9 de noviembre de 2012

“El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará e iremos a él”, dice el Señor.

En la primera oración de esta misa que reúne aquello que queremos alcanzar de nuestro Señor, reconociendo su misericordia, pedíamos que ya que nos permite celebrar esta liturgia de alabanza, nos ayude también a caminar sin tropiezos hacia los bienes prometidos.
Reconocemos en esta oración que nuestra presencia en el templo para celebrar la Eucaristía, es fruto de la convocatoria de Dios y de la respuesta que hemos dado cada uno de nosotros. Hemos venido para celebrar el misterio del sacerdocio de Cristo por el que se ofrece al Padre por nosotros en la cruz, salvándonos del pecado y de la muerte como lo recuerda la carta a los Hebreos (7, 23-28). Caminar sin tropiezos, como pedíamos recién, significa vivir cada día con un amor más profundo a la persona de Jesús mientras nos dirigimos al encuentro del Padre como meta última que da sentido a nuestra existencia. Precisamente este domingo, como cada año litúrgico, -según las distintas versiones de los evangelistas sinópticos- proclamamos este texto del evangelio de Jesús que refiere a los mandamientos necesarios (Marcos 12, 28b-34), cuya observancia asegura nuestra pertenencia al Señor.
Este escriba pregunta acerca del primero de los mandamientos. No es una pregunta ociosa, ya que se habían acumulado tantas prescripciones legales agregadas a los mandamientos de Dios, que se había perdido la distinción entre lo importante y lo accesorio en la observancia de la ley de Dios.
Tomando como referencia el Deuteronomio (6,1-6), Jesús dirá “Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Y tú amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas”.
Se encuentra aquí la clave de la alianza entre Dios y el hombre. Sabe el judío creyente que la unión con su Creador será la causa principal de su alegría y felicidad aun en medio de las dificultades de la vida. De allí que tres veces al día rezará el famoso “Escucha Israel amarás al Señor tu Dios….Escucha Israel empéñate en cumplir sus mandamientos, escucha Israel y sé fiel a todo lo que el Señor te ha dado”.
Esta triple invocación permite que el judío creyente no se olvide del Dios verdadero, del de la alianza, de quien lo sacó de Egipto.
Y esto se hace tanto más necesario cuanto la tentación ha sido siempre la de dejar de lado al Dios verdadero para ir tras los pasos de los ídolos, de los dioses que son sólo simulacro y por lo tanto no pueden salvar al hombre, ni siquiera darle bienestar temporal.
El recordar que Él es el único Dios y no hay otro, nos permite desechar todo espejismo de seguridad que el mundo nos ofrece en nuestros días.
Pero, además, es necesario tener en cuenta que el amor a Dios se prolonga en el amor al prójimo “Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamientos más grandes que estos”. Ambas caras de un mismo amor se complementan y se integran. Imposible amar a Dios y odiar al prójimo, o amar al prójimo y prescindir de Dios.
Son como dos hojas de una misma puerta, decía Kierkegaard, o se abren las dos o se cierran ambas. Tenemos experiencia cada día de los estragos que se derivan de la falta de amor a Dios, por ejemplo, en nuestra relación con el prójimo.
La corrupción tan profunda que asuela nuestra Patria no sólo pone en evidencia que no se ama ni teme a Dios, sino que tiene consecuencias nefastas en la relación con los ciudadanos. Y así, como ya nada interesa en los que deben buscar el bien común, a no ser el dios mamón con la avaricia de poder y dinero que obnubila los corazones, va perdiéndose progresivamente el reconocimiento de la dignidad y grandeza humanas.
Es habitual contemplar el desprecio por la vida del otro cuando el ser humano es acechado en el seno materno, o la violencia desatada no respeta a persona alguna. Hasta hemos perdido la presencia de la justicia ya que en lugar de devolver los derechos conculcados se hace caso omiso de las súplicas de la gente. Cada vez con mayor ímpetu, el despojo del pueblo se convierte en botín para los poderosos de este mundo.
Podríamos seguir ampliando esta larga letanía de males que soporta el hombre de nuestros días y que denuncia la pérdida no sólo de la dignidad humana sino también el olvido total, cuando no el desprecio del autor de todo lo creado.
El amor a Dios, como podemos imaginar, se concreta en un primer lugar, en el amor a la Patria, la tierra de los padres, que nos ha dado Dios para que nos desarrollemos como seres humanos revestidos de la dignidad de hijos suyos. Cuando se da este amor a la Patria no sólo se busca trabajar por el bien común y la grandeza de todos, sino que se lucha para preservar este “hábitat” patrio en toda su riqueza para que pueda dar cobijo con dignidad a las generaciones futuras. Quien ama a su Patria y tiene responsabilidades de conducción, no permite jamás que su tierra sea expoliada por intereses ajenos al bien de todos. El amor a la Patria, desde el amor a Dios, compromete a cada uno a dedicarse a su propia vocación y deber de estado buscando con ello el bien de todos.
¡Qué diferente sería nuestra Argentina si todos y cada uno viviéramos virtuosamente procurando el bien de todos y sin pretender nunca enriquecernos a través de medios deshonestos! ¡Qué distinto se vería “al otro” si no primara como en nuestros días, la avaricia permanente a la posesión de bienes por el medio que sea!
Cuanta mayor sea la responsabilidad asumida por cada uno, más se verá beneficiado el bien del otro.
En nuestra Patria, el auge de la corrupción ha llegado a un punto tal que clama al cielo tanta injusticia.
En definitiva, todo esto está indicando no sólo el olvido de Dios, sino también su desprecio. Como si se dijera “yo hago el mal y no me pasa nada”, “yo busco perjudicar al prójimo y no me pasa nada”, “yo hago lo que quiero y trato a los demás como si fueran mis esclavos, y no me sucede nada”. Sin embargo, en cualquier recodo de la vida del hombre aparece la mano de Dios y coloca las cosas en su lugar, ya que “Dios ciega a quien quiere perder”. Mano de Dios que actúa para nuestra conversión y que dependerá de nosotros el aprovechar o no esa tabla de salvación que Dios ofrece.
El amor a Dios supone por lo tanto el amor a la Patria, pero también a la familia, buscando en ésta que cada uno vaya creciendo en dignidad para que todos puedan contribuir al bien de la sociedad, como célula básica de la misma. De allí que los ataques a la familia sean hoy tan crudelísimos, ya que los enemigos de Dios y del hombre, saben que destruyendo a la familia, se convierte cada persona en manejable y esclava de los intereses más inconfesables de unos pocos, con lo que la sociedad toda fenece.
Por eso la Palabra de Dios nos insiste hoy en volver a Dios, amándolo sobre todo lo que existe en el cielo y la tierra, logrando de esa manera como lo recuerda el Deuteronomio la felicidad completa propia de los fieles seguidores del Señor de la Alianza.
Hermanos: pidamos al Señor que nos permite celebrar con dignidad esta liturgia según rezamos al principio de la misa, nos guíe sin tropiezos bajo su misericordia a la meta de la eternidad.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXXI del tiempo ordinario, ciclo “B” 04 de noviembre de 2012. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com

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