Cantábamos en el salmo responsorial, “Aquí estoy Señor dispuesto a todo, a cumplir tu voluntad”. Es una respuesta muy a tono con el texto de Isaías (49,3.5-6) que acabamos de escuchar. El profeta nos anunciaba cuál habría de ser la misión del Mesías. Por disposición del Padre debía unir a las doce tribus de Israel. Pero añade que es demasiado poco que sea servidor sólo para unir al pueblo elegido, de allí que continúe afirmando “Te hago luz de todas las naciones” recordándonos el texto, también de Isaías, que proclamamos en el día de Navidad “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz” (9,2).
La misión del elegido, por lo tanto, será la de unir a todos los hombres del mundo iluminándolos con su luz, manifestándoles su divinidad, para ingresar en la plenitud de la Verdad que otorga sentido nuevo a la vida de cada uno.
Juan Bautista, en el texto del evangelio (Jn. 1, 29-34) que hemos proclamado, nos presenta claramente la persona de Jesús. Es el precursor, el enviado a preparar los corazones para que sean receptivos de la salvación traída por Él. Su anuncio se escucha claramente testimoniando que “este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”.
Los discípulos de Juan que estaban presentes dejan todo para seguirlo a Jesús. Es tan atrayente la persona y enseñanza del Mesías, que estos hombres dejan a su maestro, Juan, que los había preparado para encontrarse con Jesús, para constituirse casi desde ese momento en sus apóstoles y, continuar de ese modo en el futuro, su obra en este mundo.
Perciben ellos que Cristo es el ungido por el Espíritu del Padre, de una manera permanente, para realizar en plenitud su misión entre nosotros.
Ser Cordero de Dios significa ser puente entre la muerte y la Vida, como el sacrificio del cordero significó en Egipto que el pueblo judío pasara de la muerte a la vida. El Cordero de Dios levantado en alto en la Cruz, vuelve a elevarse en cada misa por las manos del sacerdote anunciando que por el misterio pascual transitamos de la muerte del pecado a la vida de la gracia.
Jesús viene a quitar el pecado del mundo, el que nos abruma cada vez más en nuestros días. Sentimos nuestra impotencia para erradicar tanto mal a nuestro alrededor. No sabemos cómo superar el sentimiento de asfixia ante tanta maldad que palpamos en el mundo que nos ha tocado vivir.
Ante esta vivencia diaria sigue resonando la afirmación de Juan que debiera aquietar nuestro espíritu: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.
O sea, si quieres cambiar el mundo entrégate al Señor, vive a fondo sus enseñanzas y de esa manera cambiarás el mundo.
La liturgia de este domingo nos trae un ejemplo concreto vivido por las comunidades cristianas en sus orígenes (I Cor. 1, 1-3).
Precisamente la segunda lectura proclamada nos habla de la experiencia vivida por la Iglesia peregrina en Corinto en la época de san Pablo.
Dice justamente “Pablo llamado ser apóstol de Jesucristo, y Sóstenes hermano nuestro, saludan a la Iglesia de Dios que reside en Corinto”.
Se trataba de una comunidad pequeña de bautizados que se esforzaban día a día por imitar a Cristo y dar testimonio de Él.
Y no les resultaba fácil hacerlo ya que Corinto como muchas ciudades de nuestros días, era un centro de corrupción, donde anidaban todos los vicios. Sólo interesaba vivir el momento, la sociedad de consumo y la búsqueda del placer de todo tipo, estaban al orden del día.
A diferencia de nuestra sociedad actual, los habitantes de Corinto eran paganos que recién comenzaban a recibir el mensaje de Jesucristo, mientras que nosotros, en occidente por lo menos, nacidos en una cultura cristiana, poco a poco nos hemos asimilado a una concepción de vida que prescinde de la fe y del mensaje de Jesucristo. Aunque se lo conozca a Cristo, al menos vagamente, no hemos asimilado en nuestra forma de pensar y vivir su persona y su vida.
Sin embargo, hay que reconocerlo, al igual que en la antigüedad, también en nuestros días existen pequeñas comunidades o “resto de Israel” –como lo menciona el Antiguo testamento-, que buscan conocer y seguir al Señor.
Nosotros mismos que cada domingo nos congregamos en la Iglesia para celebrar al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, pertenecemos a esos pequeños rebaños que quieren desterrar con la gracia de Jesús, los pecados y miserias que muchas veces nos abruman.
Santificados por el bautismo los cristianos de Corinto han sido “llamados a ser santos” afirma Pablo. Más de uno habrá quedado perplejo, como nosotros también hoy, con este imperativo de ¡ser santos! En medio de tantas dificultades y tentaciones que buscan absorbernos, en el centro de tantos incentivos que nos inclinan a abandonar a Cristo en forma permanente, la invitación a ser santos resulta sumamente difícil de asumir.
“Ser santos” es la vocación de ustedes –nos exhorta san Pablo- y, no están solos porque están llamados a ser santos junto con “todos aquellos que en cualquier parte invocan el nombre de Jesucristo Nuestro Señor, Señor de ellos y nuestro”.
De este modo san Pablo les advierte a los corintios que nos están solos, que también en Éfeso, en Tesalónica, en Roma, en Galacia, en Filipos, hay comunidades, pequeños rebaños, que se esmeran por ser fieles a Jesús.
Al igual que en Corinto, cristianos que habitan los diversos lugares del mundo son llamados a ser santos y responden sinceramente a esa vocación con fidelidad a pesar de sus miserias y limitaciones. No están solos, Dios es su fuerza, Cristo el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo los sostiene con su vida, ejemplo y enseñanzas.
Esta enseñanza de las comunidades originales nos fortalece a nosotros cristianos del siglo XXI. En efecto, aunque a menudo estamos con desánimo porque no sabemos cómo afrontar la realidad circundante que parece insuperable, contamos con la palabra del Señor “No están solos, han sido llamados a ser santos”.
¡A luchar entonces por este ideal que nos incorpora a la misma vida del Señor que viene a salvar de sus miserias y pecados al hombre de todos los tiempos, ya que es el Cordero de Dios por su muerte y resurrección!
Vayamos y transmitamos esta verdad con convencimiento y decisión sin preocuparnos acerca de cómo viven o nos ignoran los demás. Tratemos de llevarles el mensaje de salvación que hemos recibido o recemos por ellos pidiendo por su conversión cuando la respuesta es negativa.
Pidámosle al Señor nos bendiga para que tomando conciencia de que somos llamados a la intimidad con Jesús, podamos dar testimonio permanente de la renovación interior que nos otorgó el bautismo.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el II° domingo del tiempo Ordinario ciclo “A”. 16 de enero de 2011. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com.
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