5 de mayo de 2011

“En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe”

Pedíamos a Dios Padre en la primera oración de esta misa que, acrecentando en nosotros la Fe por la celebración de Cristo resucitado, podamos comprender mejor el bautismo que nos ha purificado, el Espíritu que nos ha hecho renacer y la sangre que nos ha redimido.
Se trata de implorar este don fundamental de la fe que no es un bien accidental en el hombre, sino lo que da sentido pleno a su existencia.
Por la fe, el cristiano se vuelve creativo no sólo en su relación con Dios sino también en su trato con los demás. Por eso el mismo Jesús nos dice en el evangelio respondiéndole a Tomás “en adelante no seas incrédulo sino hombre de fe”. Y también, directamente a nosotros, “felices los que creen sin haber visto”. Hemos de esperar, por lo tanto, que la resurrección del Señor haga cesar nuestras dudas y transitemos una vida marcada profundamente por la fe.
Esta vida de fe, como decíamos, debe tener su ingerencia en la vida personal y en la comunitaria de cada bautizado, haciéndonos creativos, tal como se conoce respecto a las primeras comunidades cristianas.
El libro de los Hechos de los Apóstoles (2, 42-47) nos describe el espíritu que reinaba en las comunidades cristianas de la primitiva vida eclesial.
La fe en Cristo resucitado era tan firme que crecían delante de Dios y de los hombres con hechos concretos, logrando el aprecio de los paganos admirados siempre por el ejemplo que manifestaban permanentemente.
El texto menciona cuatro características propias –al menos- de aquellas comunidades y, que sirven de modelo a imitar por los fieles de todos los tiempos para poseer la vida verdadera y crecer en el espíritu del resucitado.
La primera recuerda que “todos se reunían asiduamente para escuchar las enseñanzas de los apóstoles”. Es decir, que los cristianos se congregaban para escuchar la Palabra de Dios y las enseñanzas de aquellos que habían compartido su vida con Cristo y tuvieron la dicha de verlo resucitado.
La segunda característica consistía “en que participaban de la vida en común”, observando como gesto concreto el poner al servicio de la comunidad y sus necesidades, a través de los apóstoles, el dinero obtenido por la venta de sus propiedades y bienes. Este gesto prolongaba la fe en Cristo resucitado. En efecto, si tanto se había acogido de Él, nada más y nada menos que la salvación, correspondía devolver en parte tanto bien recibido, con la entrega personal de sus vidas y de los bienes.
Si bien este modo de actuar tan radical no se mantuvo en el tiempo por las dificultades que implica, no deja de ser importante rescatar el espíritu que yace en lo profundo de la fe vivida en el principio.
En efecto, el cristiano que sabe que todo lo recibido es de Dios, está dispuesto a poner al servicio del mismo y de la comunidad, los dones, gracias y cualidades para que todos puedan participar. Es una manera concreta de sentirse cuerpo, Iglesia, donde cada uno tiene una misión distinta y necesitan mutuamente del otro para crecer como hijos de Dios.
Una tercera característica de las comunidades que describe los Hechos de los Apóstoles es que se reunían para compartir “la fracción del pan”.
Al igual que nosotros cada domingo, se sentían convocados por la fe en el resucitado, como hermanos, para dar gracias a Dios, -de allí el nombre de “eucaristía”-, para la fracción del pan.
Es en este encuentro donde Cristo se parte como pan de vida y se nos ofrece, si como cristianos estamos bien dispuestos, para nutrirnos y fortalecernos con el alimento de la vida eterna y así poder ir al mundo para cantar las maravillas que Dios hizo y realiza en nosotros.
Se congregaban también, en cuarto lugar, para la oración. No dejaban por lo tanto la comunicación con Dios que los ayudaba a prolongarla en el intercambio afable de dones entre los hermanos en la vida cotidiana.
¡Qué hermoso sería si nosotros como comunidad pudiéramos actualizar esta experiencia tan rica que nos viene de las primeras comunidades cristianas! La alegría de pertenecer a Cristo nos colmaría el corazón y nos sentiríamos dispuestos con nueva fuerza a llevarla a la sociedad en la que vivimos para tratar de contagiarla con la nueva presencia del resucitado. Siendo testimonio para otros de lo que significa vivir honestamente, con sencillez, a pesar de nuestras limitaciones, en un mundo que sólo vive de la apariencia, sería una invitación concreta a crecer como hijos de Dios.
Ese Dios que, por lo demás, sabe que somos pecadores y que por lo tanto nos ofrece su gracia ya que todo es perfectible en este mundo.
