13 de diciembre de 2013

“La grandeza de María Inmaculada nutre nuestra esperanza de llegar a las alturas de la santidad”



En este tiempo de Adviento en el que nos preparamos para hacer “memoria” vívida de la primera venida del Hijo de Dios hecho hombre y que fortalece nuestra vigilante espera de su segunda venida al fin de los tiempos, contemplamos la persona de María Santísima en el misterio de su Inmaculada Concepción que hizo posible precisamente la Encarnación del Hijo del Padre Eterno, haciendo de Ella una digna morada.
Esta fiesta se remonta a muchos siglos atrás, y si bien en un primer momento honraba a santa Ana porque había engendrado a María sin la herida del pecado original, posteriormente la atención fue puesta en quien sería la Madre del salvador.
Pacíficamente durante el transcurso del tiempo y sin interrupción alguna, la cristiandad exalta este misterio de María sin la herida del pecado original hasta que el papa Pío IX declara el dogma de la Inmaculada Concepción de María Santísima.  
El texto del evangelio (Lc. 1, 26-38) confirma la especial dignidad de María  llamándola  el ángel “llena de gracia, el Señor está contigo”. María había sido elegida para ser Madre de Jesús, el Dios hecho hombre, y por lo tanto no debía existir en ella ningún vestigio del pecado de los orígenes con el que nacemos todos, y del cual María fue liberada ya que en ella se aplicó anticipadamente la redención alcanzada por su Hijo, es decir, fue la primera redimida.
La venida en carne del Hijo de Dios está anunciada y decidida en el origen mismo del hombre y después de su caída en la rebeldía.
La fe nos enseña en el libro del génesis (3, 9-15.20) con un lenguaje y descripción sencilla, que el hombre creado en perfección y santidad pretende elevarse contra Dios siguiendo la tentación del maligno.
Caído en pecado, comienza a experimentar el desorden propio de la rebeldía contra Dios, y sintiéndose desnudo se esconde de la vista del creador. Desnudez que implica la pérdida de la amistad divina, el quedar desprovisto de la gracia elevante como creados a imagen y semejanza del Todopoderoso. 
De hecho la pérdida de la presencia de Dios en nuestra vida nos transforma en personas desvalidas, imposibilitadas para elevarnos a la grandeza para la cual fuimos creados. Esta desnudez en los orígenes, consecuencia del pecado,  nos sigue a todos los descendientes de Adán, reclamando una nueva intervención divina para recobrar la gracia perdida.
La herida del pecado es tan profunda que tanto el varón como la mujer no asumen su propia culpa, sino que tratan de desviarla directamente al maligno, historia esta que se repite en el transcurso del tiempo toda vez que el hombre no reconoce su culpabilidad o trata de disminuirla achacando a otros la causa de sus propias debilidades. Pero quizás porque Dios conoce nuestras limitaciones es que fustiga duramente al demonio augurándole una derrota ejemplar de parte del descendiente de la mujer –Jesús-, que le pisará la cabeza. Esta afirmación del libro del génesis ya nos anuncia la presencia del Salvador de la humanidad, que permitirá el retorno de todos los que se acojan a su acción salvadora, y se apresten a vivir en la fidelidad a Aquél que nos ha redimido.
¡Hasta que punto Dios ama al ser humano, que caído éste en el pecado le presenta la senda de su salvación y perfección!
Para realizar esto Dios prepara una digna morada en la persona de María, la elegida desde toda la eternidad, para permitir la entrada en la historia humana de su mismo Hijo.
Así como por una mujer entró el pecado en el mundo, también por una mujer –María, la llena de gracia- entrará la salvación a la historia humana, siendo Ella por el misterio de la muerte y resurrección de Jesús, la primera redimida de un modo anticipado.
Presentada como la Purísima, es ella la que entregó siempre su corazón al Dios que la había creado, redimido y santificado en grado sumo. Consciente que es constituida morada del Salvador, su Hijo, María está siempre en el decurso del tiempo muy cerca de cada uno de nosotros, hijos entregados por su Hijo cuando su crucifixión y  muerte en Cruz.
Por eso reconocer la grandeza de María implica reconocer también cuánto nos ama Dios, a pesar de nuestros pecados, y que está siempre dispuesto a recibirnos de nuevo, si media la conversión sincera y el deseo de proseguir en la fidelidad a su nombre.
Santificando a María, Dios nos enseña que también nosotros estamos llamados a subir a las alturas de la santidad, que no se desdice de sus promesas y de la elección que de nosotros ha realizado, que no renuncia a entregarnos los dones que necesitamos para  crecer como hijos de Dios y que nos espera junto a Él al fin de los tiempos.
Queridos hermanos: la Palabra de Dios nos deja todas estas enseñanzas para que guardadas en nuestro corazón sepamos gustar lo que significa la grandeza de María y, con ella la grandeza a la que también nosotros estamos llamados.
Obrando siempre en comunión con Dios y al servicio de los hermanos, como lo hizo María, caminemos hasta llegar igualmente nosotros, limpios de corazón, al encuentro definitivo con Dios.

Pintura de  Juan de Juanes  (1568).

Padre Ricardo B. Mazza, Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” de Santa Fe de la Vera Cruz, en Argentina. Homilía en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María Santísima (2do de Adviento), ciclo “A”. 08 de diciembre de 2013.
ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com.
























































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