8 de enero de 2011

“De la humanidad visible a la divinidad manifiesta”.

El día de Navidad hemos contemplado al Niño recién nacido. Lo hemos percibido en su humanidad, si bien es cierto que desde la fe creemos que es el Hijo de Dios hecho hombre en el seno de María su Madre. Quedamos deslumbrados porque la omnipotencia y grandeza de Dios aparecieron entre nosotros en la pequeñez de un Niño recién nacido. Creyendo que es el enviado del Padre, el anunciado por los profetas y la Luz del mundo y de los hombres, podemos afirmar, con todo, que ese día la divinidad se esconde.
Este domingo, en cambio, la liturgia nos lleva a considerar cómo la divinidad se manifiesta.
El despliegue de la intimidad de Dios se realiza ante nosotros, porque Él quiso darse a conocer, haciéndose hombre, ya que nuestra inteligencia creada, limitada a lo creatural, no puede entenderlo sino al modo humano.
En el Antiguo Testamento aparecen vestigios de la presencia de la divinidad a través de su Sabiduría (Eclo 24,1-4.12-16), que se elogia a sí misma, que ha sido creada, siendo el Creador quien puso su morada entre los hombres diciéndole “levanta tu carpa Jacob y fija tu herencia en Israel”.
A la luz del Evangelio (Juan 1,1-18) la referencia se dirige a la presencia del Hijo de Dios en este mundo. Así lo afirma Juan en el prólogo que proclamamos, “y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”.
Si bien el libro del Eclesiástico dice que la Sabiduría fue creada, a la luz de la Revelación sabemos que es engendrada, de la misma naturaleza del Padre y del Espíritu Santo, que ingresa a nuestra historia a través de la Encarnación, pero que sigue siendo la “Palabra” eternamente preexistente: “Al principio existía la Palabra”.
Esta Palabra es comunicación e imagen del Padre, como nosotros nos manifestamos a través de la palabra humana, pero en la intimidad de Dios, es Persona divina.
El apóstol san Juan, iluminado por Dios, va desplegando la intimidad de la Palabra o Hijo de Dios refiriéndose a su existencia desde el principio, que por Él fueron hechas todas las cosas, que nada sin Él se hizo, que es la Luz verdadera que ilumina a todo hombre, para que podamos conocer, aunque imperfectamente, la intimidad divina.
El Hijo de Dios es la Vida porque nos la da en carne humana cada vez que alguien ingresa a la historia de lo temporal, pero también porque nos da la participada Vida divina, razón de ser de su presencia entre nosotros, llamados por este hecho hijos de Dios.
El tiempo de Navidad que estamos celebrando al mostrarnos la intimidad de Dios, nos muestra también la nuestra.
Como el Hijo está unido al Padre, también nosotros, como lo afirma San Pablo (Ef. 1,3-6.15-18) en la segunda lectura, estamos convocados a custodiar cada día más la unión con el Creador ya que “fuimos predestinados” a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo. Y en esta filiación, en la medida que respondamos a ella con una vida acorde a lo que somos, damos gloria permanente a Dios.
Pero, además, la Palabra de Dios nos muestra la grandeza del mismo hombre, cobrando relieve lo afirmado por Gaudium et Spes: "En realidad, el misterio del hombre no se ilumina de veras más que en el misterio del Verbo encarnado" (Conc. Vaticano II° n. 22).
Por eso no llama la atención que desde la muerte de Dios proclamada por Nietzsche, la cultura haya pretendido eliminarlo de la vida del hombre, destruyendo al mismo ser humano.
El espíritu del mal está siempre trabajando para ello con nuevas y sutiles argucias. Expulsado Dios de la vida personal y de la sociedad, el hombre se dirige hacia su destrucción y no es reconocido por lo que es desde el principio: imagen y semejanza de Dios.
Por eso se repiten sin pausa distintos atentados contra la dignidad humana. Jamás se habló tanto de los derechos humanos como en nuestros días, y sin embargo nunca se han vulnerado tanto como en la actualidad. Desconocidos los derechos del hombre se cae en la omisión de reclamar los correlativos deberes, cuyo cumplimiento enaltecen su dignidad primigenia.
El ser humano es arrinconado, -basta con lo que nos presentan los medios, por ejemplo-, por la violencia, el odio, la discordia, la estupidez, la oprobiosa chabacanería y exasperante frivolidad, en fin, por el desinterés de quienes deben velar por su reconocimiento real como personas.