La herida dejada por el pecado de Adán no sólo afectaba a aquellas comunidades, sino también a nosotros; pero para el cristiano de todos los tiempos siempre será certeza el que contamos con la gracia de Dios para vencer los obstáculos que se presentan en la vida cotidiana. Y esto es así porque Cristo resucitado se manifiesta como el Dios de la misericordia. Precisamente hoy se celebra la fiesta de la Misericordia Divina y el texto del evangelio (Juan 20, 19-31) nos lo manifiesta de una manera plástica presentándonos a Jesús que le dice a los discípulos “Vayan, como el Padre me envió yo los envío a ustedes”. Sopló sobre ellos y les dijo “reciban el Espíritu Santo, los pecados serán perdonados a quienes ustedes se los perdonen, y serán retenidos a quienes ustedes se los retengan”.
También nosotros somos enviados hoy al mundo por Cristo Nuestro Señor para llevar este don de la misericordia, porque el Cristo de la Pascua que ha muerto por nosotros y nos ha redimido del pecado y de la muerte quiere seguir comunicándonos la vida divina, el don del perdón y de la misericordia, muy particularmente en el sacramento de la Reconciliación.
Esto nos permite crecer en la vida de fe que hemos iniciado en el bautismo y comunicar al mundo tantas veces agobiado por los pecados o porque se piensa que no hay más redención, o porque los pecados no serán perdonados, la esperanza que Dios en su misericordia nos transmite.
Tenemos un ejemplo peculiar en la persona del desde hoy beato Juan Pablo II que recorrió el mundo impulsado por las palabras de envío de Jesús, encontrándose con las diversas culturas de nuestra civilización y llevando a todos al Cristo de la Misericordia, promoviendo con perseverancia esta devoción que abre al mundo a una esperanza de vida nueva.
Precisamente el apóstol Pedro, en la segunda lectura proclamada (I Pedro, 1,3-9), nos dice “ustedes lo aman sin haberlo visto” –refiriéndose a Cristo- y “creyendo en Él sin verlo todavía, se alegran con un gozo indecible lleno de gloria, seguros de alcanzar el término de esta fe que es la salvación”. Juan Pablo II nos transmitió que para los hombres de este siglo, que no hemos conocido a Cristo con el conocimiento que exigía Tomás el mellizo, sigue siendo el Señor faro luminoso que convoca cada día a ser mejores hijos del Padre y hermanos de los demás, hasta llegar al término de la fe que es la salvación ya poseída en esperanza.
Pero hoy recordamos también a la figura de San José en su papel de obrero, que le da un sentido nuevo a la celebración del día del trabajo.
A través del trabajo de cada día estamos convocados desde los orígenes de la humanidad a ser partícipes de la obra de Dios Creador, promotores de desarrollo y bienestar para toda la humanidad.
El trabajo dignifica a la persona no sólo cuando por el mismo la persona alcanza los bienes necesarios para vivir honestamente, sino cuando también es un instrumento apto para poner al servicio de los demás la diversidad de dones que cada uno de nosotros ha recibido.
En el año de la Vida, el cristiano ha de sentirse convocado para dar testimonio en su misión en el mundo dando gloria a Dios con su trabajo y contribuyendo a la construcción de un mundo nuevo.
Atentos a esto pedimos en esta misa por quienes no tienen trabajo para que lo alcancen y con él su propia dignificación, para que quienes lo tienen no lo pierdan y para que quienes tienen la responsabilidad de fomentar y crear fuentes de trabajo dejen de distraerse en asuntos frívolos y procuren proveer aquello que es necesario para el bien de todos los ciudadanos.
Hoy, además, se recuerda a San Ricardo Pampuri, a quien esta comunidad parroquial le tiene particular aprecio. Italiano de nacimiento, murió a los 33 años de edad de tuberculosis en 1930 y fue canonizado por Juan Pablo II el 1° de noviembre de 1989. Se santificó siendo un médico ejemplar, dedicándose siempre al servicio de los demás con especial caridad, sin perder de vista que en el enfermo que atendía, servía al mismo Cristo enfermo y necesitado de consuelo. Supo transformar la propia profesión en misión de caridad, siendo un religioso –pertenecía desde 1927 a la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios- que se distinguió por su amor a la eucaristía y devoción a la Santísima Virgen María.
Pidamos a este santo que si Dios lo quiere nos veamos libres de los males del cuerpo para servirlo siempre con el espíritu alegre propio de los resucitados.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el II° domingo de PASCUA. Ciclo “A”. 01 de mayo de 2011. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com


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