17 de abril de 2015

“La fe en el Señor resucitado ha de crecer cada día y manifestarse gozosamente en el testimonio en medio del mundo”

“Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor” (Juan 20, 19-31), afirma el evangelio que acabamos de proclamar. Esta debería ser una actitud constante en cada uno de nosotros, por haber resucitado a una vida nueva con Cristo al morir al pecado.
Hemos comenzado a experimentar en esta Pascua, pues, una condición nueva, la de aquellos que han sido constituidos en grandeza por la gracia del bautismo, regenerados por el Espíritu y redimidos por la sangre  de Jesús (cf. oración colecta).
Llenarnos de alegría al contemplar al Señor en la Eucaristía, ya que la fe nos asegura su presencia viva después de la conversión de las especies de pan y vino en su cuerpo y sangre gloriosos. 
Lo contemplamos también, y nos colmamos de gozo, al anunciar estos misterios junto a todos los que profesan la fe en el resucitado.
Una manera de contemplar al Señor consiste, también, en escucharlo, tratando de llevar a la práctica con gozo, su mensaje salvador, sabiendo que su Palabra colma con la verdad nuestros corazones.
A su vez, el apóstol san Juan (1 Jn. 5, 1-6) nos dice que “el que ha nacido de Dios –como es la condición del cristiano resucitado- vence al mundo. Y la victoria que triunfa sobre el mundo es nuestra fe”. 
El creyente vence al mundo porque la fe en el resucitado le otorga un sentido nuevo al transcurrir humano en este mundo temporal.
En efecto, percibimos en nuestros días, que muchas personas viven sin futuro, aspirando únicamente metas humanas, mientras que quien ha resucitado con el Señor, liberándose del pecado, tiene la certeza de una meta superior, el encuentro definitivo con quien se entrega plenamente a lo largo de nuestra existencia, permitiendo la fe en Cristo, vencer al mundo al dar testimonio del resucitado.
Esto es así, porque como los apóstoles le dicen a Tomás “¡Hemos visto al Señor!”, también nosotros estamos llamados a proclamar este hecho por todas partes, en nuestras familias, círculo de amigos, en el trabajo, ya que el Señor ha muerto por nosotros, nos ha dado una esperanza nueva con su resurrección y queremos seguir viéndolo. 
Y la única forma de seguir viéndolo es hacerlo visible en nuestras vidas, siendo en nuestro peregrinar temporal  reflejo de su presencia.
Por nuestra forma de vida, la de resucitados, seremos signo de esperanza en un mundo que margina lo que pueda hacerlo más pleno.
En el texto del evangelio proclamado, se nos dice que Cristo deja su paz, más aún, Él es nuestra paz, y cuando se une a nuestro corazón, somos pacificados plenamente y pacificamos a su vez a los demás.
Jesús pacifica especialmente por medio de su misericordia prometida, ofrecida y otorgada de continuo por la acción de su benevolencia. 
Precisamente hoy, celebramos el domingo de la misericordia divina, presente no sólo en el calvario por medio de la sangre martirial derramada, sino también a lo largo de nuestro cotidiano existir, ya que soportó las miserias y pecados de toda la humanidad, para del mal liberarnos en el árbol de la Cruz.
Pero a su vez la misericordia divina nos interpela en la tarde de la resurrección, para que respondamos  con generosidad al amor recibido, y la prolonga entregando a los discípulos el poder de otorgarla causando la reconciliación por el sacramento del perdón.
Pero, al afirmar Jesús “Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”, nos preguntamos qué tipo de misericordia es esa ya que es posible que los pecados no sean perdonados sino retenidos.
La razón de esto es que la misericordia se ofrece con toda amplitud, pero reclama la respuesta del hombre que, arrepentido se decide a convertirse y realizar un cambio verdadero de vida.
Acontece no pocas veces que el creyente no está dispuesto a rectificar su rumbo de vida, o considera que sus acciones no son pecaminosas porque así lo piensa subjetivamente, negándose a veces, culpablemente, a buscar la verdad acerca de su obrar,  permaneciendo así en sus errados puntos de vista, negando incluso la exigencia de los mandamientos divinos, expresión del amor a Dios.
Es muy claro san Juan cuando afirma al respecto que “el amor a Dios consiste en cumplir sus mandamientos, y sus mandamientos no son una carga”, y más aún, prolongando este amor a Dios en las relaciones con el prójimo, ya que “la señal de que amamos a los hijos de Dios es que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos”.
El texto del evangelio proclamado, asegura además, que la fe en Jesús como el Hijo de Dios, permite que tengamos Vida en su nombre.
Claro ejemplo de esto lo percibimos en la persona del apóstol Tomás que comienza a tener vida en el nombre de Jesús, cuando dejando de lado sus pretensiones mundanas, se lanza al misterio que se le ofrece, diciendo “¡Señor mío y Dios mío!”, anticipando la vida en Jesús de todos los que sin haber visto –como nosotros- creemos en el Hijo Único del Dios vivo.
Esta Vida la vemos plasmada también, en la comunión de los creyentes entre sí, que lleva no sólo a participar de la común oración y fracción del pan, sino también a estar dispuestos a compartir los bienes –según las formas que cada etapa histórica sugiera-, entre los hermanos más necesitados (Hechos 4, 32-35), llegando así a imitar a Jesús que se despojó de sí mismo para que aprendamos a vivir en la abundancia de la gracia salvadora que de Él proviene.
Queridos hermanos, que la fe en el Señor resucitado a Quien no vimos con los ojos de la carne, se acreciente cada día y, se manifieste gozosamente en el testimonio que cada día presentemos al mundo con palabras y obras de amor.



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el  Domingo II° de Pascua. Ciclo “B”. 12 de abril de 2015. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com

































No hay comentarios: