En la sagrada Escritura el término sabiduría posee distintas acepciones como el arte de saber vivir honestamente buscando la felicidad, o el sabio comprometerse con la ley de Dios encontrando así el verdadero sentido de la existencia humana que se orienta a la meta de la participación de la vida divina.
El texto que acabamos de proclamar (Prov. 8, 22-31), sin embargo, fue contemplado por la Iglesia a la luz del Nuevo Testamento, como haciendo una clara referencia a la Sabiduría de Dios, esto es, a su Hijo Unigénito. De hecho el texto remonta la existencia de esta Sabiduría a la eternidad misma de Dios y, aunque afirma que “el Señor me creó como primicia de sus caminos, antes de de sus obras”, refiere a que la Sabiduría-Hijo es originado por Padre desde la eternidad, sin principio.
Y desde la eternidad, el Padre y el Hijo se aman mutuamente, constituyendo ese amor una persona divina, el Espíritu Santo, que se derrama abundantemente en nosotros, enviado por el Padre y Hijo, para completar la obra de Jesús, tal como lo asegura el texto del Evangelio (Juan 16, 12-15).
El libro de los Proverbios afirma refiriéndose a la Sabiduría que “Yo estaba a su lado como un hijo querido y lo deleitaba día tras día, recreándome delante de Él en todo tiempo. Recreándome sobre la faz de la tierra, y mi delicia era estar con los hijos de los hombres”. Bellísima manera de expresar la permanencia junto al Padre en cuanto Hijo y Palabra suya, y la glorificación del Padre a través de las obras de la creación junto a su entrada salvadora en el mundo como Verbo encarnado, Jesús.
Enviado por el Padre para la salvación de la humanidad, siempre amada desde la eternidad, el Hijo hecho hombre nos muestra la intimidad de la divinidad mientras nos guía bajo la gracia del Espíritu Santo a la perfecta comunión eterna.
Toda nuestra vida queda, por lo tanto, marcada por la presencia de la Santísima Trinidad, que es un único Dios en cuanto a la naturaleza, y trino en cuanto a las personas eternamente subsistentes.
En nosotros hay un reflejo, como imágenes y semejanza de Dios, de esa Unidad y Trinidad, en cuanto participamos de una misma naturaleza, la humana, en la distinción de personas aunque iguales en dignidad.
Vamos encontrando vestigios de la presencia del Dios trinitario en la creación misma, pero más aún en nosotros, creaturas predilectas suyas.
La Santísima Trinidad nos acompaña desde los orígenes de nuestra vida, cuando creados por la paternidad de Dios, con la cooperación de nuestros padres, somos bautizados en la muerte y resurrección del Hijo hecho hombre, y comenzamos a llamar a Dios Abba, mediante el Espíritu Santo.
En el bautismo y la reconciliación, somos perdonados de los pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
En la Eucaristía se ofrece el Hijo hecho hombre para gloria del Padre y la salvación del hombre y, por la acción del Espíritu Santo se convierten las especies de pan y vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús.
Dios Uno y Trino está presente siempre en nuestro recorrido temporal por este mundo, de manera que cuando el libro de los Proverbios afirma que “mi delicia era estar con los hijos de los hombres”, ha de entenderse literalmente en el sentido que Dios goza estando y caminando con nosotros por medio de su Hijo en el Espíritu Santo, y que nuestro vivir desde la fe, esperanza y caridad, ha de ser tal, que Dios goce siempre con sólo contemplarnos como hijos suyos bienamados. Esto nos conduce a vivenciar la paternidad de Dios, dirigiendo nuestra vida hacia Aquél que ha pensado en nosotros desde toda la eternidad.
Si bien la creación, la redención y la santificación del hombre, es obra de la Santísima Trinidad, sin embargo al Padre, en razón de la paternidad, se le atribuye la creación, al Hijo, en razón de la filiación, se le atribuye la redención, y al Espíritu Santo, en razón del amor eterno entre el Padre y el Hijo, la santificación.
Ahora bien, Dios quiere entrar en diálogo con el hombre, la creatura más perfecta salida de sus manos, de allí que nos cuida a través de su Providencia de Padre de manera que podamos afirmar con el apóstol (Rom. 5, 1-5), que siendo “justificados por la fe, estamos en paz con Dios”.
Al mismo tiempo nos conforta en medio de las tribulaciones y sufrimientos de cada día por medio del misterio de la Cruz de su Hijo, de manera que “nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia la virtud probada; la virtud probada la esperanza”.
Y se perfecciona la obra divina en nosotros por medio de la esperanza que “no queda defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado”.
La vida cristiana en este mundo, por lo tanto, supone vivir en íntima relación con el Padre, sintiéndonos mirados y cuidados por Él, en comunión con el Hijo que cada día nos ayuda a morir al pecado y a resucitar a la vida de la gracia, en el Espíritu Santo que “nos introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo” (Juan 16, 12-15).
En María Santísima encontramos un ejemplo insigne de lo que significa vivir en unión con la Trinidad Santa, de allí que se diga de Ella que es hija del Eterno Padre, Madre de Dios Hijo y Esposa del Espíritu Santo.
En efecto, el Padre la elige desde toda la eternidad para ser Madre del verbo encarnado, consintiendo en esa elección se convierte en Madre dócil del Hijo hecho hombre, y en el descenso del Espíritu Santo sobre Ella se realiza el milagro de su Concepción Virginal.
Con la certeza de que María es la “potencia suplicante” como se la llama desde antiguo por su poder intercesor ante la Santísima Trinidad, ayer por la tarde bendije la imagen nueva de Nuestra Señora de la Dulce Espera, para suplicarle especialmente cada día veinticinco de mes, -en recuerdo de la Encarnación del Verbo que celebramos cada veinticinco de marzo-, el don de la maternidad y de la paternidad, y de ese modo aquellos matrimonios que desean cooperar con Dios Creador, Redentor y Santificador, se vean bendecidos con la presencia de la vida divina en sus hijos, haciendo realidad en cada vida naciente el “Cantaré eternamente las misericordias del Señor” (salmo 88).
La apertura a la vida naciente de muchos matrimonios es en realidad una apertura a la misma vida divina que se aprecia como lo más importante en nuestro existir temporal ya que nos prepara para la vida eterna sin fin.
El contemplar la unión de María Santísima con el Dios Uno y Trino, pues, nos debe hacer ver que no es imposible este acercamiento con tan gran misterio, y nos ha de llevar a convencernos que desde la intimidad con la Trinidad conoceremos el misterio del hombre y del amor que Dios nos tiene, guiándonos a la comunión eterna con Él.
Hermanos: en este Año de la Fe, mientras afirmamos una vez más nuestra adhesión al misterio clave de lo que creemos, pidamos vivirlo plenamente.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Solemnidad de la Santísima Trinidad. Ciclo “C”. 26 de mayo de 2013. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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