14 de diciembre de 2012

“Dejando la frivolidad de un mundo que pasa, entremos al silencio del Encuentro”

Cantábamos recién en el salmo responsorial “grandes cosas hizo el Señor por nosotros y estamos rebosantes de alegría” (Ps. 125). Los salmos, término que significa “cantar con instrumentos de cuerda”, han expresado siempre la vivencia del pueblo de Israel en la vida cotidiana.
 Los sentimientos de tristeza, de alegría, de alabanza, de triunfo, de meditación del pueblo elegido, se daban a conocer en el culto a Dios, Señor de todo lo creado, y a todos los hombres, por medio de los salmos.
A pesar de sus infidelidades constantes y reiteradas, quienes formaban el pueblo de la Antigua Alianza, estaban convencidos que “grandes cosas hizo el Señor por nosotros”, y por eso esperaban vivir siempre, en medio de las pruebas, “rebosantes de alegría”.
Dios siempre fiel, los abrumaba con sus generosos dones y beneficios. En nuestros días, continúa haciéndolo aún más, por medio de la ofrenda sacrificial de su Hijo hecho hombre.
El profeta Baruc (5, 1-9) alienta a los judíos de la diáspora que están lejos de su tierra, diciéndoles que les será quitada la ropa de luto y vendrá para el pueblo el esplendor de la gloria de Dios, ya que no se ha olvidado de ellos y está preparando el regreso a la tierra de promisión. De ese modo concluye el exilio de la dispersión, ya que el mismo Dios, como si fuera un nuevo Éxodo, conduce a su pueblo de retorno a la unión de todos los pueblos, manifestando así cuánto ama al hombre. Para indicar esta guía de parte de Dios, el profeta de una manera expresiva afirma que “Dios dispuso que sean aplanadas las altas montañas y las colinas seculares, y que se rellenen los valles hasta nivelar la tierra, para que Israel camine seguro bajo la gloria de Dios”, comprometiéndose nuevamente con el pueblo para liberarlo de la desesperanza, fruto de la vivencia de no tener Patria.
Esta misma experiencia ha ser asumida por nosotros cuando viviendo unidos a Dios nos sentimos exiliados en nuestra patria terrenal, mientras caminamos hacia la Patria del cielo. También a nosotros se nos quitará la ropa de duelo, fruto del pecado y de las frustraciones, para disponernos a caminar con la esperanza del encuentro con Aquél que viene a salvarnos de nosotros mismos, del pecado y de las fuerzas del maligno.
La liturgia de estos días de Adviento sigue insistiendo en que marchemos presurosos hacia el encuentro con Cristo, porque el tiempo apremia.
Si bien no conocemos ni el día ni la hora de la segunda venida, como reflexionamos el domingo pasado, el Señor urge una respuesta concreta de cada uno de nosotros respecto a que si queremos unirnos a Él o preferimos seguir tras los vaivenes del tiempo presente, ya que según sea ésta, seguirá colmándonos o no con sus dones.
Por medio de signos concretos Dios indica que quiere seguir estando presente en nuestra historia.
Y así, por ejemplo, el texto del evangelio (Lucas 3, 1-6) nos encuadra de entrada en el contexto histórico en que llega la palabra a Juan el Bautista. Ante el Imperio de Tiberio y el reinado de los distintos tetrarcas aparece el contraste de la figura humilde y desapercibida de Juan quien recibe el mensaje divino: “Dios dirigió su Palabra a Juan, en el desierto”.
Esta descripción cargada de significado, encuentra su paralelismo en la misa de Noche Buena cuando en el marco imponente del reinado de Augusto y demás poderes temporales, aparece el nacimiento humilde del Mesías en el portal de Belén.
El contraste entre la solemnidad de los poderes de este mundo y la humildad desapercibida del nacimiento de Jesús o la presencia de Juan en el desierto, es tan elocuente, que lo hemos de tener en cuenta.
Se nos está diciendo en definitiva que en medio de los elementos “distractivos” de cada época histórica, que nos abruman y nos atrapan, Dios sigue viniendo a nosotros en la humildad de la carne y en la ausencia del debido reconocimiento de todos.
Las grandes intervenciones de Dios en nuestra vida no brillan con el esplendor mundano que tanto atrapa nuestros sentidos, sino que aparecen en las pequeñas cosas cotidianas por las que Él nos habla en orden a nuestra salvación
El evangelio de hoy refiere a ese pequeño gesto de Dios en el tiempo de Adviento cual es dirigir su palabra a Juan hijo de Zacarías que vive en el desierto. Se trata de una invitación concreta que se nos hace de ir al desierto del silencio, del encuentro con Dios. Invitación a no dejarnos encandilar hoy como en otro tiempo, con el esplendor de Tiberio y de los poderes de este mundo, para encontrarnos con Jesús el salvador.
No encontraremos a Dios en medio del batifondo, del bullicio, de la dispersión, de la frivolidad de una vida asfixiante como la de nuestros días, sino que lo hallaremos cuando ingresemos al mundo de la espiritualidad, del silencio, del recogimiento interior.
Precisamente ayer, en el homenaje a la Inmaculada Concepción en la plaza España de Roma, Benedicto XVI nos invitaba a imitar el silencio de María, -despojándonos de todo lo trivial y pasajero-, para encontrarnos con los hechos que marcan y dan sentido a nuestra existencia.
La sociedad de hoy nos abruma con el jolgorio, la distracción, el aturdimiento de nuestros sentidos y la frivolidad, que como trampa inadvertida, muchas veces nos aparta del Señor que viene a nuestro encuentro. Dispersos siempre de nosotros mismos nos volvemos incapaces de escuchar al Señor que nos habla en el silencio del desierto, y vamos perdiendo paulatinamente el sentido profundo de la vida.
Volver al desierto es el grito que brota de Juan el Bautista para hacernos capaces de preparar el camino de nuestro corazón para Aquél que viene siempre en el hoy de la volátil historia humana.
Y allí, en el desierto, convertidos de veras, podremos vencer los obstáculos siempre presentes que impiden llegarnos a Jesús.
Es por eso que San Pablo, en la segunda lectura de hoy (Fil. 1, 4-11), nos aliente a seguir progresando en nuestra fe cotidiana y en el consecuente obrar en el camino del bien. “Estoy convencido que Aquél que comenzó en ustedes la buena obra la irá completando hasta el día de Cristo Jesús”, es decir, su segunda venida.
Y así, lo que comenzó el Señor en su primera venida, quiere Él perfeccionarlo hasta que venga definitivamente a encaminarnos al encuentro del Padre.
En el crecimiento interior de cada uno percibe Pablo no sólo las maravillas que Dios hace en nosotros, sino también la permanente comunicación del Evangelio de la salvación.
Trabajemos para que sea tan grande nuestra alegría por la vivencia de Jesús, que nadie ni nada pueda acallar el que la manifestemos cotidianamente.
Pidamos confiadamente esta gracia, para recibirla con abundancia.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el segundo domingo de Adviento, ciclo “C”. 09 de diciembre de 2012.

http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.-











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