1 de marzo de 2013

“Desde lo alto del Tabor, reconozcamos que somos ciudadanos del cielo”.


Hemos comenzado la celebración de la santa misa con el canto de las letanías de los santos, sugerido por la liturgia para el tiempo de Cuaresma como una forma de pedir la intercesión de aquellos que son ya modelos de vida para nosotros, en este camino de conversión que hemos emprendido como miembros de la Iglesia aún peregrina.
Los santos han llegado, después de vivir la unión con Cristo en este mundo, a su contemplación gloriosa en el monte Tabor del cielo. Su ejemplo ciertamente puede motivarnos a buscar un verdadero encuentro con Cristo, con la certeza de que es posible vivir de una manera nueva la vida cristiana.
El texto del evangelio (Lc. 9, 28b-36) nos dice que Jesús tomando a Pedro, Juan y Santiago, ascendió al monte Tabor a orar.
Al respecto, nos decía hoy el papa Benedicto, que él no baja de la Cruz, sino que sube al monte Tabor a orar, iluminando así el texto proclamado.
Subir al monte Tabor es tarea permanente del cristiano y supone alejarnos de la vida superficial que ofrece este mundo que se olvida de Dios. Subir al monte Tabor es reconocer que sólo desde lo alto de la fe y escucha del Señor, aprenderemos a descubrir la vanidad de este mundo que pasa, para no dejarnos esclavizar por ninguno de sus atractivos fugaces que buscan cegarnos e impedirnos descubrir la Verdad plena que sólo en Cristo está.
Al respecto, san Pablo en la segunda lectura (Fil. 3, 17-4, 1) que acabamos de proclamar, les dice llorando a los filipenses y también a nosotros, “hay muchos que se portan como enemigos de la cruz de Cristo. Su fin es la perdición, su dios es el vientre, su gloria está en aquello que los cubre de vergüenza, y no aprecian sino las cosas de la tierra”. Estas palabras, por cierto, han de interpelarnos si en verdad queremos encontrarnos con el Señor de una manera más plena y vivir así como resucitados.
El texto afirma que “su gloria está en aquello que los llena de vergüenza”, refiriéndose a quienes alejados de Cristo por sus obras malas, son “honrados”, “reconocidos” y “exaltados” por quienes viven de la misma manera y a los que les es imposible creer y amar (Jn. 5, 42. 44) .
El evangelio, en cambio, asegura que “Pedro y sus compañeros…vieron la gloria de Jesús” anticipadamente, ya que ésta se produce en el reconocimiento del Padre (cf. Jn. 8, 54) dado a su Hijo hecho hombre por el misterio de la cruz y resurrección.
De hecho, en la cultura en la que estamos insertos en nuestros días, no pocas veces se exalta, reconoce y hasta se envidia, aquello que debiera llenar de vergüenza a todo creyente.
El apóstol nos da el fundamento del cambio de vida que hemos de buscar incansablemente y que debiera culminar en la búsqueda de nuestra gloria o reconocimiento por parte del Padre (Jn. 5, 44), diciendo “nosotros somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo”.
Con estas palabras queda en evidencia que toda persona humana ha sido creada con la orientación hacia la ciudadanía del cielo, en razón de ser imagen y semejanza de Dios y, más aún todavía, por la salvación con la que Señor nos ha bendecido. Además, tomando conciencia de que somos ciudadanos del cielo, los cristianos iluminamos el quehacer cotidiano desde una mirada de fe que ayuda a rechazar todo lo que llena de vergüenza, liberándonos de la tentación de apreciar sólo las cosas de la tierra, como si están fueran la meta de nuestro caminar de peregrinos.
La vivencia de esta ciudadanía celestial, ya desde el tiempo, nos permite esperar que “Él transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio”. Espera cierta de que iremos a la tierra prometida del cielo, por la promesa del Señor hecha al hombre por medio del misterio de la cruz y su resurrección, como antaño Dios cumpliera lo prometido a nuestro padre en la fe, Abrám (Gn. 15, 5-12.17-18).
Esta afirmación de san Pablo que recordamos, nos permite pensar que él estaba seguro de esta transformación nuestra, fundado en la transfiguración de Jesús en el monte Tabor, como una experiencia tan profunda que hace exclamar a Pedro “Maestro, ¡qué bien estamos aquí!”.
En esa experiencia Cristo les muestra a los apóstoles, -y con ellos a nosotros mismos- de alguna manera, su propia divinidad y la grandeza a la que estamos llamados. Desde las alturas, en este encuentro con el Señor, van aprendiendo los apóstoles que han de seguir sus pasos y culminar en el calvario y la resurrección. La transfiguración los alentará a no decaer en los momentos de la prueba ante la promesa de la gloria que les espera.
Nosotros también, alentados por esa promesa, no debemos conformarnos únicamente con conocer a Jesús, sino que hemos de procurar imitarlo cada vez más, teniendo sus mismos sentimientos y pensamientos, de manera que también podamos decir ante la experiencia de Jesús en nuestra vida, “¡Qué bien estamos aquí!”.
La imitación de Cristo ha de llevarnos a profundizar nuestra comunión con Él, entrando en la intimidad misma del Dios hecho hombre.
En efecto, cuando el creyente comulga en la misa, debería expresar con su Amén no sólo la fe en la presencia real de Cristo, sino su deseo de conocerlo cada vez más, su decisión de imitarlo en profundidad, aún medio de las debilidades propias, el reconocimiento de la insuficiencia personal que busca entrar en comunión con quien es dador de Vida y Verdad.
De esa manera, la comunión no expresa meramente el deseo de sentirse alguien bien, como acontece a menudo, sino que manifiesta la decisión firme de vivir en y con Cristo, desterrando todo aquello que pudiera impedir conocerlo, imitarlo o seguirlo en la cotidianidad de la historia.
La comunión sacramental de Cristo supone la voluntad firme de ser cada día más amigo de Él, en verdadero espíritu de adoración. Caso contrario no tendrá sentido realizarlo porque equivale a buscar nada más que cierta “tranquilidad” ante la inquietud que nos provoca su interpelación personal.
Convencidos que seremos transformados como recuerda san Pablo, hemos de subir al monte de la oración para escucharlo sólo a Él, ya que como lo manifiesta el Padre, es su Hijo muy amado. De esta escucha personal de Jesús aprenderemos a descubrir cuál es su voluntad para con nosotros y recibiremos las fuerza necesaria para vivir el ideal de santidad que propone.

Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el 2do domingo de Cuaresma, ciclo “C”, 24 de febrero de 2013. http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.-







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