3 de agosto de 2013

“Señor, enséñanos a orar al Padre, para que siempre pidamos según su voluntad”.

El libro del Génesis (18,20-21.23-32) nos presenta la figura de Abraham que ante Dios intercede por Sodoma y Gomorra, las dos ciudades pecadoras,  cuya destrucción está ratificada.
Comienza el diálogo con Dios tratando de granjearse su benevolencia para alcanzar el perdón, fundándose en la fidelidad de los justos que las habitan, diciendo “¿Así que vas a exterminar al justo junto con el culpable?”.
Esta petición de algún modo es un anticipo de la oración intercesora de Jesús en la Cruz que se ofrece por la salvación del hombre de todo tiempo. 
En el regateo que hace, el patriarca va descendiendo de cinco en cinco y luego de diez en diez a partir del número cincuenta, como exigencia mínima para que ambas ciudades merezcan el perdón divino. A todo este proceso responde el Señor con indulgencia, hasta que llegado al límite de diez se confirma que ni siquiera existe este número de fieles en medio de las poblaciones pecadoras. Sobresale en Abraham la súplica confiada intercediendo por los pecadores, conociendo las entrañas de misericordia del Creador para con sus creaturas, aún las más alejadas de su amor.
Este modo de oración de mediación lo encontramos encarnado de manera perfecta en Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, el cual en su oración en el árbol de la cruz reconcilia con el Padre al hombre de todos los tiempos.
De allí que el apóstol san Pablo, en la segunda lectura (Col. 2, 12-14), dice “ustedes estaban muertos a causa de sus pecados y de la incircuncisión de su carne, pero Cristo los hizo revivir con Él, perdonando  todas nuestras faltas. Él canceló el acta de condenación que nos era contraria, con todas sus cláusulas, y la hizo desaparecer clavándola en la cruz”. 
Queda patente así que el sacrificio de Cristo incluyó a toda persona que nace en este mundo, justos y pecadores, aunque en realidad nadie puede llamarse justo a sí mismo, sino sólo por la gracia y misericordia de Dios.
Comprendemos así que la oración suplicante de Jesús tiene un carácter diferente a la de Abraham en el Antiguo Testamento, ya que por ser Dios hecho hombre, su poder intercesor alcanza siempre la mirada benévola del Padre que se convierte en perdón misericordioso.
Desde la muerte y resurrección de Cristo, sabe el hombre de todos los tiempos que es posible ser tocado por la misericordia, teniendo siempre la oportunidad de retornar a la casa del Padre por la conversión, sin la destrucción segura que aleteaba en el pasado sobre las ciudades pecadoras.
Es decir, que mientras la paciencia de Dios tenía un límite de espera en el número de convertidos según el génesis, desde la muerte y resurrección de Cristo resuena siempre en el oído divino la súplica implorante del “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc. 23, 34), ya que como bautizados fuimos sepultados con Cristo y resucitados “por la fe en el poder de Dios”.
Si la oración de Cristo tiene desde siempre tal eficacia redentora, hemos de acercarnos a Él y decirle como aquél discípulo, “Señor, enséñanos a orar” (Lc. 11, 1-13), como Tú lo hiciste con tus discípulos, inícianos por este camino que conduce a la intimidad del Padre.
Como en aquellos tiempos con los suyos, Jesús nos iniciará como bautizados en la oración confiada que ha ocupado un lugar preferencial en nuestra vida desde que éramos pequeños, iluminándonos sobre el sentido de cada una de sus súplicas. 
Pero igualmente también, la Iglesia instituye que los catecúmenos mismos reciban durante su camino de preparación la oración del Padre Nuestro, para que guardada celosamente puedan pronunciarla después del bautismo   en la vigilia pascual, alzando los brazos al cielo y exclamando confiadamente, “¡Padre! somos tus hijos”.
¡Qué sublime sería si pudiéramos exclamar siempre con la confianza que otorga la vida justa y  el afecto de verdaderos hijos, “Padre”! 
Es más, sabemos que aún sumergidos en la noche del pecado, el espíritu nos mueve a suplicarle como el hijo pródigo, “¡Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco ser hijo tuyo”(Lc. 15, 21).
Decir “Padre”, ha de  significar el deseo de querer vivir siempre como buen hijo, reconocer no sólo que es todopoderoso y creador nuestro, sino que es aquél que nos cuida, que somos pequeños delante suyo, y que si no nos cuidara, ¿qué sería de nosotros?
Ante la tentación, tan frecuente hoy de pensar que podemos valernos solos, -con experiencias dolorosas a menudo cuando obramos con esta mentalidad sumida en el pelagianismo-, es necesario volver a percibirnos como hijos necesitados de su cuidado,  caminando siempre bajo la protección de su mirada amorosa, ya que separarnos del Padre significa renunciar a nuestro origen y desviarnos del único fin que enaltece al ser humano.
En la oración  que nos enseñó Jesús pedimos también que el nombre del Padre sea santificado, no porque podamos agregar algo a su grandeza, sino para que por nuestro obrar cotidiano el Padre sea reconocido como tal e invocado con total confianza.
Al respecto el Papa Francisco, en estos días, ha insistido a los jóvenes y con ellos a toda la Iglesia, con el ¡Vayan! al mundo, encuéntrense con tantos alejados de Dios para nuevamente manifestarles la alegría de pertenecer a Cristo en su Iglesia, y así, reconociendo cada uno su condición de hijo, ya no de hijo díscolo separado del Padre, nos encontremos nuevamente sintiendo el abrazo paternal de quien sólo busca nuestro bien y crecimiento como creados a imagen y semejanza suya.
Encontrarnos con el Padre significa recuperar la confianza que nos conduce a orar incesantemente en todo tiempo y lugar, implorando sólo lo que identificándose con su voluntad, nos hace plenamente felices: “pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá. Porque el que pide recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá”. 
La insistencia en la oración al Padre tiene como fruto que nos atienda, no para sacarnos de encima como meros importunos, sino con el amor que proviene de quien es dador de todo bien para sus hijos.
Es cierto que la mala experiencia con el padre de la tierra puede conducir a muchos a colocar en el mismo plano tal hecho negativo con la paternidad de Dios, pero aún en esa circunstancia la gracia de Dios, si somos confiados, nos llevará a entender la superioridad de la paternidad de Dios por sobre cualquier imagen que pueda desdibujarla.
Vayamos a su encuentro con la mirada puesta en las realidades eternas que el Padre nos ha prometido generosamente para nuestro bien, de manera que esa mirada encuadre toda oración  haciéndola eficaz,  ya que si bien a veces no nos responde, esto se debe a que quizás pedimos el escorpión en lugar del huevo, la serpiente en lugar del pescado.
En efecto, a veces somos como los niños pequeños que sin saber lo que piden reclaman un cuchillo a su padre con la negativa consecuente de éste que sabe de su peligrosidad. Igualmente nos sucede que creemos que pedimos lo mejor en alguna circunstancia concreta, cuando en realidad Dios sabe que no es para nuestro bien y no concede lo solicitado.
Si sucede que no sabemos pedir lo que conviene, imploremos a Jesús o al mismo Padre que nos enseñe a orar debidamente sabiendo que hasta una simple mirada de filial amor no pasa desapercibida.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XVII del tiempo Ordinario. Ciclo “C”. 28 de julio de 2013. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com


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