16 de agosto de 2013

“Valoremos todo lo creado desde un corazón que tiene como único tesoro la persona de Cristo el Señor”.



La vida del hombre de todos los tiempos se caracteriza por un caminar por este mundo orientándose por la fe a la meta que lo enaltece como hijo de Dios en la comunión eterna con Él.
La liturgia de hoy nos habla de la certeza que residía en el pueblo elegido de llegar a la tierra prometida del cielo.
La carta a los hebreos (11,1-2.8-19) nos dice cómo Abraham escuchando a su Dios, se dirige donde se le indica sin saber para qué, pero con la certeza de que el Creador todo lo dispone para el bien de quienes ama. Caminaba porque esperaba aquella ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor era Dios y aunque no entrara en la tierra prometida de este mundo, sabía por la fe, que llegaría a lo que consistiría su fin último como creatura de Dios.
La fe que movía a Abraham, a Sara y a todos los elegidos, es definida por el autor sagrado como la “garantía de los bienes que se esperan”, esto es, la comunión con aquél que constituye el fin último del hombre, “la plena certeza de las realidades que no se ven”, es decir que no caminaban tras un espejismo, sino que orientaban toda su vida a la realidad eterna que no se ve con los sentidos pero que se cree con firmeza absoluta. Las verdades no vistas pero que se esperan, fueron aseguradas por la revelación del mismo Dios del Antiguo Testamento, quien diera probados signos de dar a conocer la verdad salvífica y que continuara el Hijo hecho hombre, Jesucristo, en la revelación del Nuevo Testamento.
La fe como don divino permite al hombre superar los obstáculos que se presentan –como la ignorancia y el pecado-, para dar el obsequioso consentimiento de la voluntad, para ser conducidos a un conocimiento más pleno de la misma verdad revelada.
Por la fe humana nosotros creemos como verdaderos muchos acontecimientos y, aceptamos variadas verdades sin haberlas verificado, basándonos en el testimonio de personas que consideramos veraces, mucho más la fe divina nos permite asentir verdades sobrenaturales no patentes a nuestro conocimiento humano porque nos apoyamos en el testimonio de Cristo que no se engaña y no puede engañarnos ya que es la verdad plena.
El Hijo de Dios hecho hombre como enviado del Padre que es, abre ante nosotros la intimidad divina, muestra el camino de la perfección humana y nos guía hacia la meta eterna a la que estamos llamados como creados a imagen y semejanza divina.
En este caminar hacia la meta es de capital importancia poner el acento en la amistad con Jesús porque “nadie va al Padre sino es por el Hijo”. Pensando en esto es que Jesús nos dice en el evangelio (Lc. 12,32-48) “allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón”.
¿Cuál es el tesoro para nosotros, qué es lo más importante? ¿Qué es aquello por lo que soy capaz de perder el sueño, de realizar grandes esfuerzos y sacrificios? ¿Es Cristo Nuestro Señor?
Alguien dirá, tengo familia, trabajo, vida social, no puedo dejar todo eso que significa tanto para mi vida y la de los míos y que ocupa la mayor parte del tiempo de mi vida.
Al respecto corresponde afirmar que se puede amar a la familia, al trabajo y a las múltiples ocupaciones que traemos entre manos teniendo nuestro corazón puesto en el verdadero tesoro para el creyente que es Cristo Jesús.
En efecto, puesta nuestra atención en primer lugar en el Señor, los demás amores no corren peligro alguno, al contrario, se fortalecen, ya que son mirados desde la forma nueva que otorga la luz de la fe. 
Y así, la familia se vislumbra como el ámbito propicio en el que crece el tesoro que es Cristo para cada uno, el trabajo se considera como una forma concreta de orientar todo lo humano a Dios, en fin, el quehacer cotidiano ya no permanece en un plano meramente horizontal, sino que alcanza su sentido pleno en relación con el Creador y su único Hijo nuestro Señor.
Es desde Cristo que se alcanza a comprender que toda la realidad temporal que se relaciona con el hombre se nos ha entregado para que como administradores de los bienes del Señor, los ordenemos a su Gloria y a la realización del ser humano, a quien ha de servir todo lo creado.
Al final de los tiempos se nos pedirá cuenta de esta administración, ya sea si he defendido la vida, si he proclamado la verdad, si he orientado mi familia a la percepción de los verdaderos bienes, si me he ocupado de proclamar la verdad sin miedo alguno.
Como la venida del Señor será como la del ladrón, sorpresivamente, el creyente ha de estar preparado en vigilante espera, cosa que sucederá si Cristo es el verdadero tesoro de nuestra vida, si el corazón de cada uno está puesto en su persona.
En este encuentro se nos exigirá conforme a los dones recibidos, de modo que cuanto más se nos haya entregado en administración, más se nos exigirá en respuesta.
Pidamos a Jesús nos ayude a crecer como hijos del Padre del cielo y que su presencia en nuestro caminar por este mundo sea un signo de que Él es el más importante en nuestra vida.



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XIX del tiempo Ordinario. Ciclo “C”. 11 de agosto de 2013. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com

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