13 de julio de 2011

“Recibiendo a Jesús, semilla del Padre, fructifiquemos el ciento por uno”

Jesús parte del ejemplo de lo que acontece en la vida diaria para llevarnos a través de comparaciones, las parábolas, al conocimiento del misterio del reino. Precisamente en el capítulo trece del evangelio según san Mateo encontramos a través de siete parábolas las características propias de esta vida nueva y de quienes la asumen, que viene de Dios y se inicia con Jesús.
 Comienzos del reino muy modestos que se expande misteriosamente más allá de las contradicciones y los fracasos aparentes.
En la parábola del sembrador se nos enseña que así como la tierra preparada fructifica la semilla que se arroja en ella en abundantes frutos y, alimenta con el pan de la abundancia la mesa de todos los hombres, así sucede con la semilla de la Palabra sembrada en el corazón bien dispuesto. Por el contrario, como la sequía convierte a la tierra en estéril, así de infecunda será la semilla de la Palabra arrojada en el corazón del hombre indiferente ante el abundante don divino.
Jesús aprovecha, en efecto, esa experiencia tan común y tan humana para dejarnos una enseñanza preciosa para nuestro crecimiento espiritual.
Él es el sembrador, la semilla es la palabra de Dios que manifiesta su intimidad y señala el camino para nuestra plena realización como hijos. Más aún, la semilla es el mismo Hijo de Dios que hecho hombre se introduce en nuestra humanidad –la tierra- para cambiar nuestra historia personal y la de toda persona de buena voluntad que se abre al misterio de Dios alejándose de la oscuridad del pecado y de una existencia sin rumbo. La tierra, el campo, es el corazón de cada hombre.
Este es el contexto de la parábola de la cual los discípulos mismos le dicen a Jesús “¿Por qué hablas en parábolas?” A lo que Jesús responde con el profeta Isaías quien afirma que el corazón de muchos está cerrado para recibir la palabra de Dios, oídos que no están prestando atención a la Palabra, ojos que miran sin ver, espíritus que están en otra cosa.
Por eso es que Jesús dice “A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino” porque están abiertos, disponibles para escuchar la Palabra, porque aunque no la entiendan totalmente tienen el deseo de escucharla, “en cambio a ellos no”, refiriéndose a quienes por no estar dispuestos a oír al Señor, se les clausura toda posibilidad de encontrarse con la verdad, “porque miran y no ven, oyen y no escuchan ni entienden”.
En la jerga cotidiana nosotros mismos decimos que no hay peor ciego que el que no quiere ver, ni peor sordo que quien no quiere oír, señalando así la mala disposición del corazón humano. Esto lo experimentamos no sólo en los demás, sino también en nosotros mismos que estamos ciegos para ver y sordos para oír. Queremos muchas veces estar ciegos y sordos para no comprometernos con la realidad que nos rodea, porque no queremos tener problemas. Nos hacemos los sordos ante la verdad ya que esta nos golpea duramente, nos incomoda. Y si encima de eso creemos que sabemos, entramos en un callejón sin salida, según aquello de que la soberbia sumada a la ignorancia engendra la necedad, es decir, la imposibilidad de “saber”, de conocer la verdad. El que cree que sabe, pero en realidad no sabe, en el sentido profundo del saber de la sabiduría y, que por lo tanto se cierra a la Palabra del Señor, cae en la necedad total.
Este es el planteo que hace Jesús explicando las distintas respuestas ante una misma acción, la de sembrar la verdad evangélica.
Sin embargo, en el relato observamos algo muy particular, diferente a lo que acontece comúnmente. En efecto, el que siembra lo hace en tierra preparada, o con aptitudes de producir frutos. A nadie se le ocurre sembrar sobre piedras, espinas o al borde del camino, malgastando la semilla.
Entonces, ¿por qué Cristo tira la semilla de su Palabra al voleo, sobre piedras, sobre espinas, al borde del camino, y también en tierra fértil? ¿Es que no sabe lo que hace? Nada de eso. Está manifestando la exhuberancia de los dones de Dios. Ese Dios rico en bienes espirituales que a manos llenas sale por el mundo, a derramar su gracia, su semilla de eternidad.
