22 de junio de 2013

“Sintiendo el peso de la misericordia de Jesús, regresemos a Él confiadamente”.


Al recorrer las páginas de la Biblia nos encontramos que se destaca siempre una historia de amor y de desamor, de gracia y pecado.
 Por un lado, el amor de Dios para con el hombre, creado a imagen y semejanza suya, ya que “tanto amó al mundo que envió a su Hijo para salvarlo”, y por otra parte una historia de desamor, en la que el mismo hombre es protagonista con sus infidelidades y rebeldías permanentes, con el desconocimiento culpable de los dones recibidos de parte de Dios, con su autosuficiencia que lo lleva a la propia destrucción al buscar siempre complacer sus caprichos y dejar atrás la grandeza de su Creador.
Los ejes principales de esta historia, por lo tanto, serán siempre la gracia como don y el pecado como respuesta.
Pero mientras el hombre se empecina en separarse de quien lo creó y erigirse en dios, el Padre nos sigue convocando en este mundo por la gracia para hacernos partícipes de su misma vida, no porque necesite de nosotros, sino porque nos ama por encima de todo lo que existe.
Precisamente los textos bíblicos de esta misa nos hablan de cómo Dios busca al hombre a pesar de su infidelidad.
El segundo libro de Samuel (12,7-10.13) nos describe breve, pero profundamente, la gravedad del pecado del rey David. Ante el recuerdo que el profeta Natán hace de los dones y signos de amor que Dios ha tenido para con el rey, se devela en toda su maldad la infidelidad a la Alianza en la que ha caído David.
Seducido por la belleza de Betsabé comete adulterio y para cubrir el embarazo de la mujer, va urdiendo una serie de pasos para esconderlo, concluyendo por último con ordenar la muerte de Urías.
Esta descripción deja al descubierto un común denominador en el pecador, que consiste en realizar progresivamente distintos actos malos para cubrir los anteriores, quedando atrapado el culpable en la telaraña de mentiras que se ha fabricado.
Esto sucede porque el pecado siempre provoca confusión y, si no se sale del mismo mediante la conversión que Dios suscita, la ceguera que se origina no permite vislumbrar la posibilidad de la redención.
Esto ocurrió precisamente con el rey David que resurgió de la trampa que él mismo se fabricó, al ir Dios a su encuentro por el amor que le tiene, ya que “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim. 2, 4-5).
Con su gracia, Dios toca lo más íntimo del corazón de David, vence sus resistencias, ya que al pecador le cuesta reconocer que se ha separado de su Creador, y por medio del arrepentimiento lo devuelve nuevamente a la amistad con Él, haciéndole ver que ya no ha de separarse del amor que lo ha salvado, pasando por la purificación necesaria por su pecado.
En el texto del evangelio (Lc. 7,36-8,3) nos encontramos con una situación similar, aunque separada por la distancia del tiempo y lugar.
Cristo acepta la invitación de ir a comer a casa de un fariseo, como tantas veces lo hacía concurriendo a casa de publicanos –como a la de Zaqueo-, y pecadores, -siendo por ello mirado con cierta desconfianza por la sociedad de entonces-, no para convalidar lo malo, sino para atraer a los pecadores a la conversión.
En la ocasión, el fariseo no tuvo con Jesús las atenciones propias de la hospitalidad que exigían las costumbres judías, contrariamente a lo que sí realizó esta mujer pecadora apenas entrara en la casa de Simón, siendo su gesto tiempo de salvación.
Como David encontró la salvación escuchando al profeta Natán, es probable que esta mujer escuchara a Jesús muchas veces, escondida entre la multitud, mirada con desprecio por quienes conocían su vida, -como el fariseo-, señalada por quienes la habían utilizado para pecar, cumpliéndose lo que siglos más tarde dijera sor Juana Inés de la Cruz: “Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón sin ver que sois la ocasión de lo mismo que la acusáis….¿Cuál mayor culpa ha tenido en una pasión errada, la que cae de rogada o el que ruega de caído?¿O cuál es más de culpar, aunque cualquiera mal haga: la que peca por la paga o el que paga por pecar?”
Tocada en su interior por el Señor -no sabemos con exactitud el cuándo-, esta mujer desea entrar en la vida nueva que se le ofrece, y Jesús, que conoce su corazón, dirá que por ser perdonada de muchos pecados, como el gran deudor que ejemplifica ante Simón, demuestra mucho amor, diciéndole “Tus pecados te son perdonados”.
Para comprender esto es necesario pensar en la sicología del pecador. En efecto, muchas veces el peso de los pecados nos hacen sentir mal y humillados porque “hemos pecado”, y no salimos de nosotros mismos, de nuestra autocontemplación, como si fuera imposible que hayamos caído tan bajo, teniendo como consecuencia que el arrepentimiento no dure mucho tiempo.
Lo que realmente permite salir del pecado es sentir el peso de la misericordia de Dios, el que frente a tantos dones recibidos de lo alto, nos hemos alejado de Él, sintiéndonos vanamente como suficientes.
Esta mujer sintió la opresión de la gratuidad de la misericordia, y es por eso que vuelve su mirada a Aquél de quien se separó por su vida errada.
Si alguien no percibe la carga del alejamiento de Dios, si no experimenta el peso de su misericordia, difícilmente se refugia en su bondad misericordiosa. Sólo la misericordia es la que toca las fibras más íntimas de la persona y es la que permite el retorno a la Alianza.
Pasando por esta experiencia tan profunda, el pecador, aunque muchas veces caiga, otras tantas regresa al abrazo misericordioso del Padre que lo ha conquistado.
En referencia a la acción de la misericordia de Dios sobre sí, en la segunda lectura (Gál. 2,16.19-21), el apóstol san Pablo habla de su propia experiencia, que de pecador fue hecho justo “por la fe en Jesucristo”.
Y para dimensionar la profundidad de su transformación interior sigue afirmando: “yo estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí”; y asimilado a Cristo crucificado afirmará también que “el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gál. 6,14), señalando de esta manera que todo lo mundano ha dejado de tener interés para él como así también él para el mundo.
Y continúa diciendo que “la vida que sigo viviendo en la carne”, es decir mientras permanece en su estado de homo viator, “la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí”.
Es aquí donde encontramos la clave de esa vida nueva que posee a san Pablo, a la mujer pecadora y a tantas otras conversiones que hubo, hay y habrá, el vivir “en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí”.
En efecto, si Cristo nos amó y se entregó a la muerte por cada uno de nosotros, la respuesta de cada uno ha de ser lo más generosa posible en lo que amar y entregarse se trata.
La mujer pecadora así lo entendió, de allí que el texto del evangelio afirme que acompañaban a Jesús en su predicación por las ciudades y pueblos, junto a los doce, “algunas mujeres que habían sido sanadas de malos espíritus y enfermedades: María Magdalena, de la que habían salido siete demonios”.
Queridos hermanos: como María Magdalena, no dudemos en humillarnos ante el Señor para recibir de Él la profundidad de la gratuidad de su misericordia y transformarnos así en seguidores incondicionales suyos.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XI del tiempo Ordinario. Ciclo “C”. 16 de junio de 2013. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com

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