25 de agosto de 2013

“Por la puerta estrecha de la renuncia a nosotros mismos, avancemos jubilosos al encuentro del Señor que salva”.

Desde toda la eternidad, Dios quiso hacer participar al hombre, su obra más perfecta, de su misma vida. 
Por eso, desde la creación, la existencia humana tiene la explicación de su origen y la seguridad de su fin en Dios Creador.
Es tal la vinculación entre creatura y Creador, que la vida humana no se explica en sí misma, ni alcanza a tener sentido, sino es a partir de Dios. De allí que el hombre aún queriéndose desligar de su Señor, no pueda hacerlo, incluso buscando otros sustitutos que lo conformen, y más se engaña, si pretende encontrar alguien diferente que lo plenifique totalmente. 
Esta finalidad última del hombre en Dios, en quien se encuentra la eterna felicidad, es el eje de la liturgia de este domingo que reflexiona acerca de la salvación humana que gratuitamente se ofrece bondadosamente a todos.
El primer texto bíblico (Isaías 66,18-21) que proclamamos, nos trae una de las profecías más grandiosas sobre la llamada de todos los pueblos a la fe: “Así habla el Señor: Yo mismo vendré a reunir a todas las naciones y a todas las lenguas, y ellas vendrán y serán mi gloria”. La división de los hombres es consecuencia del pecado, la reunificación por la fe es señal del amor de Dios por toda la humanidad, sin distinción de razas ni regiones. 
Mientras los judíos después de la experiencia del exilio piensan en cerrarse en sí mismos evitando a los extranjeros, la providencia divina insiste en el llamado universal a todos los que quieran participar de su misma vida.
A través de quienes manteniéndose fieles en la Única Iglesia, la Católica, darán a conocer el nombre de Dios, los no creyentes están llamados a la conversión y  a formar parte de la misma por una decisión libre y personal, encontrándose así en camino, como los demás creyentes, para la salvación.  
La salvación es una tarea preocupante, por eso cabe la pregunta hecha a Jesús (Lucas 13, 22-30), “¿es verdad que son pocos los que se salvan?”. El Señor no responde directamente a la pregunta formulada sino que se centra en lo más importante: todos pueden salvarse porque a todos se ofrece la salvación, la vida en Dios, pero cada uno debe apresurarse a convertirse, a pasar por la puerta estrecha de la renuncia de sí antes que se nos pida cuenta acerca del seguimiento  o no de Jesús.
Esta conversión en fe y obras no hace distingos: tanto los que estamos cerca, como los alejados del Señor, hemos de cambiar de vida.
A nosotros pertenecientes a la Iglesia Católica del siglo XXI viene también el mensaje de que para salvarnos no es suficiente decir “hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas” ó pertenecemos a tal institución católica, sino que es necesaria la adhesión plena a Cristo, a su evangelio y a su Iglesia.
Como creyentes no podemos cerrarnos en la posición cómoda de afirmar  sólo nuestra pertenencia a la Iglesia, sino que hemos de comprometernos a estar abiertos a todas las personas para atraerlas a la fe verdadera. La fidelidad a Jesús no sólo  ha de ser una realidad vivida en el pasado y en el presente, sino que debe prolongarse también en el futuro que se nos ofrece a cada uno.
La palabra de Dios nos interpela a que demos frutos de santidad, que no dejemos para el último momento el sembrar para la vida eterna, porque el Señor que llama inesperadamente, podrá decirnos si nos ve carentes de obras buenas: “No sé de donde son ustedes; ¡apártense de mí todos los que hacen el mal!”
En este caminar hacia la salvación nos acompaña siempre el mismo Señor que busca nuestro bien y, a quien debemos pedir insistentemente nos purifique con su corrección asidua para que podamos librarnos de todo mal.
Esta corrección de la que nos habla la carta a los Hebreos (12, 5-7.11-13) manifiesta por cierto el amor de Dios que sólo busca nuestro bien de hijos amados, llamados a la gloria del cielo que no tiene fin.
Confiando siempre en el poder divino y abriendo nuestro corazón al bien del prójimo, con el espíritu de renuncia que da la fuerza para entrar por la puerta estrecha, superemos toda suerte de egoísmo recobrando su vigor “las manos que desfallecen y las rodillas que flaquean” para avanzar por el camino llano de la santidad.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XXI del tiempo Ordinario. Ciclo “C”. 25 de agosto de 2013. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com




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