Esta proliferación de tanta vulgaridad que desdibuja al hombre en su ser elevado al orden sobrenatural, nos debe conducir desde la fe a añorar su exaltación, ya en su dignidad, ya en el reconocimiento de su grandeza, porque en el designio divino no tiene cabida lo que lo destituye de su vocación originaria a participar de la divinidad, por que “la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”.
Y esto toca no sólo la consideración que tenemos de los demás como personas, sino también en la planificación que se realiza en el mundo de la política, de la economía, de lo social, familiar y hasta religioso.
Si desde la economía se tiene en cuenta que el hombre es hijo de Dios, llamado a la vocación divina, esta se coloca al servicio del hombre.
Si el hombre es reconocido en su dignidad en la vida política, se harán permanentes esfuerzos por trabajar por el bien común, sin la búsqueda egoísta de cargos, motivada por la obsesión de acumular dinero fruto del expolio del pueblo a través de los negocios de los favoritos, vaciando las riquezas de la Patria, patrimonio de ésta y de las generaciones futuras.
Conceder subsidios o planes sociales –que en algún momento y excepcionalmente pueden servir para mitigar la pobreza-, que se utilizan para esclavizar a los ciudadanos, o para la compra de futuros votos “cautivos”, se denigra a la persona humana y se contraría gravemente la voluntad del Creador que distribuye con abundancia los dones que todo hombre necesita.
Cuando no se estimula la cultura del trabajo creando las fuentes necesarias que lo provean, y en cambio se fogonea la cultura de la vagancia, se denigra a la persona en su dignidad.
Sabemos por experiencia que la persona que trabaja poniendo al servicio de los demás sus propias potencialidades, aumenta en el conocimiento de su propia dignidad, come el pan que honestamente ha ganado, se posee libre, sin depender de los tiranos de turno ni de sus propios caprichos personales originados en la ociosidad constante.
El que trabaja en todo caso defiende su derecho cuando es conculcado, el ocioso, en cambio, se convence que todo lo debe recibir de arriba y que el otro debe estar sujeto a sus caprichos. La verdadera política de Estado consiste en buscar la creación de fuentes de trabajo para el bien de todos.
No se soluciona el problema de los okupas dándoles dinero para que abandonen los predios usurpados, incentivándolos para que lo vuelvan a hacer cuando se queden sin lo que regaladamente consiguieron, sino llevando a cabo políticas que ofrezcan vivienda a quienes no la tienen con facilidades de pago para obtenerlas, pero exigiendo el cumplimiento de esta obligación para que no se transforme en una dádiva más.
La impunidad de la delincuencia, el flagelo de la droga, el derrumbe de la familia, la promoción del juego y tantas otras situaciones, van desdibujando la dignidad del hombre, haciendo que se constituya cada uno en lobo de sus propios hermanos en lugar de vivir todos reconocidos como hijos de Dios.
El tiempo de Navidad que estamos viviendo es una oportunidad renovada para reflexionar sobre lo que somos cada uno desde el momento en que la Palabra del Padre asume nuestra carne mortal para divinizarnos.
Convencidos de nuestra especial identidad creatural, hemos de vivir como hijos de Dios dedicándonos además a enaltecer a nuestros hermanos.
Si todos y cada uno de nosotros descubre lo que es y vive de acuerdo a ello, la vida humana sería totalmente diferente en el mundo.
Sintámonos profundamente felices de pertenecer incluso a la Iglesia Católica. No olvidemos que si tanto se la ha combatido en el decurso de los tiempos, es porque ella, fiel al Verbo Encarnado, no ha dejado nunca de iluminarnos con esta luz que proviene del que ha venido a salvarnos.
Ante el Niño de Belén que desde el pesebre nos descubre su divinidad, prometamos defender lo que somos y a vivirlo con el gozo propio de los hijos en el Hijo Único del Padre.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el II° domingo de Navidad ciclo “A”. 02 de enero de 2011. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com.


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