Los pastores, después de ver al Niño regresaron a sus tareas habituales alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído (Lc.2, 20). La contemplación del misterio de Dios hecho hombre que se hace presente entre los hombres, los había transformado totalmente.
Esto es lo que hemos de pedir también nosotros, de manera que el misterio contemplado nos lleve a unirnos más a Jesús y a darlo a conocer al mundo como al único Salvador de todos. Para realizar esto no estamos solos. En efecto, el pasaje bíblico del libro de los Números (6,22-27) que acabamos de proclamar, nos presenta esta fórmula de bendición que los sacerdotes de la Antigua Alianza impartían al pueblo elegido en los grandes acontecimientos de su vida, especialmente en el comienzo de cada año. La cercanía de Dios está asegurada al decir “el Señor te bendiga y te proteja”. Él quiere hacer brillar su rostro sobre cada uno mostrando su gracia, requiriendo por cierto nuestra respuesta favorable, otorgándonos el don de la paz como fruto.
El papa Benedicto XVI en la misa de este día primero del año, jornada mundial de oraciones por la paz bajo el lema “Bienaventurados los que trabajan por la paz”, nos decía que el ser humano está hecho para la paz que nace del encuentro con Jesús, el Salvador.
Misión de cada uno de nosotros será, por lo tanto, llevar la paz que brota de Cristo a los distintos ámbitos de nuestra sociedad, pero que debe estar presente primero en el corazón de cada uno. Y así, pacificado el hombre por su encuentro con el Salvador, unificado todo su ser en el querer de Dios, será posible pacificar también al mundo.
La lejanía de Dios, en cambio, provoca la discordia, la desunión, las rivalidades que tanto daño producen hasta en las propias familias nuestras, ya que falta el diálogo unificador con el único Señor de todos.
Cuando en la familia o en las relaciones humanas, o en las instituciones religiosas reina la desunión, es porque no asumimos el trato con los demás desde una relación profunda con el Señor, sino con criterios puramente humanos. De hecho no pocas veces las discordias entre las personas se producen porque la vivencia de la fe religiosa no está presente en todos los que están unidos en principio por lazos de parentesco o amistad.
Para justificar la lejanía de Dios, son muchos los que acuden al slogan de no ser creyentes, o que han creado una religión a su manera, o que es imposible conocer la existencia de un ser superior, o que en su vida no necesitan de la presencia del mismo. Se justifican incluso pensando que son así, que ha optado por ese modo de vivir y que ya no tienen interés alguno en cambiar.
En realidad sucede que el reconocimiento de Dios significaría para no pocas personas entrar en un cortocircuito interior que haría la existencia insoportable por la contradicción entre fe y vida. De allí que el ser humano trate de disfrazar las situaciones personales para alcanzar una paz aparente.
La verdadera paz se alcanza, como lo recuerda Benedicto XVI, teniendo la actitud ejemplar de la Madre de Jesús y que observa san Lucas diciendo que “María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc. 2, 29) con ocasión del nacimiento de Jesús y, que repite también cuando el Niño, a los doce años, es encontrado en el templo de Jerusalén. Allí también, María “conservaba estas cosas en su corazón (Lc. 2, 51).
Ella al igual que nosotros, debió soportar muchos sinsabores en su vida, pero estaba centrada en Dios, por eso vivía en ese equilibrio interior en relación con el Padre, consigo misma y con los demás.
Los textos bíblicos de este tiempo de Navidad hacen hincapié en la necesidad de volver nuevamente a encontrarnos con el Señor y detenernos a descansar en su contemplación y diálogo de amor, alejándonos de todo lo que nos dispersa haciéndonos perder el equilibrio interior del que gozaba la Madre de Jesús y madre nuestra.
Vivimos, -por poner un ejemplo-, en la mentalidad del celular, colmados de innovaciones en el orden de la comunicación, pero sin embargo más clausurados que nunca en nosotros mismos, cerrados a toda preocupación que vaya más allá de nuestro entorno, huyendo del encuentro personal con las personas y con Dios. Lo veo acá mismo en la Iglesia parroquial durante las celebraciones litúrgicas. Suena un celular durante la consagración y se ve enseguida a alguien que sale corriendo, como si el mundo se viniera abajo, para hablar tranquilamente en otra parte, mientras Jesús se presenta en el altar ¡para nuestra salvación!
Alguien podrá decir que hay situaciones de urgencia. Sin embargo pregunto, ¿cómo hacíamos cuando no existía el móvil? ¿Acaso la experiencia no nos dice que el 99% de las llamadas son insustanciales, o podrían esperar en realizarlas….¿o no es así?
Esto refleja que vivimos en la inquietud constante, detrás de los acontecimientos más superficiales que nos impiden “guardar las cosas del Señor en nuestro corazón”, haciendo imposible la actitud de contemplación que los misterios santos merecen.
No pocas veces escucho decir de los feligreses cuánto les cuesta concentrarse en la oración, en la misa, en la proclamación de la palabra. Si ¡hasta escuchar a quien nos habla cara a cara resulta difícil!
De allí que hemos de aprender de María a conseguir el espíritu de recogimiento que la caracteriza, contemplando y acompañando a Jesús y, dándolo a conocer a todo aquél que quiere encontrarlo.
María guardaba estas cosas en su corazón, es decir, que ella sacaba fruto de esa contemplación del Hijo de Dios hecho hombre y de las repercusiones que esto tenía a su alrededor, encontrando respuestas desde la fe de lo que acontecía de negativo, como la huída a Egipto, sin perder el remanso interior que la embargaba. Entendió que ver el rostro de su Hijo es contemplar el de Dios que promete la bendición del libro de los Números.
Nosotros muchas veces perdemos esa oportunidad de contemplar el rostro de Dios porque no salimos de nuestra autocontemplación o de la mirada de aquello que no nos colma como hijos de Dios. Nos cuesta contemplar el rostro de Dios en tantas situaciones buenas que pone en nuestro camino, o en las adversas que nos ayudan a madurar nuestra fe.
Si sabemos ingresar en esta armonía divina, en cambio, se nos infunde el Espíritu del Hijo, como señala san Pablo (Gál. 4, 4-7), que nos hace decir con el afecto de hijos, “Abbá”, es decir Padre y, por ser hijos de Dios no somos ya esclavos, siendo además, herederos de la misma vida divina.
Queridos hermanos: la libertad de hijos que recibimos en el Hijo, nos obtiene el vivir según el beneplácito de quien nos ha creado.
Al comenzar este año nuevo pidamos a María nos alcance el don de la paz para que sea posible para nosotros llevar a todos el mensaje que proviene del Niño nacido para nuestra salvación.
Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en la fiesta de Santa María, Madre de Dios. 01 de enero de 2013. http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.-
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