13 de abril de 2013

“Reconciliados con Jesús, seamos instrumentos de la Misericordia Divina en el mundo”

El papa Juan Pablo II instituyó la fiesta que hoy celebramos, la de la Divina Misericordia, según el pedido hecho por Nuestro Señor Jesucristo a Sor Faustina, canonizada por el mismo papa.
Santa Faustina tuvo como misión difundir esta devoción, que tuvo un largo pero sostenido desarrollo en el transcurso del tiempo, en particular por medio de su diario, por el que llegan a ser conocidas las revelaciones que le hiciera Jesús, aumentando así el número de personas que se acercan con confianza a la misericordia divina. El beato Juan Pablo II en 1980 dedica a la divina misericordia su segunda encíclica, “Dives in misericordia” -rico en misericordia-, en consonancia con la enseñanza sobre la misericordia de Dios, puesta de manifiesto ya en la Sagrada Escritura, como en las revelaciones privadas recibidas por los elegidos.
Hablar de “misericordia” es enfatizar que el corazón de Cristo está cerca de las miserias físicas, psicológicas, materiales y morales del ser humano. Esto nos permite comprender que Cristo desea le entreguemos nuestra vida toda, con sus limitaciones y debilidades, para que Él actúe en nosotros haciendo posible con su gracia el paso del pecado a la vida por medio de la conversión y el perdón.
En el texto del evangelio (Juan 20,19-31) que acabamos de proclamar, Jesús nos deja el instrumento para nuestra reconciliación y vuelta al Padre de las misericordias por medio del sacramento de la reconciliación. Lo hará diciendo “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”. Con este poder otorgado a los apóstoles, los mismos son enviados para ser mediadores de la misericordia divina en medio del mundo ya que “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”.
A partir de ese momento, los apóstoles deben ir al mundo entonces conocido, llevando el mensaje de salvación que tiene como eje fundamental la muerte y resurrección de Jesús, que se aplica en todo hombre de buena voluntad por medio del sacramento del perdón.
Todo esto supone la actitud de fe por parte de los evangelizados, en la persona de Jesús y, por lo tanto la certeza que sólo Él puede continuar salvando en el mundo. En efecto, de nada serviría proclamar e Cristo muerto y resucitado, si no existe por parte del hombre el reconocimiento de su pecado y la necesidad de ser perdonado con la correlativa actitud de fe en el único que puede salvar.
La actitud de profunda humildad que ha de revestir el corazón arrepentido, -como aconteció con el publicano que reconocía sus miserias en el templo, abrumado por sus pecados-, es la que permite la eficacia de la divina misericordia derramada en nosotros. En cambio, quien cree que es perfecto y nada debe a Dios, -como el fariseo que “reconoce” sólo sus virtudes delante de Dios en el templo-, no recibe el influjo benéfico del perdón divino.
La actitud de profunda fe en Jesús Salvador por parte del hombre, permite que se reconozca siempre y simultáneamente, la grandeza divina y la pequeñez humana, con el resultado de hacerse cada uno destinatario de la misericordia.
Hoy más que nunca es necesario el reconocimiento de la necesidad de la misericordia divina, habida cuenta que la tentación permanente del hombre es pensar que cada uno se salva por sus propias fuerzas y que no necesita de la gracia divina. De allí que no resulte de admirar que la no aceptación de la misericordia divina para con cada uno, conduzca a la imposibilidad de ser misericordioso con los demás, estando cada día más lejos la persona humana de las miserias de sus hermanos y lejos también de intentar ponerle remedio.
El reconocimiento de Cristo resucitado por medio de la fe, conduce a que seamos receptores de esa verdad que recibe en revelación san Juan (Apoc. 1,9-11ª.12-13.17-19): “No temas: Yo soy el Primero y el Último, el viviente. Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre y tengo la llave de la Muerte y del Abismo”. Y así, el aceptar que Cristo es el origen de todo lo existente y la meta a la que se dirige la criatura racional, transforma nuestros corazones, recrea nuestro interior y nos permite vivir en plenitud ya desde el tiempo.
Bellamente expresamos estos sentimientos cuando en la primera oración de esta misa pedíamos a Dios que acreciente en nosotros los dones de su gracia “para comprender, verdaderamente, la inestimable grandeza del bautismo que nos purificó, del espíritu que nos regeneró y de la sangre que nos redimió”.
Queridos hermanos: pidamos al Señor que su Divina Misericordia nunca se aparte de nosotros, para que transformados por su gracia, podamos llevar a la sociedad en la que estamos insertos, la alegría profunda que brota del misterio de la muerte y resurrección, aplicado a todo hombre de buena voluntad que se deja recrear interiormente por su infinito amor salvador.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el II° Domingo de Pascua. Ciclo “C”. 07 de abril de 2013. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com








No hay comentarios: