21 de septiembre de 2013

“Confiando siempre en la misericordia de Dios, sobreabundará en nosotros la gracia de nuestro Señor”


Cantábamos recién al comenzar la  Eucaristía dominical “¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo?”.
Pregunta ésta que debiera estar siempre presente en nuestro corazón, para darnos cuenta que nunca es suficiente lo que podemos realizar para responder  a la grandeza de Dios que se derrama abundantemente en nuestros corazones por medio de su amor manifestado en misericordia. Y esto porque el don divino recibido es siempre mayor que el mérito alcanzado por nuestras obras.
La liturgia de hoy, pues, nos invita a poner nuestra mirada en Dios, reconocer una vez más que el peregrinar del hombre por este mundo no tiene sentido si no estamos plenamente unidos a Aquél que nos ha dado el don de la vida temporal y el de la gracia que nos prepara para la plenitud.
El ser humano siempre tiene esa tentación de correr detrás de otras cosas que lo encandilan y seducen, como los israelitas en el desierto (Ex. 32, 7-11.13-14), que fabricaron el becerro de oro para rendirle culto, renunciando al Dios verdadero. 
La seducción es tan deslumbrante, que el ser humano, nosotros incluidos, con facilidad deja al “Dios Vivo”, para postrarse ante los “dioses muertos” del poder, del dinero, del placer o cualquier otro sucedáneo que le atrapa.
Obstinadamente con frecuencia vamos tras aquello que sabemos nos deja vacíos, ya que aunque lo deseemos, nunca podremos cortar el cordón umbilical que  nos une a Dios y que llamamos religión, esto es, la orientación y ligazón natural que nos une al Creador.
Así como un hijo, por más que lo desee,  no puede “desligarse” de sus padres, de la misma manera, aunque el ser humano reniegue de su Creador, jamás podrá  desasirse de la unión que lo liga a quien le dio el ser y que como Padre lo espera siempre revistiendo entrañas de misericordia, que sale al camino del extravío para encontrarse  con quien está regresando de su exilio a causa del pecado.
El hijo apartado del Padre (Lc. 15,1-32) ha querido probar otras cosas, otros encantos, cansado de vivir con aquél que lo ama sinceramente desde que le dio el ser, con la ilusión de que otros lo amarán o considerarán más que su Padre.
Espejismos que prometen mucho pero que dejan el corazón vacío, se presentan ante el hijo errante que recorre perdido el camino de la vida. 
Y cuando se toca fondo, como el hijo derrochón de los bienes, se advierte que se está hambriento de aquello que se poseía en la casa paterna y se piensa en la necesidad de retornar a la vida confortable de la que se gozaba, siendo la añoranza de lo perdido lo que motiva el regreso en un primer momento, vivencia que Dios Padre utiliza como medio para atraer junto a sí a quien se había alejado, encandilado por el espejismo de falsos goces.
De esta manera se advierte que sólo Dios es quien da sentido a nuestro existir, se llega a comprobar lo que el mismo Jesús nos dice proféticamente: “Sin mí nada podéis hacer”  (Jn. 15), y que Dios siempre busca enaltecer al ser humano que contrariamente, hace caso omiso de su vocación,  y sólo anhela muchas veces  aquello que lo denigra  y lo aparte de su grandeza.
A pesar de ello el Padre se alegra con el regreso de su hijo, de cada uno de los alejados, no porque necesite de nosotros, sino porque nos ama desde toda la eternidad y lo manifiesta precisamente a través de su misericordia.
Cuando se ha experimentado el peso del amor de Dios ya no se lo deja más. En efecto, el peso del pecado nos hace sentir mal como personas, pero no nos lleva  necesariamente a descubrir la gravedad de  la ruptura con Dios. Es importante descubrir que el Padre de las misericordias nos ha esperado a pesar de nuestra decisión de alejarnos.
El apóstol san Pablo nos dice en la segunda lectura (1 Tim. 1, 12-17), y lo deberíamos tener siempre presente, que “es doctrina cierta y digna de fe que Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores” realizando así en plenitud la voluntad del Padre para que nosotros experimentemos en profundidad la paternidad divina, como le aconteció al apóstol que fue “tratado con misericordia porque cuando no tenía fe, actuaba así por ignorancia. Y sobreabundó en mí la gracia de nuestro Señor, junto con la fe y el amor de Cristo Jesús”. Precisamente esta abundancia de la gracia de Jesús es la señal más clara de la misericordia divina. Y sigue diciendo el apóstol, y que podríamos decir también nosotros, que “si encontré misericordia, fue para que Jesucristo demostrara en mí toda su paciencia”. O sea, perdonados hemos de dar testimonio de esa paciencia que se ha tenido con cada uno de nosotros de parte de Jesús que nos espera siempre para transformar nuestra vida. 
Pero la experiencia del perdón sólo la vive quien se cree pecador, de allí la importancia de acudir siempre a la fuente de la misericordia, el sacramento de la reconciliación. Si pensamos en cambio que no tenemos pecado, nada puede realizar el Señor en nuestros corazones, y nunca lograremos ser justos ante su presencia.
Sigue diciendo Pablo que él se pone “como ejemplo de los que van a creer en Él para alcanzar la Vida eterna” invitándonos a hacer ver a los demás que también como nosotros pueden alcanzar la misericordia de Dios.
Por otra parte, no hemos de sentirnos mal como el hijo mayor que no soporta que su padre pueda perdonar a su hermano. 
Pensamos quizás alguna vez que hemos sido fieles a Dios a lo largo de mucho tiempo y que sin embargo no se nos ha reconocido nuestro obrar, mientras a tantos hermanos alejados de Dios se les ha perdonado y admitido con honores a la casa paterna. Por el contrario, hemos de alegrarnos porque quien estaba perdido ha sido encontrado. 
Darnos cuenta que si nos quejamos por haber sido fieles durante mucho tiempo mientras nos duele el perdón que recibe el hermano perdido es porque en el fondo podemos estar envidiando la vida de pecado de quien estaba alejado, creyendo que la pasó bien, cuando en realidad no estuvo más que hundido en la vergüenza y la miseria más profunda.
El hermano menor se sentía falsamente feliz, pero en realidad estaba hundido en la amargura y la soledad. Fue el regreso al Padre lo que le devolvió la felicidad, por eso es justo celebrar su regreso con fiesta y música.
El regreso del hermano menor es un testimonio vivo no sólo del fracaso a que conduce la vida pecaminosa que había buscado, sino a su vez testimonio de la misericordia de Dios que siempre está dispuesto a perdonar si alienta en el corazón del pecador el arrepentimiento y el propósito de una vida de santidad.
Esta experiencia de salvación del hombre nos señala que nunca hemos de desesperar de nadie, ya que la gracia de Dios ofrecida generosamente puede ser respondida y fructificar en una existencia nueva.
Sintámonos interpelados para vivir santamente, orando siempre por la conversión de los más alejados del Señor.



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XXIV del tiempo Ordinario. Ciclo “C”. 15 de septiembre de 2013. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com


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