23 de enero de 2015

“Reconociendo la dignidad del cuerpo, que es para el Señor y su seguimiento, busquemos conocer dónde vive y lo que espera de cada bautizado”

Los textos bíblicos de este domingo señalan cómo Dios viene a nuestro encuentro para hablar al corazón de cada uno, mostrando el camino hacia Él, y por tanto a la vida eterna.
Esta voluntad divina requiere, por cierto, la apertura del corazón humano a la Palabra de su Creador, el no quedarnos a escuchar las propias pasiones, o los criterios del mundo u opiniones de la cultura de nuestro tiempo, ya que esto haría imposible  la disponibilidad  necesaria para escuchar al Señor. 
Ejemplo de esta disponibilidad ante Dios lo encontramos en la figura de Samuel (I Sm. 3, 3b-10.19),  entregado por su madre a Dios, cumpliendo así la promesa que hiciera, por haber alcanzado el don de  la maternidad. 
En el Templo que custodia el Arca de la Alianza con las dos tablas de la ley, y acompañando al sacerdote Helí, Samuel es llamado por su nombre tres veces, y enseñado por el sacerdote, que intuye la presencia divina, dirá: “Habla Señor  que tu servidor escucha”, comenzando así su experiencia de dialogar con Dios, y ser su portavoz cada vez que se le pedía, de allí que “Samuel creció, el Señor estaba con él, y no dejó que cayera por tierra ninguna de sus palabras”.
¡Qué diferente sería nuestra vida terrenal si tuviéramos siempre la actitud de profunda disponibilidad ante el Señor, manifestada por  Samuel!
En el texto del evangelio (Jn. 1,35-42) nos encontramos nuevamente con la mediación humana necesaria para que el creyente conozca y escuche la voz del Señor por vez primera. En efecto, fue Heli con Samuel en el Antiguo Testamento, y Juan Bautista con dos de sus discípulos en la Nueva Alianza.
Tanto Heli como Juan Bautista son conscientes que no son “dueños” de aquellos que les fueron confiados, de allí que el primero indicará como escuchar a Dios, y el segundo señalará a Jesús afirmando “Este es el Cordero de Dios”, concluyendo en ambos casos con el seguimiento de Dios o de  Jesús.
Ante la persona del Mesías, no pueden resistir los discípulos de Juan el seguirle, y ante la pregunta “¿Qué Quieren?, Dirán,  ¿Maestro, dónde vives?, Vengan y lo verán” fue la respuesta. “Era alrededor de las cuatro de la tarde”, y quedaron con Él el resto del día, y a la mañana siguiente Andrés, uno de lo que estuvieron con Jesús, le dirá a su hermano Simón “Hemos encontrado el Mesías”.
¿Qué experiencia han tenido con Jesús que los ha cambiado totalmente? Ciertamente fueron tocados en su corazón, y al igual que Samuel, se dispusieron dócilmente a seguir los pasos del Mesías, sin saber, cuál sería su misión definitiva, pero encontrando en esto la respuesta al “¿dónde vives?”.
Esta es la clave de la vida cristiana, ya que cuando el bautizado se encuentra con Cristo Nuestro Señor, y lo conoce plenamente, ya no lo abandona más.
Sólo un conocimiento difuso de Jesús, o acomodaticio, por el que la persona humana acepta lo que le agrada de su enseñanza, y rechaza lo que considera exigente o no acorde con su concepción de vida, culmina con el rechazo de su persona o con una actitud indiferente ante el proyecto de vida que nos ofrece. 
Cuando se ha entendido lo que implica el amor del Señor, o que hemos sido elegidos por Él, porque somos hijos adoptivos del Padre, y que estamos llamados a una misión concreta en la sociedad, es posible seguirlo, amarlo y profundizar esto en el testimonio concreto manifestado en la sociedad.
Por eso el encuentro con Cristo supone siempre el seguimiento de su Persona y de su enseñanza, ya que creyendo en Él, aceptamos como única verdad, no sólo que es el Hijo del Padre hecho carne, sino también que sólo puede provenir de su misterio lo que hace plenamente libre a quien lo asume.
Esto nos debe llevar por lo tanto a preguntarle al Señor  “¿dónde vives?”, o a decirle como Samuel “Habla, porque tu servidor escucha”.
