31 de enero de 2014

“Convertidos del pecado, sintámonos incluidos por el Señor para transmitir su Verdad a una sociedad que se ha alejado de Él”.




Nos dice el profeta Isaías (8,23b-9,3) que en un primer tiempo Dios humilló al país de Zabulón y Neftalí, refiriéndose a estas dos tribus de Israel que sufrieron la opresión Asiria en el siglo VIII a.C.

A causa del pecado, muchas veces en la historia de la salvación, Yahvé busca la purificación de aquellos que no son fieles a la Alianza realizada en el Sinaí, y lo hace a través de la invasión de extranjeros con el posterior exilio de muchos de sus habitantes, especialmente de las clases dirigentes. Sin embargo, como Dios no se desdice de su Palabra y promesas de salvación, siempre abre una puerta de esperanza para los oprimidos israelitas.
Igualmente acontece con nosotros, que habiendo realizado una alianza con Dios por el sacramento del bautismo y conscientes de los dones recibidos, le somos con frecuencia infieles, aunque Él se mantiene constante en su elección por nosotros, dejando siempre abierta la senda de la salvación. Cada día debiéramos agradecer a Dios porque estamos vivos, y alabarle por ser tan abundantes las muestras de su amor por nosotros, a pesar de nuestras fallas y desconsideración con la indiferencia y el olvido.
En efecto, nuestro Señor, que no se desdice de sus promesas, viene siempre al encuentro del hombre para rescatarlo de sus miserias, como lo recuerda el texto evangélico que hemos proclamado (Mt. 4,12-23), asegurando que Jesús se dirige a Galilea, la tierra de los gentiles, para dar cumplimiento a lo anunciado por el profeta Isaías: “El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían  en las oscuras regiones de la muerte, se levantó una luz”, refiriéndose a Jesús, el Mesías, que viene a liberarnos de todo impedimento para unirnos más plenamente a Él. Por lo tanto, al ingresar en tierra de paganos, aunque también se encuentran judíos en cuyas sinagogas enseña, Jesús deja en claro que su misión se orienta a la salvación de la humanidad toda, mostrando un estilo de vida diferente.
Percibimos en las páginas del evangelio el gesto repetitivo del Salvador que anuncia una existencia nueva para cada uno de nosotros, y esto porque el corazón humano es también repetitivo en sus infidelidades e indiferencia ante la Palabra divina, y que sólo recurre a Él cuando arrecian las dificultades y la imposibilidad humana para encontrar respuesta a los grandes interrogantes que aparecen en nuestra existencia cotidiana.
De allí, que en su mensaje, Jesús insiste en “conviértanse porque el reino de los Cielos está cerca”, es decir, ya está presente con la venida en carne del Hijo de Dios, ofreciendo siempre la vida nueva propia de los hijos del mismo.
La conversión, o sea, dejar atrás lo que no es Dios, todo lo que esclaviza nuestra vida, es necesaria para ingresar a la vida nueva que se nos ofrece en abundancia. Conversión que implica dar la espalda a toda opresión que se cierne sobre el creyente, librarnos de la pérdida del sentido de la vida que muchas veces nos limita en la búsqueda de la verdad y del bien, la opresión de una cultura que se funda en la mentira y el engaño, para comenzar una unión estrecha con el Señor, un seguimiento confiado a su Persona, una escucha atenta de su Palabra.
¡Hasta nuestra misma Patria se vería liberada de las miserias económicas, políticas, laborales y familiares si se diera una conversión seria de los creyentes que implique un vivir cada día según el mensaje del evangelio!
Jesús es consciente que en esta obra de salvación hemos de estar incluidos nosotros mismos, de allí que llame a Pedro, Andrés, Santiago y Juan como los primeros apóstoles convocados a ayudarlo a transmitir esta vida nueva que Él propone, y que abarca a todos y a cada uno, pero que sólo es el comienzo de una convocatoria más amplia de todo creyente para continuar su obra en este mundo. De allí que sea necesario no dejarlo solo en la obra evangelizadora, sino sentirnos incluidos nosotros mismos como sujetos evangelizadores y enviados a “tierra de gentiles”.
Al respecto, el texto evangélico señala que los apóstoles convocados dejaron todo para seguirlo al Señor  y comenzar a recorrer la Galilea de los gentiles y de los judíos, tarea en la que estamos incluidos también los creyentes en cada etapa de la historia de la salvación.
Al enterarse Jesús que Juan Bautista estaba encarcelado, nos recuerda el evangelio, se retira a Galilea ya que concluida la misión del precursor, continúa la del Hijo de Dios, termina la misión del que es voz en el desierto, para continuar la de Aquél que es la Palabra viva del Padre, acompañado por los elegidos y así enseñar “en las sinagogas de ellos, proclamando la Buena Noticia del Reino y sanando todas las enfermedades y dolencias de la gente”. 
El Señor nos comunica la verdad de la salvación, si la valoramos en su profundidad, y no “pálidas”, como a veces sentimos, al buscar la respuesta a tantas inquietudes, en aquello que no proviene de Dios.
¡Cuántas veces buscamos paz y seguridad en lo que está de moda como la energía innominada de no sabemos qué cosa, en lugar de dejarnos conducir por la energía del Espíritu de Dios!
¡Cuántas veces nos prendemos de cuanto culto o experiencia religiosa extraña aparece en el horizonte de nuestra vida diaria, -lo cual muestra cuánta necesidad tenemos de lo que es verdaderamente religioso-, en lugar de ir al encuentro de Jesús para seguirlo e imitarlo en serio!
La conversión verdadera, pues, pasa por retornar a las fuentes que están en la base de nuestro recorrido de fe y que muchas veces abandonamos por seguir los encandilamientos de propuestas engañosas y pseudo religiosas.
Es necesario no caer en la tentación de recurrir a las novedades que nos ofrece la sociedad tan superficial en la que estamos insertos, sino buscar lo que proviene de Cristo y así sanar realmente nuestra existencia, muchas veces sin sentido pleno porque nos adherimos a lo que nos satisface momentáneamente pero que no nos realiza en plenitud.
Más aún, cuando existe la incorporación de Cristo en nuestro ser, esto se manifiesta también en la vida comunitaria, siendo principio de unidad en la vida de la Iglesia, como señala san Pablo (I Cor. 1, 10-14.16-17).
Precisamente la falta de unidad en la Iglesia se produce porque cambiamos a Cristo por líderes humanos que nos atraen. Y así, en la actualidad hay quienes dicen “yo soy de Benedicto”, “yo soy de Francisco”, “yo sigo la línea del padre Luis, o del cura Narciso”, y así hasta el infinito. 
Ante esta afirmación, es san Pablo mismo quien nos responde que no recibimos el bautismo en nombre de persona alguna, sino de Cristo; que Cristo no está dividido, y que fue Él, quien crucificado y levantado en alto, nos rescató del pecado y de toda miseria humana. 
Cuando el cristiano tiene como eje de su vida al Señor, ya no duda más a quién ha de seguir y escuchar, y sólo transmite “la Buena Noticia, y esto sin recurrir a la elocuencia humana, para que la cruz de Cristo no pierda su eficacia”.
Muchas veces acontece que el seguimiento de personas pecadoras como nosotros, nos lleva inexorablemente a una evangelización parcializada por miradas particulares de líderes humanos que confunden o tergiversan la doctrina misma de Cristo, ya que no se tiene en cuenta que no somos propietarios de la verdad para comunicarla según nuestro parecer personal, -como acontece en la actualidad sobre lo que es el “ matrimonio” homosexual- sino que es la verdad, Cristo, quien nos posee por el bautismo, y  a quien hemos de transmitir con toda fidelidad.
Más aún,  sabemos que no son las miradas incluso de distintas confesiones cristianas las que versan sobre el Cristo total, sino lo que hemos recibido desde antiguo como católicos y que hemos de dar a conocer sin caer en el relativismo de pensar que todos los pensamientos son igualmente buenos con tal de que tengan a Cristo como centro, aunque no se lo reconozca en la totalidad de su enseñanza.
Con frecuencia hasta en la misma vida parroquial se viven estas divisiones, cuando añoramos lo que hizo el cura anterior y criticamos todo lo que realiza el que está al presente, o añoramos las novedades que nos pueda traer el que vendrá. Si descansáramos en Cristo el Señor como centro de nuestra vida, percibiríamos que como  los apóstoles, estamos llamados a misionar en la sociedad que nos circunda, siguiendo siempre los pasos del Maestro.
Hermanos: pidamos al Señor que nos ilumine para poder entender siempre lo que nos enseña, y la fuerza necesaria para vivirlo, especialmente por la conversión que reafirma el sacramento de reconciliación y conforta la eucaristía.

Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el III° domingo durante el año. Ciclo “A”. 26 de enero   de 2014.-http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.- 











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