Y no interesa cuál ha de ser la respuesta inmediata. Ya en el Antiguo Testamento el pueblo elegido muchas veces hacía caso omiso a la Palabra de Dios, sin embargo, el profeta Isaías asegura que la Palabra, al igual que la lluvia caída en la tierra, no vuelve sin producir fruto (55, 10-11).
El mismo Jesús se encontrará con el fracaso de su predicación. No pensemos, por ejemplo, que la multitud que seguía a Cristo con frecuencia, estaba convencida de sus palabras y dispuesta a seguirlo. Lo seguían buscando un mesías político, o para conseguir alguna curación, o por curiosidad, y otros también por creer en su divinidad. Conocía que la respuesta no era totalmente favorable. Sin embargo, fue enviado por el Padre para rescatar al hombre de sus miserias.
Así lo recordaba la primera oración de esta misa en la que imploramos que la luz de la verdad de Dios ilumine “a los extraviados” es decir, a quienes han perdido el rumbo de la vida, “para que puedan volver al camino de la santidad” otorgando sentido nuevo a sus existencias.
Por eso es que Jesús entrega su Palabra, se entrega a sí mismo, a todos, a los que tienen el corazón endurecido como la piedra para convertirlo en uno de carne. Viene al encuentro de los corazones llenos de espinas, es decir, ahítos de placer, poder, riqueza, o cualquier cosa ajena a la propia salud del espíritu, para tratar de entrar de alguna manera. Quiere encontrarse con el que vive en la superficie de la vida, sin nunca ahondar en aquello que lo engrandece, para posibilitar que con su libertad movida por el don de la gracia, pueda entusiasmarse por aquello que le permite tomar conciencia de su dignidad como hijo de Dios y alejarse de las tentaciones que pretenden hacerlo sucumbir ante lo que lo denigra.
Por último esta Palabra produce fruto ya el treinta, el sesenta o el cien por ciento, indicando la diversidad en la entrega del corazón del hombre.
No olvidemos que en todas estas situaciones está en juego la gracia de Dios que se entrega al hombre e interpela su libertad, y por otro lado, el rechazo a la propuesta divina o, la aceptación en medidas diferentes.
En este segundo aspecto sucede que no siempre cedemos totalmente nuestra vida al Señor, sino que nos guardamos algo para nosotros, no haciendo plena y generosa la entrega misma de nuestro corazón.
Quizás en nuestro interior decimos no mato, no robo, vivo en comunión con Dios, pero me falta el darme a mí mismo, para lo que Señor me necesite o pueda darle y dar a los demás. O me falta encender el fuego interior de la caridad que me lleve al mundo para transmitir su Palabra.
A lo mejor pienso, ¿para qué preocuparse? La gente está en otra cosa, en medio de las espinas de una sociedad de consumo y egoísta, o con el corazón endurecido por la sola preocupación de sus intereses.
Ante esto, Jesús nos dice a cada uno de nosotros miembros de la Iglesia que tenemos que seguir tirando la semilla de la Palabra, evangelizando con la verdad, mostrando el camino de la verdadera felicidad. Que no importa dónde cae la semilla, sólo hay que arrojarla abundantemente, como todo don que viene de lo alto, aunque caiga en medio de la indiferencia del mundo, ya que siempre estará golpeando el corazón de todos y la gracia de Dios transformará con su potencia la poca disposición con que se encuentre el hombre como sucedió con san Pablo o san Agustín o los apóstoles.
Queridos hermanos, la Palabra de Dios nos interpela para mirar en nuestro interior y ver nuestra respuesta a tantos dones recibidos. Contemplemos a María, la Madre de Jesús. Aprendamos a responder como Ella con total entrega de nosotros mismos y demos fruto para la vida del mundo.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XV durante el año, ciclo A.- 10 de julio de 2011. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com








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