El apóstol san Pablo (I Cor. 6, 13c-15ª.17-20) en el texto proclamado, nos ofrece la oportunidad de reflexionar en una exigencia, una de tantas, que forma parte  del seguimiento de Cristo y que Él mismo explicita afirmando “Felices los que son limpios de corazón porque verán a Dios” (Mt.5,8).
San Pablo partiendo de la verdad del bautismo recibido, que nos eleva a la vida sobrenatural recuerda que "el  cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor; y el Señor es para el cuerpo”, más aún, declara con énfasis, “ustedes no se pertenecen, sino que han sido comprados, ¡y a qué precio! Glorifiquen entonces a Dios en sus cuerpos”.
Esta afirmación del apóstol, desentona no pocas veces con la mentalidad actual, que incluso entre los católicos, pontifica afirmando que el cuerpo pertenece a cada uno y por lo tanto cada persona es libre de hacer lo que apetece con el, renegando que alguien se atreva a poner límite alguno.
El apóstol, en una ciudad como Corinto en la  que corrupción sexual tenía carta libre, se atreve, sin embargo, a dirigirse a los bautizados, exhortándoles a ser capaces de vivir según la persona y enseñanza del Señor, porque “¿no saben acaso que sus cuerpos son miembros de Cristo?” y más aún “¿No saben que sus cuerpos son templo del Espíritu Santo, que habita en ustedes y que han recibido de Dios?”
Si el cuerpo humano lo hemos recibido de Dios Creador, y con el bautismo nos transformamos en templos del Espíritu Santo, el cuerpo de cada uno llega a convertirse en sagrado, y por lo tanto no puede ser utilizado para la fornicación o cualquier otro desorden sexual que desfigura la grandeza de lo que hemos recibido como don para manifestarnos en medio del mundo. Por eso, la profundidad de la afirmación “el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor es para el cuerpo”.
En nuestros días la confusión en este campo es tan amplia como lo era en tiempos de san Pablo, con la diferencia que en la actualidad los desvíos acerca de esta verdad que proclama el apóstol, no sólo tocan a los que no creen, sino también a los sedicentes creyentes.
Como en la época de san Pablo hemos de proclamar al mundo, y a todo hombre de buena voluntad,  especialmente a los bautizados, que pertenecemos a Cristo, y que hemos sido rescatados de la muerte a un alto precio, el de la muerte en Cruz del Salvador.
Nuevamente hemos de reflexionar  sobre cómo ha de vivirse en el noviazgo, en el matrimonio o en la vida personal, la verdad de nuestra unión con el Señor, que interpela con su enseñanza, ya por sí mismo o por medio de los apóstoles.
En este ámbito, como en otros de la vida cristiana, nos sentimos tironeados entre lo que asimilamos del modo de vivir que nos propone el mundo, y lo que escuchamos y sabemos pertenece a la esfera de la imitación de Cristo.
Los criterios que nos ofrece el mundo en esta materia, como en otras, al resultarnos agradables, no pocas veces los asumimos como verdaderos y a tono con nuestro modo de ver las cosas, obviando el seguimiento del Señor.
De allí que urge que optemos por seguir ese camino más fácil, lejos de nuestra verdad como bautizados y rescatados del pecado, o por el contrario, convencidos de nuestra pertenencia a Jesús, exclamar como Samuel “Habla que tu servidor escucha” o como los apóstoles, “Señor, dónde vives” porque  queremos seguirte por el camino que nos propones, aunque sea difícil.
Hermanos, pidámosle a Jesús su ayuda, para que tengamos la valentía de ir tras sus pasos, aunque esto suponga el morir a la mentalidad que la sociedad nos propone para vivir acorde con el evangelio.
Quiera Dios que nuestra vida esté iluminada siempre por aquellas palabras del apóstol  “Porque ¿busco ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿O me esfuerzo por agradar a los hombres? Si yo todavía estuviera tratando de agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo” (Gál. 1, 10).



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el 2do domingo durante el año. Ciclo “B”. 18 de enero de 2015. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com.





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