27 de mayo de 2019

Fieles a Jesús Palabra del Padre, amando y buscando la salvación de todos, y dóciles al Espíritu Santo, busquemos la voluntad de Dios.



En la última Cena (Jn. 14,23-29) Jesús deja a sus discípulos algunas indicaciones concretas para la vida apostólica que comenzarán luego que Él retorne al Padre, enseñanzas que alcanzan también a los creyentes a lo largo del tiempo.

 En primer lugar reclama fidelidad a su palabra como expresión concreta del amor que le demostremos a lo largo de la vida temporal.
De hecho, el amor es prolongación del conocimiento que poseamos de Jesús, de manera que si estamos convencidos que es el Hijo de Dios hecho hombre, enviado a nuestra vida para reconstruir la amistad con el Padre suyo y nuestro, hemos de ser fieles a sus palabras.
En una sociedad en que la palabra está desdibujada y sin contenido alguno, y que expresa muchas veces lo contrario a lo que se piensa, la fidelidad a la palabra de Jesús, que es la del Padre, cobra mayor importancia.
Esta fidelidad, que se traduce en las obras de cada día, logra que tanto el Padre como el Hijo habiten en nosotros, potenciando nuestra capacidad para el bien.
En segundo lugar, Jesús promete el Espíritu Santo, enviado por el Padre para enseñarnos toda verdad,  recordándonos lo recibido de Él,  y fortaleciéndonos para la misión en medio de las persecuciones.
El Espíritu Santo, continuador de la obra de Jesús, mostrará  lo que Dios quiere de nosotros, confirmando con su presencia en Pentecostés, el nacimiento de la Iglesia del costado abierto del crucificado, que manó agua y sangre, signo del bautismo y de la Eucaristía.
Esta presencia especial del Espíritu Santo se apreciará cuando conduzca a los apóstoles reunidos en el Concilio de Jerusalén, iluminándolos para resolver los problemas de la Iglesia naciente en relación con las exigencias de los judíos convertidos que querían que los paganos observaran sus costumbres (Hech. 15,1-2.22-29).
Si la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, nacida de la cruz del Señor, no puede estar, por ejemplo, bajo el requerimiento de  la circuncisión, exigida al  pueblo de la Antigua Alianza como señal de pertenencia.
Es por eso que los apóstoles deciden dirigirse por carta a los de origen pagano que habitaban en Antioquia, en Siria y en Cilicia, confirmando sus deseos de ingresar al cristianismo, sin estar sometidos a pretensiones judías, y sólo pidiéndoles que se abstengan de aquellas costumbres de su vida anterior que pudieran ofender a los judíos o hicieran dudar acerca de la profundidad de su conversión.
Este aceptar a los de origen pagano está en consonancia con la imagen de la Nueva Jerusalén de la que habla el Apocalipsis (21, 10-14.22-23).
La ciudad santa, la Jerusalén que desciende del cielo y viene de Dios, no sólo anticipa la Jerusalén Celestial que todavía no conocemos, sino que anuncia a la Nueva Jerusalén de la tierra que es la Iglesia.
La visión joánica describe la muralla que rodea la ciudad con doce puertas que miran a los cuatro puntos cardinales, nominadas con las doce tribus de Israel y asentada la urbe sobre doce cimientos que representan a los apóstoles de la nueva alianza.
Con la imagen de las puertas se visualiza la universalidad del llamado a pertenecer a la Iglesia ingresando en continuidad con las doce tribus de Israel y asentándose sobre los doce apóstoles del Señor.
En esta ciudad no hay templo alguno, “porque su Templo  es el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero” y no recibe luz que provenga de algún astro del cielo sino “que la gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero”.
¡Qué diferente es la vida en esta ciudad que reúne a los salvados que respondieron a la salvación que se les ofreció! El “resto de Israel” de todos los tiempos que se ha mantenido fiel a pesar de las persecuciones del mundo, merecerá pertenecer a la Jerusalén Celestial como reflexionamos el domingo anterior siguiendo al Apocalipsis.
Mientras vivimos en este mundo como lo promete el Señor en la última Cena, gozaremos de su Paz que en nada se parece a la que pretende otorgar el mundo y que nunca llega, paz que pondrá en equilibrio todas nuestras facultades para vivir en armonía espiritual.
Contando con la presencia del Espíritu Santo sabemos que nos dará a conocer en plenitud lo enseñado por Jesús y otorgará a los fieles la fortaleza necesaria para soportar la indiferencia y el odio del mundo.
Y así, será realidad aquella afirmación del Señor “¡No se inquieten ni teman!” ya que venció al mundo y al maligno, y aunque manifiesten tener poder todavía, ya están sometidos por la muerte del crucificado.
El regreso del Hijo junto al Padre, con la humanidad asumida –como celebraremos el domingo próximo- entristece y hasta puede atemorizar a sus discípulos y con ellos también a nosotros los creyentes de hoy.
Sin embargo sabemos que la presencia de Jesús sigue entre nosotros, no sólo espiritualmente hablando o con la iluminación que proviene del Espíritu Santo, sino principalmente en la Eucaristía, que contiene su cuerpo, sangre, alma y  divinidad  hasta el fin de los tiempos.
Queridos hermanos en Cristo: sigamos creciendo en la fe puesta en Él y sus enseñanzas, seamos fieles a su Palabra, viviendo en amor hacia todos, buscando la salvación de los  alejados y dejándonos conducir por la acción del Espíritu Santo busquemos siempre la voluntad del Padre.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el  Domingo VI  de Pascua. Ciclo “C”. 26 de mayo de 2019. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com



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