Con la fiesta del bautismo del Señor concluimos el tiempo litúrgico de Navidad. En este acontecimiento clave para nuestra salvación, presenciamos no sólo la manifestación del Señor como fue en Navidad y en la fiesta de la Epifanía, sino una “teofanía” trinitaria.
Nos dice el texto evangélico (Lucas 3, 15-16.21-22) que en el momento del bautizo de Jesús “mientras estaba orando se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre Él en forma corporal, como una paloma. Se oyó entonces una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”.
El Padre, por lo tanto, da testimonio de la filiación divina de quien se bautiza, de quien asume nuestra carne para la salvación del hombre, del siervo de Dios consagrado por el Espíritu Santo y enviado para dar a conocer al mundo el evangelio, “la buena nueva” de la salvación universal.
En este hecho se cumplen las palabras del profeta Isaías que proclamamos en la primera lectura (Is. 40, 1-5.9-11), y que seguramente hacia suyas Juan Bautista mientras bautizaba, “dí a las ciudades de Judá: “¡Aquí está su Dios!” Ya llega el Señor con poder y su brazo le asegura el dominio: el premio de su victoria lo acompaña y su recompensa lo precede.”
De hecho, Juan atestiguaba al pueblo reunido en las orillas del Jordán que “viene uno que es más poderoso que yo,……Él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego”.
La misión de Jesús en medio de los hombres queda así asegurada y consiste según lo anunciara Isaías, en ser “Como un pastor, Él apacienta su rebaño, lo reúne con su brazo; lleva sobre su pecho a los corderos y guía con cuidado a las que han dado a luz”.
Ante el bautismo de Jesús nos preguntamos ¿por qué quiso bautizarse si en Él no había pecado alguno? San Máximo de Turín nos responde que se bautizó no para ser lavado sino para purificar las aguas, para fecundarlas, para indicar que el bautismo de Juan caducaba para dar lugar al bautismo del agua y del Espíritu, es decir, se bautizaba anunciando nuestro propio bautismo.
En efecto, Cristo baja a las aguas y con Él todos nosotros, es sepultado por las aguas para sepultar nuestros pecados por medio de la futura muerte en Cruz, sube de las aguas y con Él nosotros para ser liberados por su futura resurrección de entre los muertos y el cielo abierto anuncia la apertura del reino de los cielos con la presencia de Jesús, aunque no del todo, ya que esto se realizará en plenitud en el misterio pascual de su muerte y resurrección.
En el bautismo de Jesús, por lo tanto, se anticipa el nuestro. La necesidad del bautismo del agua y del Espíritu se percibe con claridad en el diálogo de Jesús con Nicodemo. En ese encuentro entre ambos, Jesús le dice que “Lo que nace de la carne, carne es; y lo que nace del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te diga: es necesario nacer de nuevo (Jn. 3,6-7).
Cada uno de nosotros al nacer a este mundo nace de la “carne”, es decir, de la cooperación de nuestros padres con el Padre Creador, pero para ser constituidos hijos de Dios necesitamos nacer de nuevo, de “lo alto”, o sea de la gracia transformante que nos “recrea” por el agua y el Espíritu.
El sacramento del bautismo, además, no sólo es un don que recibimos inmerecidamente, sino que es también una tarea que hemos de realizar a lo largo de nuestra existencia terrena.
Al respecto, el apóstol san Pablo, en la segunda lectura del día (Tito 2, 11-14; 3, 4-7) recuerda que “la gracia de Dios, que es fuente de salvación para todos los hombres, se ha manifestado”. Cristo es esa gracia de Dios manifestada en la Navidad y actualizada el día de nuestro bautismo, ya que se nos aplica la salvación conseguida por su muerte y resurrección.
Esta nueva vida recibida en el bautismo se encarna en los diversos signos del rito mismo, como la vestidura blanca que “nos enseña a rechazar la impiedad y los deseos mundanos”, el cirio encendido que nos interpela para dar testimonio “en la vida presente con sobriedad, justicia y piedad”, la consagración del crisma que nos fortalece para vivir como hijos de Dios “mientras aguardamos la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador, Cristo Jesús”.
Queridos hermanos, la actualización de nuestro bautismo nos compromete a vivir en la vida terrena como verdaderos hijos de Dios, a recordar que somos en esperanza “herederos de la Vida eterna”, a sentir que el Padre nos contempla como a sus hijos, alegrándose cuando vivimos como tales y enviándonos al mundo para mostrar que en gracia hemos sido salvados.
Pidamos confiados la gracia de ser en el mundo testigos del don recibido.
Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en la fiesta del Bautismo del Señor. 13 de enero de 2013. http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.-
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