29 de octubre de 2015

“Grandes cosas hizo el Señor por nosotros”, disponiéndonos a seguir sus pasos por el camino de la fe que nos ha regalado”.


En el salmo responsorial (Ps 125, 1-6) cantábamos “Grandes cosas hizo el Señor por nosotros”, afirmación ésta que debiera permanecer en nuestro corazón a lo largo de nuestra vida, ya que desde que nacemos hasta que morimos, experimentaremos siempre que Dios hace por nosotros grandes cosas.
Precisamente la Sagrada Escritura va mostrando todos los signos del amor de Dios para con las criaturas más amadas, que  somos cada uno de nosotros, nacidos de sus manos.
Y así, el profeta Jeremías (31, 7-9) anuncia la salvación para el pueblo elegido, de modo que habiendo partido llorando al exilio, vuelve rebosante de gozo, pleno de consuelo, constituido en “resto”, es decir, pequeño grupo de elegidos por su fidelidad al Creador.
Y toda la historia de la salvación describe las maravillas que Dios hace por nosotros, y así la carta a los hebreos que proclamamos recién (5,1-6), deja bien en claro cómo los Sumos Sacerdotes del culto antiguo, fueron tomados de entre los hombres,  para el servicio de todos “a fin de ofrecer dones y sacrificios por los pecados” mostrándose indulgente “con los que pecan por ignorancia y con los descarriados porque él mismo está sujeto a la debilidad humana”. Sacerdocio que hace de puente entre Dios y los hombres, acercando al ser humano a su Creador y, mostrando a su vez el rostro misericordioso de Dios.
Con esta enseñanza, el autor de la carta a los Hebreos apunta en realidad a mostrar la plenitud del sacerdocio presente en la Persona de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre. Sacerdocio de Cristo del que depende toda figura sacerdotal tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, para nada comparable en perfección con Aquél.
Por medio del sacerdocio de Cristo, Dios Padre concede grandes favores al ser humano, ya que el hombre es elevado a la altura de la divinidad, y Dios se abaja para encontrarse con quien ha creado por Él y para Él.
Clara expresión de esta realidad es el grito del mendigo ciego “¡Jesús hijo de David, ten piedad de mí!”, mientras  Jesús, siempre atento a las tribulaciones humanas, y ejerciendo su sacerdocio-puente entre Dios y los hombres, se allega al que clama diciendo “Llámenlo”.
En cuanto hombre, Jesús se conmueve por la miseria de este ciego, signo de la humanidad toda, y como Dios que es, le ofrece el camino de la salvación ya que “Grandes cosas hizo el Señor por nosotros”. 
A su vez, una vez que  lo traen a su presencia, le pregunta: “¿Qué quieres que haga por ti?”, “Maestro, que yo pueda ver” se escucha,  hermosa súplica como respuesta doliente del que sabe de su limitación.
También nosotros podríamos repetir éste ruego confiado, “Maestro, que yo pueda ver”, ya que necesitamos ver con el corazón,  anhelamos descubrir el misterio de la misericordia divina presente en Jesús, que no pocas veces nos cuesta contemplar y entender, influenciados como estamos por un mundo inmisericorde, en el que las miserias humanas son escondidas u olvidadas fácilmente para que no lleguen a intranquilizar las conciencias de las personas.
Urge ingresar más y más en el misterio de Cristo y lo que Él significa para nosotros desde la fe, para comprender el infinito amor divino que busca siempre rescatarnos de toda miseria, especialmente la del pecado.
Pidamos el poder reconocerlo en la vida cotidiana, en la oración de cada día,  en la recepción de los sacramentos, que podamos conocerlo cuando estamos sometidos al misterio del sufrimiento, que aguzando nuestros sentidos interiores podamos reconocer en los padecimientos de los demás la presencia del mismo dolor redentor de Jesús crucificado.
Sólo Jesús puede iluminarnos con la verdad, de manera que todo se hace diáfano con su presencia, alcanzando profundidades de compresión. 
El mundo con sus cosas y atractivos nos encandilan, de manera que no contemplamos la realidad y la vida misma desde la verdad plena.
En efecto, todos hemos tenido alguna vez la experiencia de ser  “encandilados”, quedando enceguecidos, aunque sea de momento, e imposibilitados de ver con nitidez lo que nos rodea y dudando de aquello que percibimos con la vista. 
Pues bien, lo mismo pasa en el ámbito espiritual, cuando el pecado o la lejanía de Dios encandila al hombre de tal manera que lo deja impedido de ver con claridad lo que refiere a la verdad, al bien o a la contemplación del Creador. 
La luz que proviene de Cristo, en cambio, no sólo permite descubrir y profundizar en el misterio divino, sino que posibilita una mirada nueva de todo lo existente, ya que se lo hace desde la perspectiva de la fe.
Hermanos: Estamos invitados a acercarnos a Jesús con confianza, suplicando que podamos verlo y contemplar todo desde la fe que sólo Él puede darnos, y como el ciego curado, disponernos a seguir sus pasos recorriendo el nuevo camino descubierto desde la luz que nos ha regalado el Señor.


(La curación del ciego. Anónimo románico en los muros laterales de Sant'Angelo in Formis, Capua. Pintura.aut.org) (*)



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXX durante el año. Ciclo B. 25 de octubre de 2015. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com


No hay comentarios: