7 de febrero de 2014

“Como Jesús fue presentado al Padre en el templo, también nosotros hemos de presentarnos a Él con un corazón puro”.



Celebramos hoy la fiesta de la Presentación del Señor en el templo cumpliendo así con las prescripciones de la Ley de Moisés.


María y José llevan al Niño para ofrecerlo a Dios como se hacía con el primogénito, recordando que la muerte de los primogénitos de hombres y animales en Egipto, posibilitó la salida del pueblo elegido de la esclavitud a la que estaba sometido. Estos primogénitos israelitas no debían ser muertos, sino rescatados por medio de la entrega de una ofrenda. De generación en generación se debía explicar a los hijos el por qué de esta presentación, manteniendo así viva la memoria del pueblo sobre este signo del amor divino sobre ellos, que se mantenía en el tiempo a pesar de las múltiples infidelidades humanas, que no consideraban con frecuencia el bien recibido y la Alianza del Sinaí.
Esta presentación de Jesús en el Templo, además, está anticipando su entrada gloriosa en la Jerusalén Celestial, el cielo, después de su muerte, resurrección y ascensión salvadoras. La entrada de Jesús en el Templo es una invitación precisa a cada uno de nosotros para caminar en nuestra vida hacia el Templo celestial donde nos espera Dios, pero viviendo ya en este mundo con la luz interior que nos da a cada uno de nosotros Aquél que es la Luz de las naciones.
De allí que en la antigüedad esta fiesta era la del encuentro del Salvador con su pueblo, encuentro ya anunciado en el Antiguo Testamento “Así habla el Señor Dios, yo envío a mi mensajero para que prepare el camino delante de mí “, refiriéndose a Juan el Bautista, “Y enseguida entrará en su Templo el Señor  que ustedes buscan; y el ángel de la alianza que ustedes desean ya viene, dice el Señor de los ejércitos” (Malaquías 3,1-4),  manifestando el ansia de todo hombre de buena voluntad por encontrarse con su Dios en la persona de su Hijo hecho hombre Jesucristo. La misión de este enviado será la de purificar del pecado a todo hombre de buena voluntad que lo busque.
Así se expresa también el autor de la carta a los Hebreos (2,14-18) cuando anuncia  que el Hijo toma nuestra carne humana para hacerse semejante a nosotros menos en el pecado y de esa manera purificarnos interiormente por su muerte y resurrección salvadoras. “Él no vino para socorrer  a los ángeles sino a los descendientes de Abraham”, es decir, nosotros, que en verdad lo somos en virtud del don de la fe recibido por la misericordia de Dios y sostenido por nuestra buena disposición interior. 
Continúa el texto abundando en la misión del Mesías afirmando que “por haber experimentado personalmente la prueba y el sufrimiento, Él puede ayudar  a aquéllos que están sometidos a la prueba”.
Estamos celebrando también la fiesta de la Luz que nos ilumina y que con la fuerza de su fuego purifica totalmente al hombre que se entrega al Salvador. Precisamente en la primera oración de la misa pedíamos a Dios “que así como tu Hijo unigénito, hecho hombre, fue presentado hoy en el templo, también nosotros podamos presentarnos a ti con un corazón puro”. 
Y esto es así porque sólo el fuego del amor divino puede purificarnos totalmente de nuestras maldades, y porque sólo Jesús, como Luz suprema, nos lleva a la verdad del Padre que se nos descubre por su medio, a la verdad  sobre el fin último de todo lo creado, y a la verdad acerca del sentido de nuestra propia existencia.  
Decíamos que esta era también  la fiesta del encuentro del Señor con su pueblo en la persona de Simeón. 
En efecto, ¡qué bella imagen nos deja el evangelio con la figura de Simeón! Como se le había revelado que no moriría sin ver al Salvador, guiado por el mismo espíritu se dirige al Templo, para encontrarse con Jesús, representando de esa manera a todo el pueblo elegido. 
Simeón toma el niño en sus brazos interpelándonos para que hagamos también lo mismo y sintamos el gozo de la permanencia de Jesús entre nosotros, como muchas veces experimentamos cuando tenemos en nuestros brazos algún recién nacido que nos es cercano.
Simeón representa al pueblo fiel que año tras año esperaba con confianza el cumplimiento de las promesas mesiánicas, espera que se convierte en realidad en el hoy del encuentro con el Niño.
Es por ello que  exclama con convicción (Lucas 2,22-40)“Ahora, Señor  puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos; luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel”.
¡Qué hermoso será si al momento de nuestra partida de este mundo, revestidos de la gracia, podamos exclamar con confianza también que “puedes dejarme en paz Señor, porque he visto la salvación en Jesús y he vivido siempre iluminado por su luz celestial”!
Aún a las puertas de la muerte, el creyente que vive de la fe, ha de sentirse en Paz, con esa Paz que otorga la certeza del encuentro definitivo con quien nos ha creado. 
Como le aconteció a Simeón, debemos sentir cómo el Espíritu nos conduce a Jesús para que iluminados interiormente descubramos la belleza de una vida consagrada a Él, dejando la tentación de desecharlo por ir tras los atractivos pasajeros que el mundo y los servidores del maligno nos presentan por doquier.
Aprendamos a vivir como la profetisa Ana que busca dar siempre gloria a Dios. Dar gloria que implica reconocer la grandeza divina manifestada siempre en todo lo creado, especialmente en nosotros, sus imágenes y semejanzas.
Pidamos al Seños nos ilumine para entender así el misterio de salvación que se nos manifiesta en el encuentro de Jesús con su Padre en el Templo de Jerusalén para  ofrecerse como ofrenda pura y con su pueblo para conducirlo al Templo eterno del Cielo.




Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en la Fiesta de la Presentación del Señor. 02 de febrero de 2014.-http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.- 






No hay comentarios: