30 de junio de 2013

“Revestidos de Cristo, saciemos nuestra sed de Dios, siendo uno con Él”


En el salmo responsorial cantábamos “Mi alma tiene sed de Ti, Señor, Dios mío”. Esta exclamación de alguna manera está presente en el corazón de toda persona que busca sosiego para su alma, felicidad para su vida, la plena realización de su ser.
 Por eso el salmista seguirá diciendo “Señor, Tú eres mi Dios, yo te busco ardientemente; mi alma tiene sed de ti, por ti suspira mi carne como tierra sedienta, reseca y sin agua” (salmo 62). También nosotros podemos estar en este mundo, muchas veces en el desierto de la vida, en medio de las dificultades que nos hacen creer que el Señor no nos atiende, aumentando nuestra sed de Dios al pretender saciarla con las realidades de este mundo y no con el “agua viva” que brota sólo de Él.
De allí la necesidad de buscarlo, sabiendo que corremos peligro de dejarnos llevar por los espejismos que seducen y conducen al engaño de creer que las cosas alejadas de la verdad y del bien pueden colmarnos.
El Señor nos señala hoy, la necesidad de acercarnos a Él (Lc. 9, 18-24).
Lo encontramos orando como sucede ante algún hecho importante de su vida, que será en esta ocasión comunicarles que “el Hijo del hombre debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día”.
Esta verdad, camino obligado para la salvación del mundo, no cuaja en el pensamiento de los discípulos, demasiado atados a la concepción de un mesianismo político. De allí que no resulte extraña la respuesta de Pedro acerca de quién es Jesús cuando afirma “Tú eres el Mesías de Dios”.
En efecto, los apóstoles esperan de Jesús que sea un líder que libere a Israel de la opresión romana, Él, en cambio, los interpela con el verdadero sentido de su misión que consiste en salvar y reconciliar al mundo con el Padre, a través de la cruz, por eso su caminar decidido hacia Jerusalén.
Esta verdad del misterio de Cristo que ha de ser aceptada por la fe, nos permite comprender que la sed de Dios que el corazón del hombre soporta muchas veces, sólo se sacia en el encuentro personal con Nuestro Señor, de allí la coherencia de su afirmación “el que quiera salvar su vida, la perderá: y el que pierda su vida por mí, la salvará”. Es decir, aquél que se introduzca en el misterio de salvación, y que sepa morir siempre a sí mismo, encontrará la salvación de su vida toda. Mientras que quien pretenda “salvar su vida” conservándola para sus intereses y vivencias egoístas, prescindiendo del misterio de la cruz y resurrección, siguiendo su proyecto personal o yendo tras lo que el mundo ofrece, la perderá, ya que no encontrará el sentido verdadero de su existencia en este mundo.
Sólo el que mire al que fue traspasado como anuncia el profeta Zacarías (12, 10-11; 13,1), tendrá experiencia de encontrarse con la “fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, a fin de lavar el pecado y la impureza”. Y esto porque del costado de Cristo, abierto por la lanza del soldado, vendrá el Espíritu Santo a completar la obra salvadora iniciada por el Maestro.
En el presente, cuando caminamos por el desierto de un mundo que se ha olvidado ya de Dios y experimentamos la profundidad de nuestra sed por lo que nos puede saciar plenamente, ¿encontramos como respuesta que es necesario escuchar la palabra del Señor, seguir su vida, hacerlo conocer en todos los ambientes de la sociedad? ¿Trato de dar testimonio de mi fe anunciando al Señor oportuna e inoportunamente? ¿Llevo la cruz de cada día que se identifica muchas veces con estar dispuestos a ser perseguidos y despreciados porque lo seguimos a Él?
Un ejemplo de este seguimiento de Cristo lo tenemos en Juan Bautista, patrono nuestro, -a quien recordaremos desde esta tarde en la misa de la vigilia-, quien fue el primero en reconocer la divinidad de Jesús al presentarlo como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (cf. Juan 1,29 y 36), consiguiendo que dos de sus discípulos, Juan y Andrés siguieran a Jesús. De este encuentro no sólo ellos recordarán la experiencia interior vivida, sino que el mismo Cristo reconoció a los que el Padre había puesto en su camino.
La vida de cada persona que viene a este mundo es totalmente plena cuando en el camino de la búsqueda del Padre que nos atrae hacía sí, se encuentra con su Hijo hecho hombre y, adhiriéndose a Él, lo anuncia incansablemente en medio del mundo, logrando hacerlo conocer y amar cada día más.
El encuentro con Cristo produce que como Juan el Bautista seamos capaces de proclamar la verdad aunque esto ocasione “la pérdida de la vida” para encontrarla más plenamente. Como el Bautista, es necesario comprometerse a preparar siempre el camino para que la sociedad de nuestro tiempo se encuentre con Jesús.
Queridos hermanos: vayamos al encuentro con Cristo, no nos cansemos de buscarlo, de aplacar nuestra sed de Dios ingresando de lleno en su vida.
Recordemos lo que nos dice san Pablo en la segunda lectura (Gál. 3,26-29) “que habiendo sido bautizados en Cristo” hemos quedado “revestidos” por Él llegando a ser “uno en Cristo Jesús”, manifestando así al mundo que es nuestro único Señor, al que servimos, seguimos y anunciamos para que a su vez sea conocido y seguido en el amor del Padre de todos.



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XII del tiempo Ordinario. Ciclo “C”. 23 de junio de 2013. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com










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