigue siendo injustamente condenado, cuando con testigos falsos, pruebas fabricadas y odio visceral se aplica una justicia sesgada por la imparcialidad y la ideología de la venganza.
Y así podríamos seguir con esta dolorosa letanía que señala desde el tiempo del crucificado hasta nuestros días la permanente vigencia del sentimiento de abandono de un Dios que nos ha dicho siempre que está con nosotros.
Y el Creador sigue estando presente en nuestra historia dolorosa aunque nuestra duda cotidiana nos hace clamar como uno de los ladrones mirando al crucificado “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”.
En medio del supuesto abandono de Dios, sumergidos en las injusticias de este mundo tenebroso, surgen de nuestros labios las palabras confiadas del profeta Jeremías (cap. 20,11): “Pero Yahvé está conmigo, él, mi poderoso defensor; los que me persiguen no me vencerán. Caerán ellos y tendrán la vergüenza de su fracaso, y su humillación no se olvidará jamás”.
El estar crucificado es para Jesús el mayor de los servicios, ya que nos confiere la realeza que el Padre le concedió, si como los discípulos somos capaces de estar siempre con Él en medio de las pruebas.
Por lo tanto inversamente a lo que piensa y vive el mundo, el abandono de la crucifixión es siempre causa de fecundidad espiritual.
Así repercutió en el buen ladrón, cuando la injusticia patente y sufrida por el crucificado le hace exclamar “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”, con la consiguiente respuesta del Maestro: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
La ignominia y soledad de la cruz objeto de insultos, se transforma en salvación después de la muerte del Señor. Y así el centurión “vio lo que había pasado, alabó a Dios, exclamando: Realmente este hombre era un justo”. Vio el abandono de Jesús, vio el escarnio que sufría, vio cómo la divinidad se escondía, pero vio también la salvación que se ofrecía.
La multitud misma que había vociferado pidiendo la muerte del Señor, se había reunido al pie de la cruz “para contemplar el espectáculo. Al ver lo sucedido, regresaba golpeándose el pecho”. De la incredulidad y furia reclamando la muerte, pasan a la compunción del corazón y al dolor, al tomar conciencia de su complicidad ante tanto mal.
Esta descripción que la Pasión de nuestro Señor Jesucristo según San Lucas (22,14-23,56) realiza sobre los distintos protagonistas de los hechos, nos ayuda a tener siempre la esperanza que la gracia de la cruz es tan grande y eficaz que es capaz de cambiar los corazones más endurecidos.
El abandono y la crucifixión soportada por cada hombre en este mundo, como lo sufriera Cristo, no resultan inútiles, si por la misma misericordia del Hijo de Dios sus opresores son capaces de abrirse a la gracia, piden perdón y se encuentran con la verdad y la luz que provienen de Él.
Al levantar los ramos de olivos hoy, aclamamos a Cristo como rey y Señor nuestro, comprometiéndonos a mantener viva a lo largo del año esta aclamación. Aunque nos sintamos muchas veces abandonados y crucificados por nuestro prójimo, o quizás olvidados de Dios, -en la hora de las tinieblas-, no perdamos la esperanza y seguridad que nos viene del Salvador que está presente siempre en nuestras vidas.
Recorramos durante esta semana el camino de la Cruz, con Jesús, experimentando lo que Él vivió, para encontrar en su resurrección la meta de esta senda liberadora del dolor y la soledad.
Pidamos fervorosamente al Cristo crucificado que esta semana –especialmente el nuevo viernes santo- la gracia que proviene de su sacrificio convierta los corazones alejados por el pecado. De esta manera podremos construir una sociedad nueva en la que los brazos de la cruz nos unirán a todos entre sí y con nuestro Padre que respondiendo al “perdónalos, porque no saben lo que hacen” nos trata siempre con misericordia.
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“La crucifixión”, detalle de la sillería de la catedral de Jaén, España.
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Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la Parroquia San Juan Bautista de Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo de Ramos de la Pasión del Señor. Ciclo “C”. 28 de marzo de 2010.
ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro; http://gjsanignaciodeloyola.blogspot.com.-
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