13 de enero de 2011

“Recreados por el Señor de la Gracia somos enviados a evangelizar”


Las epifanías del Señor.
En este tiempo de Navidad que hoy concluimos, celebramos el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento que anunciaban a lo largo de los siglos, el nacimiento del Salvador. El día de Navidad contemplamos la manifestación de Jesús al pueblo elegido representado por los pastores que con crecida esperanza se prepararon para recibirlo.
En la persona de cada uno de los tres sabios de oriente, el Niño recién nacido se manifestó a los gentiles, en la fiesta de la Epifanía, indicando así una vez más el sentido último de la presencia en carne humana del Hijo de Dios.
En efecto, Jesús entra en la historia humana para liberar a todo hombre que viene a este mundo de la opresión del maligno y del pecado que desfigura la dignidad creatural.

La teofanía del bautismo y la misión de Jesús.
Hoy lo contemplamos a Jesús ya adulto, recibiendo el bautismo de Juan. Se enmarca esta fiesta en el espacio gozoso de la Navidad porque se trata de una teofanía –manifestación de Dios-, en la que se revela la intimidad divina, el misterio trinitario. Por otra parte con su bautismo de penitencia, comienza la misión personal de Cristo.
En efecto, mientras el Señor es bautizado, se escucha la voz del Padre que lo señala como su Hijo predilecto, mientras el Espíritu Santo lo unge para la misión entre los hombres, que consistirá en vivir en este mundo “haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con Él” (Hechos 10, 38).-
Jesús es bautizado no porque necesitara ser purificado, ya que es Dios, sino para darle al agua por la acción del Espíritu, el poder purificador del sacramento que Él instituiría y, del que era preparación el bautismo de conversión que realizaba Juan. Constituye –dijimos- además el comienzo de su actividad pública como el Siervo de Yahvé que anunciaba el profeta Isaías.
Ya en el Antiguo Testamento (Is. 42, 1-4.6-7) se perfila la figura del Mesías, que vendría con sencillez, humildad y mansedumbre, para rescatar al hombre de sus miserias ya que “No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pabilo vacilante no lo apagará”. Establecerá el derecho, o sea, la ley de Dios, la salvación, constituyéndose Él mismo en luz de las naciones para sacar a todos de la oscuridad, de las tinieblas en las que camina sumergido el hombre no redimido del pecado de los orígenes.

Elevados al orden sobrenatural
El bautismo del Señor inaugura para nosotros una existencia totalmente nueva ya que nos asegura la elevación a un orden superior, el de la gracia.
En efecto, nosotros nacemos a esta vida temporal poseedores de la naturaleza humana que nos identificará a lo largo de nuestra vida y nos diferenciará de todos los demás seres creados.
Pero por el sacramento del bautismo ingresamos al orden nuevo que Dios preparaba desde antiguo para nosotros, regalarnos el poder participar de su misma Vida.
El agua y el Espíritu no sólo nos libran del pecado original y de todo pecado, sino que nos hace nuevas creaturas por el don de la gracia.
Al ser elevados inmerecidamente a un nuevo “orden”, el “sobrenatural”, nos convertimos en hijos de Dios y herederos de su gloria.
Desde ese momento en el que somos bautizados, estamos llamados por lo tanto, a vivir siempre como hijos de Dios, a ser y obrar como personas “agradables” a Dios. Es por eso que San Pablo, por ejemplo, en diversas oportunidades nos interpela a vivir santamente ya que fuimos rescatados no con oro o plata, sino con la sangre del Cordero.
A raíz de esto, no es de admirar que cada vez que caemos en el pecado percibamos en nuestro interior un peso que nos oprime, que nos hace sentir “extraños”, al descender del orden de la gracia.
En realidad, por el nuevo “orden sobrenatural” que recibimos por el bautismo, ya no podremos separarnos impunemente de una orientación existencial diferente, la de la vida de la gracia. Es decir, que a no ser que el hombre esté endurecido en su conciencia, nunca sentirá paz cuando se aparte de su Creador.
Junto a esta nueva realidad existencial del hombre y que marca todos nuestros actos, nos descubrimos llamados para la misión.

La misión en el cristiano.
Así como la experiencia de Jesús en el Jordán significó su comienzo evangelizador, el bautismo que recibimos nos convoca a dirigirnos siempre al encuentro del hombre de hoy para llevarle la presencia de Jesús.
Concretamente es oportuno recordar aquello que ya enseñaba el Concilio Vaticano II respecto a que en muchos ámbitos de la vida social la iglesia no estaría presente si no fuera por los laicos. Los bautizados hacen presente a Cristo y a la Iglesia en el matrimonio, la familia, la política, lo social, la economía y todos los demás campos de la existencia humana temporal.
Hoy más que nunca urge esta presencia de los bautizados en un mundo que cada vez más renuncia de su Creador y de la Verdad.
La misión y acción de los laicos en la Iglesia o en el mundo se transforman así, no sólo en un imperativo necesario, sino también en el cauce verdadero para la perfección del creyente.
Pensemos en nuestra inserción concreta en la vida de la Iglesia y, en lo mucho que como laicos pueden ustedes realizar poniendo al servicio de Dios y de los hermanos los dones que cada uno ha recibido de la misericordia de Dios.
Pidamos la gracia que no nos venza nunca la pereza, sino que nos impulse la generosidad de dar de nosotros lo mejor para el bien de la Iglesia toda.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Fiesta del Bautismo del Señor. Ciclo “A”. 09 de enero de 2011. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com.



No hay comentarios: