12 de agosto de 2013

“Convencidos que Dios es nuestra herencia, y nuestra vida un soplo, seamos ricos a los ojos de Dios en el recto uso de los bienes”



Hemos cantado al principio de esta misa “Tú eres Señor mi herencia, Tú eres mi único bien” (Salmo 15), y en el salmo responsorial “Nuestra vida pasa como un soplo, enséñanos a vivir según tu voluntad” (Salmo 89). Ambas afirmaciones están estrechamente unidas porque el decir que la vida pasa como un soplo nos hace pensar que la verdadera herencia está en el Señor, verdad que encontramos en los textos bíblicos que proclamamos en esta liturgia dominical.

El libro del Eclesiastés o Cohélet (1,2; 2,21-23) escrito doscientos años antes de Cristo, describe la realidad de la vida del hombre “que pasa como un soplo”, y es tan agudo en sus observaciones que algunos lo consideran pesimista. Sin embargo sus observaciones manifiestan la mirada de la sabiduría natural, bajo la inspiración divina, de lo que acaece comúnmente.
El término utilizado para señalar esto es el de “vanidad”, repetido muchas veces, “vanidad de vanidades, todo es vanidad”, que significa en su origen “soplo”, que podemos traducir en nuestros días como una realidad inconsistente, efímera, precaria o deleznable que significa "que se rompe, disgrega o deshace fácilmente", "poco duradero" o "sin solidez".
Esto nos permite apreciar que aquello en lo que el hombre pone a menudo su confianza, seguridad o esperanza, es pasajero, volátil.
Esta condición la reconocemos en nosotros, en la sociedad, cuando por ejemplo en una fiesta o celebración, el ser humano pugna por parecer importante, joven y feliz; o en el mundo de la política cuando muchos luchan por alcanzar el poder político -lamentablemente con frecuencia- como medio para alcanzar fama, riqueza o provecho personal, y esto también es “vanidad de vanidades”, pasajero y efímero.
En lo social, todo nos incentiva a vivir al máximo, ya que el existir humano en este mundo es breve. Y así, en la complacencia por los bienes materiales y placenteros, el hombre común se encadena porque tiene la experiencia de su precariedad, pero al carecer de la fe, se ve impedido de referirse a lo eterno.
En relación con esto, el apóstol san Pablo nos dice (Col. 3, 1-5.9-11) “ya que han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo” en alusión a la transformación obrada por el sacramento del bautismo, ya que estamos “muertos” y nuestra vida está “oculta con Cristo”, lo cual origina que “cuando se manifieste Cristo, que es la esperanza de ustedes, entonces también aparecerán ustedes con Él, llenos de gloria”.
Continúa el apóstol recordándonos “tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra”, no para evadirnos de nuestras responsabilidades como cristianos y ciudadanos, sino para aprender a mirar las cosas de la tierra con la mirada de quien está convencido que todo es fugaz y nuestra vida pasa como un soplo.
La juventud, la belleza física, la fuerza y vitalidad van pasando, de tal modo que nos hacen exclamar “¡qué cruel es el tiempo!” y nos amarga la existencia si en esto hemos fijado nuestra vida. Desde la fe, en cambio, con la mirada puesta en lo eterno, aún la experiencia del cuerpo mortal que se deshace, nos lleva a convencernos que el encuentro futuro con el Señor es plenitud de vida, donde no habrá más llanto ni dolor, sino sólo la alegría que proviene del Creador.
San Pablo muestra ciertos caminos que implican dejar la fugacidad de las cosas y de lo placentero, para afirmarnos en el plano de lo eterno: “hagan morir en sus miembros todo lo que es terrenal: la lujuria, la impureza, la pasión desordenada, los malos deseos y también la avaricia, que es una forma de idolatría”, ya que esto lleva a vivir en el espejismo de una felicidad pasajera. De allí la necesidad de despojarnos del hombre viejo y sus obras para revestirnos del hombre nuevo “que avanza hacia el conocimiento perfecto”, renovándonos constantemente “según la imagen de su Creador”.
Es decir, que al dejar el hombre viejo avancemos hacia el conocimiento perfecto de lo que es la vida humana, de lo que es el mundo, de lo que es la relación con Dios.
Por eso en la vida hay que elegir bien el camino a seguir, ya que a menudo nos atamos a lo pasajero y rehuimos de lo imperecedero que nos promete Dios, o preferimos la felicidad fugaz de lo terreno rehuyendo la felicidad sin fin que nos ofrece el Creador, corriendo el riesgo de no avanzar en el conocimiento perfecto de la realidad que nos rodea y en la que estamos insertos, provocando que seamos vistos sólo como personas huecas, que no poseen una verdadera y profunda mirada de la vida humana.
Ante la vaciedad de la mente de mucha gente, percibimos que no se ha alcanzado la perfección, que se vive en la frivolidad del corazón, sin ahondar en las aguas profundas de la sabiduría.
Ante estos peligros, Jesús nos enseña a tener siempre actitudes nuevas, que superen la engañosa mirada de superficie que con frecuencia tenemos, para penetrar en lo que existe en la raíz de los problemas cotidianos.
Y así, días atrás (domingo XVI durante el año) reflexionamos sobre el pedido que Marta hace a Jesús en relación con su hermana María “Dile que me ayude”, a lo que el Señor responde que a María no le será quitado lo mejor, que es escuchar a Dios y permanecer en su amistad por medio de las obras.
En el texto de hoy (Lc. 12, 13-21), un hombre pide a Jesús que intervenga en el litigio que tiene con su hermano que se ha apoderado de la herencia que correspondía a ambos. La solicitud es correcta ya que se trata de solucionar un problema de injusticia. Pero Jesús, después de señalar que no le corresponde resolver esos litigios temporales, apunta a la raíz de esa pelea que es la avaricia: “cuídense de toda avaricia, porque aún en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas”.
Y Jesús continúa afrontando el problema de la avaricia, tan latente en los seres humanos, que encandila y hace creer que la posesión de cuantiosos bienes asegura la vida del hombre en este mundo. El codicioso del texto busca guardar todo lo que posee no para administrar su riqueza cuando la necesita o para ayudar a otros, sino para asegurar un futuro de placeres y buena vida.
Podría ser alguien que, como sucede en nuestros días, -y no estaría obrando injustamente-, resguarda lo que tiene para venderlo según sus necesidades y ante el temor de la rapiña del fisco que sólo busca llenar sus arcas exhaustas por el derroche.
Lo que Jesús fustiga es el afán de tener cada vez más bienes, resultado esto común de quienes viven movidos por la avaricia, pecado propio del corazón insaciable.
Santo Tomás de Aquino al referirse al fin último del hombre, señala que cuando se piensa que éste se encuentra en la riqueza, el ser humano comprueba su indigencia profunda, ya que al no saciar su corazón en los bienes, ya que son contingentes, sigue acumulando más pensando que alguna vez llegará a la meta de lo esperado.
¡Cuántas veces decimos en referencia a alguna persona que robó demasiado, que cuándo se llenará, y nos admira que no descanse en su codicia de cargos, dinero, poder o placer!
En realidad, este no “llenarse nunca” es propio de un corazón que vacío de Dios, quien es el único que da plenitud al hombre, busca erróneamente en lo material la felicidad que nunca alcanza.
Continúa Jesús mostrando el desenlace de una vida así: la muerte sorpresiva que impide el disfrute que se pretendía dejando todo para quien nada hizo por obtenerlo como lo afirma también el Eclesiastés.
Es decir, cuando no se busca ser rico ante Dios, el hombre termina perdiendo ambas cosas, la riqueza de este mundo por la muerte y, la riqueza del cielo porque nunca se hizo cosa alguna para merecerla y custodiarla.
Hermanos: convencidos que Dios es nuestra herencia y que nuestra vida es un soplo, sepamos ser ricos a los ojos de Dios usando de los bienes de este mundo tanto cuanto nos ayuden a crecer en esa amistad divina.
Pidamos con confianza esta gracia de lo alto sabiendo de antemano que el Señor nos la concederá.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XVIII del tiempo Ordinario. Ciclo “C”. 04 de agosto de 2013. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com





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