29 de diciembre de 2012

“Participamos de la vida divina del Hijo, como Él compartió nuestra condición humana”.

Cantábamos gozosamente el gloria, celebrando así el nacimiento en la carne del Hijo de Dios que habiéndose manifestado “es fuente de salvación para los hombres” (Tito 2, 11).
En la liturgia de Nochebuena celebramos la llegada de Jesús como Luz pidiendo al Padre “que después de haber conocido en la tierra los misterios de esa luz, podamos también gozar de ella en el cielo”. Corroborando esto el profeta Isaías recordaba que “el pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz; sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha brillado una luz” (Isaías 9, 1).
En la primera oración de esta misa suplicamos a Dios que ya que “admirablemente creaste la naturaleza humana y, de modo aún más admirable, la restauraste” nos permita “participar de la vida divina de tu Hijo, como Él compartió nuestra condición humana”.
Con estos términos, pues, se despliega el proyecto divino sobre nosotros, -y en esto consiste la salvación-, el de hacernos partícipes de su divinidad y, con su Luz, nos permite conocer esta su Providencia, para que descubriendo nuestra verdadera vocación humana seamos capaces de responderle.
En esta línea abunda san Pablo (Tito 3, 4-7) diciendo que “cuando se manifestó la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor a los hombres, no por las obras de justicia que habíamos realizado, sino solamente por su misericordia”, se descubre la pura gratuidad en la disposición de sus dones para con nosotros, de manera que “Él nos salvó, haciéndonos renacer por el bautismo y renovándonos por el Espíritu Santo”.
No conforme con esta gratuidad de dones derramados sobre nosotros, Dios nos infunde plenamente por Jesucristo nuestro Salvador el regalo de su Espíritu para que “justificados por su gracia, seamos en esperanza herederos de la Vida eterna”.
De manera que la participación de la divinidad, que comienza ya en esta vida si le respondemos, se perfecciona cuando lleguemos a participar de su misma vida eterna. La comunión con Dios, pues, que no diluye ni confunde la humanidad con la divinidad, sino que la eleva y la distingue, es la meta de nuestro existir, sintiéndonos exiliados en la tierra y añorando la Patria.
Descubrimos así a cuánta grandeza está llamado el hombre, de allí que la experiencia del vacío interior cuando estamos lejos del Creador sólo se acaba cuando vivimos conforme a lo que somos desde la creación y redención.
El transcurrir de cada día que ofrece una imagen distinta de lo que somos y de lo que seremos, nos hace preguntar: ¿dónde se encuentra la “divinización” verdadera del hombre en su realidad existencial?
En efecto, el ser humano es tratado muchas veces como basura, no somos capaces de tomar conciencia de nuestra dignidad para vivir como hijos de Dios, ahítos estamos de la frivolidad de un mundo que no ofrece más que espejismos y el espíritu del mal es con frecuencia quien maneja y a la vez destruye nuestra existencia. En lugar de entregarnos a la obra de Cristo, a menudo huimos del compromiso y del obrar de hijos adoptivos y la dignidad humana es continuamente afrentada por los mismos hermanos, hijos en el Hijo Único de Dios.
Ante esta situación cotidiana que se repite en nuestra sociedad volvemos a preguntarnos: ¿dónde está la acción transformante de la venida de Cristo entre nosotros?, ¿Cómo y cuándo es recreada la naturaleza humana en un mundo que pone en evidencia situaciones muy alejadas de Dios?
La liturgia nos enseña que del seno de María nace el Salvador prometido desde antiguo, pero, ¿no estamos cada vez más perdidos?
Podemos encontrar una respuesta concreta e iluminadora a todo esto, en lo que Benedicto XVI enseñaba en la homilía de la misa de Nochebuena.
El pontífice recuerda que san Lucas (2,7) en el evangelio dice como al pasar, que “no había sitio para ellos en la posada” y, lo une a lo que señala san Juan que “la Palabra ….vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron” (Jn. 1, 9.11). Hoy también, reconoce el papa, Cristo viene a los hombres y no hay sitio para Él en su corazón, viene a los suyos, a los creyentes, y tampoco es recibido. En efecto, el corazón humano se siente tan autosuficiente, poniendo su esperanza y seguridad en lo pasajero, tan lleno de egoísmos que no hay ya cabida para el Salvador.
Aún los creyentes, los suyos, no lo reciben, su presencia molesta e incomoda porque convoca a una existencia nueva y digna de hijos de Dios.
Es común que el ser humano se llene de las cosas que ofrece el mundo con la falsa ilusión de ser feliz, aunque cada vez más esa felicidad se esfuma y se agudiza el deseo de alcanzarla, sin caer en la cuenta de la necesidad de buscarla en Aquél que puede otorgarla en plenitud, ya que para Él fuimos creados y salvados.
La natividad de Jesús debe, por lo tanto, motivarnos para abrir de par en par las puertas de nuestro corazón, y dejarnos moldear por la acción de su presencia, dejando la contradicción en la que a menudo vivimos profesando una fe que después no se vislumbra en las acciones cotidianas.
Es común que los criterios con que nos manejamos a diario en nuestra existencia no responden al evangelio o a las enseñanzas que nos comunica Jesús. A menudo, rige para nuestra vida, lo que enseña la televisión, las costumbres de la gente, la cultura relativista de la sociedad, las modas.
Por eso el mismo Benedicto XVI dirá que es necesario darle albergue a Jesús en nuestro pensamiento para que nos ilumine con la verdad –ya que es la Luz del mundo y del hombre- y, se produzca en nosotros la “metanoia” o cambio de mentalidad, para que este cambio en el pensamiento pueda también guiar el corazón a una vida radicalmente nueva.
En efecto, si el pensamiento del hombre considera superflua la presencia de Cristo, ya que Dios no es necesario, imposible alcanzar la “restauración de la naturaleza humana” que quiere realizar entre nosotros y, tampoco entrará en el corazón para transformar nuestras opciones de vida según nuestra condición de hijos adoptivos de Dios.
La clave entonces para hacer realidad en nuestras vidas lo que la Providencia divina ha pensado desde toda la eternidad como necesario para hacernos participar de su naturaleza, será el permitir la entrada transformante de la gracia de Jesús, de su presencia y de sus enseñanzas.
Los pastores (Lc. 2, 15-20) nos dan ejemplo de esta docilidad y disponibilidad de dar cabida a Jesús, ya que ellos ante el anuncio del ángel “hoy en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor” (Lc. 2, 11), “se decían unos a otros: vayamos a Belén, y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha anunciado” (Lc. 2, 15).
Los pastores, pues, estaban dispuestos a dar albergue en su mente y corazón al recién nacido y, como María fue presurosa a encontrarse con Isabel para anunciar al Salvador en el que había creído, ellos también “fueron rápidamente y encontraron a María, José y al recién nacido acostado en el pesebre” y comenzaron a anunciar las maravillas que se decían del niño, y que ellos habían creído, quedando todos admirados.
Hermanos, vayamos también nosotros al encuentro del recién nacido, y pidámosle que nos ilumine para descubrir nuestra vocación a la vida divina, y que nos fortalezca para pensar y obrar siempre como los elegidos de Dios.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el día de Navidad, ciclo “C”. 25 de diciembre de 2012.

http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.-






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