21 de enero de 2013

“Convertidos en vasijas nuevas, por el desposorio de Cristo con su Iglesia, recibamos el vino nuevo de la Gracia”.

Si nos preguntaran en qué consiste la enseñanza del milagro de las Bodas de Caná (Juan 2, 1-12) podemos responder que muestra la bondad del Señor que resuelve un momento de apuro para los novios que se quedan sin vino para agasajar a los invitados, lo cual es verdad;
 ó que resalta el papel de María como Mediadora, ya que con su ternura maternal intercede ante las necesidades de sus hijos y, es cierto también; ó que por medio de este milagro se afirma la fe de los discípulos en la persona de Jesús, lo cual es indudable por la mención que hace de ello el mismo texto bíblico.
Sin embargo todas estas respuestas no han entrado en el corazón mismo del relato evangélico.
¿Cuál es entonces el centro de interés? El vino del banquete de Bodas, que es imagen de lo nuevo que Jesús nos quiere entregar y desea instaurar en el mundo con su presencia.
Desde los tiempos de los profetas la venida del Salvador se anunciaba con la alegría de la fiesta de boda, porque la presencia del Mesías cambia la tristeza del pecado por la alegría de la gracia y, porque el Unigénito del Padre se desposa con la humanidad, haciéndose carne en el seno de María.
Ella es la intercesora que en las Bodas consigue de su Hijo el cambio del agua en vino, confirmación de la divinización del hombre por el misterio de la Encarnación y posterior nacimiento del Dios hombre.
Verdad esta última que Cristo comienza a anunciar precisamente en el marco de la alegría de las Bodas, imagen y realidad del desposorio entre Dios y el hombre, entre Cristo y su Iglesia.
Este acontecimiento, crucial para la historia humana, se significa en el cambio del agua en vino. No es casual que las tinajas utilizadas para colmarlas del agua que será luego vino, sean las destinadas para los ritos de purificación de los judíos.
En efecto, el “agua” es aquí la religión judía, la vida antigua que termina para dar lugar a la vida nueva que trae Jesús, la religión interior que quiere establecer entre los suyos, prometiendo la gracia a quien lo siga.
El agua es la humanidad envejecida por el pecado, el vino es el hombre renovado por la venida del Espíritu.
El agua es la naturaleza humana a quien Isaías profeta (62, 1-5) llama “abandonada”, “devastada”, ciertamente por el pecado, mientras el vino es la nueva raza de hombres a quien el profeta señala también cuando la denomina “mi favorita” y “desposada”, porque el Hijo de Dios al hacerse hombre se ha casado, se ha unido a nosotros para cambiarnos en el vino nuevo de la gracia, de la alegría y de la sabiduría.
Con este milagro, Cristo quiere que comprendamos que viene a transformarnos. Para ello es necesario dejarlo hacer, permitirle moldear nuestro corazón como nos aconseja María diciendo “hagan lo que Él les diga”, disponiéndonos dócilmente a que nos renueve según su Espíritu.
Debemos salir del agua, de la rutina, de la flojedad. Cada día caemos en la cuenta que debemos cambiar, ser distintos, ser mejores cristianos, percibimos que nuestro camino de católicos no es según el corazón de Cristo, pero no nos animamos nunca a ser diferentes, arrastrados por la pereza espiritual que nos esclaviza a lo más fácil, a lo que resulta más cómodo y a tono con la cultura “liviana” de nuestro tiempo.
Quizás no somos malos, pero tampoco aspiramos a ser mejores; pensamos que no somos delincuentes pero permanecemos en la mediocridad.
Es probable que no hablemos contra Cristo o que no despreciemos las exigencias que suponen su imitación, pero tampoco nos animamos a romper de raíz con la “blandura” propia de los bautizados que sólo de nombre son del Señor y que por tanto no se animan a hacerlo conocer a los demás y a dar testimonio de aquella verdad que intuimos de que sólo en su seguimiento seremos plenamente felices.
Quizás estamos en estado de pecado permanente, saboreando el bienestar del “primer vino” de nuestra frívola vida pasatista y gozadora del momento presente sin aspiraciones futuras a la grandeza que nos promete Jesús, haciendo caso omiso –tal vez por cobardía o comodidad- del sabor especial otorgado por el vino nuevo de las bodas con el Único Esposo del alma.
Puede acontecer también que no vivamos en pecado, o por lo menos en los más graves, pero tenemos miedo a la heroicidad propia de los santos.
Nos cuidamos de no hacer el mal pero tampoco buscamos la realización del bien en los distintos campos de la vida, demasiado ocupados en nuestras cosas, en nuestros negocios o en nuestras preocupaciones.
El vino nuevo de las bodas también se conecta, por cierto, con la grandeza del sacramento de la Eucaristía, que es fruto del misterio pascual de Jesús.
En efecto, ha de ser patente para nuestra inteligencia y comprender, que si nos dejamos transformar por Cristo, podremos participar de la alegría de las Bodas, de la fiesta que implica cada Eucaristía.
Es notable cómo en la historia personal de personas que se convirtieron a Cristo, ha estado siempre presente el deseo de la comunión con el Señor.
Y esto es así, porque cuando hemos tomado el “vino” primero, creyendo que allí estaba nuestra realización, percibimos, -sin duda, movidos por la fuerza de la gracia-, que sólo el “vino nuevo de la Nueva Alianza” que sólo Cristo nos entrega, puede producir una transformación tal de nuestro ser que nos levante de nuestro vacío interior para colmarnos de su dicha.
Celebrar la Eucaristía con gozo es actualizar el espíritu propio de las bodas entre Cristo y la Iglesia, entre Cristo y cada bautizado, ya que Aquél que vino a desposarse con cada uno de nosotros por su Encarnación, actualiza y renueva en cada celebración el deseo inseparable de ser Todo para todos los que los siguen con fe y caridad, con la esperanza puesta en alcanzar algún día la participación de las bodas escatológicas del cielo.
Esta unión cada vez más profunda con el Señor nos permite además alejarnos de la vida tibia a la que nos sentimos tentados siempre a retornar y, entrar de lleno en la vida nueva que el Espíritu nos ofrece a través de los dones que tan profusamente derrama en nuestros corazones.
Precisamente san Pablo en la segunda lectura de hoy (I Cor. 12, 4-11), nos llama a considerar cada don como otorgado por el “único Espíritu que actúa, distribuyendo sus dones a cada uno en particular como Él quiere”, para la edificación de la Iglesia toda.
Los dones y actividades recibidos por cada uno como participación de la abundante riqueza del Espíritu, deben ser mirados no como un tesoro personal que nos enaltece al compararnos con otros, sino que deben ser puestos al servicio del bien común.
Cuando se entiende que hemos de trabajar en un todo armónico donde cada uno pone a disposición de la comunidad cristiana el don recibido, es posible trabajar para esa edificación del Cuerpo Místico de Cristo.
Renovemos nuestras bodas con Cristo permitiéndole que cambie nuestra fragilidad por el vino nuevo de la gracia, anticipando así la unión plena con la Trinidad para la que fuimos creados.
Supliquemos con fervor esta gracia con la seguridad que el Señor nos la concederá abundantemente.

Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el 2°do domingo durante el año, ciclo “C”, 20 de enero de 2013. http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.-





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