14 de junio de 2013

Con Jesús, Señor de la Vida, “Dios ha visitado a su pueblo”.

El relato del primer libro de los reyes (17,17-24) que acabamos de proclamar, muestra la polémica que la fe yahvista defendida por el profeta Elías, tuvo ante los cultos baálicos que tentaban todavía a los israelitas.
 Elías como hombre de Dios atestigua el juicio de Yahve, revela su presencia, muestra el pecado a la viuda de Sarepta para que tome conciencia y se abra a la salvación. La viuda, reacciona con indignación por la muerte de su hijo, imbuida como está por el “principio de la retribución” presente entre los israelitas, por el que los hijos pagan por el pecado de sus padres, y al que se opondrán Jeremías y Ezequiel señalando que cada uno es responsable por su pecado.
Con la resurrección de su hijo, Elías muestra a la viuda que Yahvé es el Dios de la vida y por lo tanto el verdadero, mientras que Baal es el dios de la muerte y de la mentira. El hecho culmina con la confesión de fe de esta mujer que afirma “Ahora reconozco que eres un hombre de Dios y que la Palabra del Señor que tú pronuncias se cumple” (v. 24).
El profeta anuncia así con su palabra y acción milagrosa, lo que se proclamará ante la presencia de Jesús “Dios ha visitado a su pueblo”, ya que la prueba a la que fue sometida esta mujer, como nos pasa también a nosotros, se convierte en signo de la misericordia de Dios ante nuestro pecado, y de su bondad ante los males que nos aquejan.
En el texto del evangelio (Lc. 7, 11-17) aparece la misma idea que destaca el Antiguo Testamento, aunque en contextos distintos y en presencia del Hijo de Dios hecho hombre que se interesa por nuestros padecimientos.
Lo que se presenta ante nuestra mirada es doloroso, ya que una mujer viuda lleva a sepultar a su único hijo fuera de la ciudad de Naím acompañada por un nutrido cortejo fúnebre. Al mismo tiempo, Jesús con sus discípulos y numerosas personas, llega a la ciudad y se encuentran con ese cuadro.
El Señor “se conmovió” -afirma el texto bíblico-, significando que hasta en sus entrañas sintió el impacto de esa muerte juvenil y de una madre llorando sin consuelo alguno.
Ante la presencia del estado “sin retorno” de la muerte, Jesús dirá a la mujer “no llores”, y tocando el féretro exclamará con poder, “joven, yo te lo ordeno, levántate”.
El relato deja visible la muerte vivida como una tragedia, ya que para la viuda significaba la pérdida no sólo afectiva, sino también de su único sostén económico, junto a su soledad social.
Junto a esta situación dolorosa se exterioriza la presencia de la vida en la persona de Jesús como Señor de la vida y vencedor de la muerte, y ante esta resurrección, que es como un anuncio anticipado de la de Cristo, la gente sorprendida exclama “Dios ha visitado a su pueblo”.
Esta afirmación debiera calar hondo en nuestro corazón, haciéndonos comprender que el Señor siempre está visitando a su pueblo, y aunque muchas veces no lo percibamos realmente, Él está presente en todos los momentos de nuestra vida, sobre todo en aquellos en los que no encontramos respuesta alguna por parte de este mundo, pero sí de parte del Señor que quiere dejar consuelo y gozo en nuestro corazón.
Por eso la importancia de apreciar esta visita en nuestra vida, ya que se presenta de una manera particular cuando viene a este mundo como Hijo de Dios hecho hombre para sacarnos de la muerte por causa del pecado.
De allí, que de alguna manera, el joven muerto acompañado por el cortejo fúnebre, está significando toda vez que nosotros, muertos a la vida de la gracia y lejos del Señor por el pecado, somos rodeados por personas o situaciones, que viviendo nuestra misma realidad nos retienen en la muerte.
¡Cuántas veces a quien yace en el vicio le es difícil salir del estado de postración moral y espiritual porque está restringido por todo un clima circundante que alienta de alguna manera a perseverar en el mal!
Quien se ha separado de Jesús, si permanece junto a un mundo de personas y ambientes hostiles a la verdad evangélica, se verá constreñido por el cortejo fúnebre de las tinieblas que lo lleva fuera de la ciudad de la vida.
Sólo se comienza una existencia nueva cuando el que “está muerto” se aleja de todo aquello que ha significado vivir lejos de la luz, la cual sólo proviene de la verdad que nos transmite siempre el Señor de la Vida.
Muchas veces nos encontramos como entrampados en situaciones de las que no sabemos cómo salir, y es allí donde viene a nuestro encuentro de diversas maneras el mismo Jesús, toca el féretro de nuestras esclavitudes y nos dice con misericordia y amor “yo te lo ordeno levántate”, “deja esa vida, que yo te mostraré la verdadera, la que muchos te prometen pero no te pueden conceder”.
Un ejemplo concreto de esta liberación que Jesús trae a nuestra alma y vida, es la conversión del apóstol san Pablo.
En efecto, en el texto que acabamos de proclamar tomado de la carta a los cristianos de Galacia (1,11-19), san Pablo nos dice: “Seguramente ustedes oyeron hablar de mi conducta anterior en el judaísmo: cómo perseguía con furor a la Iglesia de Dios y la arrasaba, y cómo aventajaba en el judaísmo a muchos compatriotas de mi edad, en mi exceso de celo por las tradiciones paternas”, describiendo de ese modo su permanencia en el féretro de la ceguera y odio por Jesús, acompañado y apoyado por el cortejo fúnebre de compañeros suyos contrarios a la fe verdadera.
Pero inmediatamente recalca cómo Dios, Señor de la Vida, lo sacó de esa muerte ya que “cuando Dios, que me eligió desde el vientre de mi madre y me llamó por medio de su gracia, se complació en revelarme a su Hijo”, y lo envió para que “lo anunciara entre los paganos”.
De esta manera ejemplifica que en el encuentro que tuvo con Cristo cuando se dirigía a la ciudad de Damasco con la intención de perseguir a los cristianos, se cumplió lo que escuchamos en el evangelio cuando afirma que “Dios ha visitado a su pueblo”, y que el “yo te lo ordeno levántate” se hizo realidad en su propia persona rescatada de la oscuridad del pecado.
Y así como Jesús entregó al joven resucitado a su madre, así también entrega a cada convertido, y a san Pablo mismo, a su madre, la Iglesia.
De hecho, Jesús le dice al futuro apóstol de los gentiles (Cf. Hechos 22, 3-16), que debe ir a Damasco, que allí le dirán qué ha de hacer y recibirá el bautismo por el cual será recibido en el seno de la Iglesia, su madre.
Este hecho nos permite descubrir que Jesús cada vez que sana nuestro interior y nos saca de la muerte del pecado, nos orienta a la Iglesia que nos ha dado a luz en el bautismo, y a su Madre, la Virgen María, para que Ella siempre nos acompañe como lo hizo con Él a lo largo de nuestra vida.
Y este don recibido de volver a la vida de la gracia se convertirá siempre en misión, es decir, el ser enviados a otros para llevarles también el mensaje de salvación que hemos recibido con alegría, ya que como Pablo hemos sido elegidos desde toda la eternidad para ser hijos de un mismo Padre.
En fin, el encuentro con la Iglesia-Madre y con María-Madre, nos permitirá vivir, si respondemos al don recibido, la vida plena de hijos del Padre.
Pidamos a Jesús que cada vez que pasemos de la muerte a la vida por su acción salvadora, descubramos la profundidad de su amor y fidelidad.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo X del tiempo Ordinario. Ciclo “C”. 09 de junio de 2013. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com






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